Horizonte político
José A. Crespo
Estrechez legalista o prudencia política
En un Estado de derecho, los gobernantes, políticos, autoridades y funcionarios públicos deben respetar la ley, pero ese no debe ser el único criterio para la toma de decisiones. Se espera que también se midan las consecuencias, sociales, morales, de sus decisiones. Es lo que Max Weber llamaba “ética de la responsabilidad”, que trasciende el mero apego a la norma y lo complementa, pues evalúa también las consecuencias públicas de cada decisión. En México, si los gobernantes pueden hacer y deshacer a placer, sin importar los límites legales (debido a la impunidad imperante), y dado que difícilmente se puede apelar a su responsabilidad ética, al menos esperamos que tengan una cierta “ética de la responsabilidad” weberiana. Pero todo indica que, ni siquiera cuando nuestros jerarcas públicos se mueven dentro del ámbito legal, atienden a ese otro elemento clave de la vida pública que es la prudencia política.
Pongamos ejemplos recientes en el ámbito electoral. Vicente Fox decidió participar en la campaña presidencial que justificó, con razón, en que no había nada en la ley que se lo impidiera. Era más bien un asunto de responsabilidad y prudencia políticas, pues, además de agitar las aguas en ese ámbito, ensombreció el veredicto oficial de la elección misma. Los efectos polarizadores de esa irresponsable estrategia han sido sumamente dañinos y de hecho no terminan por ser superados. Contribuyó a perder buena parte de la confianza y la credibilidad en la democratización y en los comicios, que costó años cultivar. Por su parte, Luis Carlos Ugalde alegó legalidad al anunciar la “regla de oro de la democracia” al final del cómputo del IFE. Quizás era legal, pero sin duda del todo imprudente. Se lo advirtió (con sensatez, aclara Ugalde) su coordinador de comunicación social, Gustavo Lomelín: “Es picar la cresta a la coalición (Por el Bien de Todos). No vale la pena” (Así lo viví, 2008).
Pero al menos Ugalde rechazó homologar el salario de los consejeros al de los ministros de la Corte, como antes también había hecho Woldenberg. No así el actual presidente del IFE, Leonardo Valdés, quien no vio ningún problema en ello, porque era en principio legal (aunque algunos conocedores ponen esto también en duda, pues caben varias interpretaciones al artículo 41 de la Constitución). Algunos consejeros defendieron esa medida alegando que lo constitucional no puede ser inmoral. ¿De dónde salió esa doctrina? ¿No hay, no han existido históricamente leyes y constituciones inmorales, injustas e incluso auténticas aberraciones? Tal concepción deriva más del derecho sagrado —y por tanto, inmutable— que del derecho positivo, uno de los ejes de la modernidad social y jurídica. Distinguir entre el permiso legal y la mera prudencia es cosa de sentido común. Fue el contralor interno del IFE, don Gregorio Guerrero, quien el 24 de febrero advirtió sobre la imprudencia de la medida, y así lo hizo ver a la Junta General Ejecutiva: “Una autoridad que es omisa a las dificultades que la ciudadanía enfrenta, e incrementa sus percepciones en tiempos de indispensable austeridad, corre el riesgo de vaciar de contenido los preceptos democráticos que tanto enarbola y de reducir la definición de democracia a simple retórica. Los titulares que encabezan una de las más emblemáticas instituciones públicas del país, no pueden ni deben ser indiferentes al agobio económico de la ciudadanía”. Ante lo cual, Valdés replicó, con estrecho criterio letrista: “No escuché en la intervención del señor contralor general ningún argumento jurídico para invalidar el proyecto de acuerdo” (Reforma, 3/mar/09). En efecto, el contralor no aludió a un argumento jurídico, sino a otros de tipo moral, ético, social y político. No pedía tampoco la violación de la ley, pues que se sepa nadie había demandado a los consejeros por violar la Constitución. Paradójicamente, quien detenta un cargo técnico, el contralor, aconsejó prudencia, mientras que quien tiene una gran responsabilidad política lo desoyó y comprobó muy pronto ese desatino. En otras palabras, “la moral es un árbol que da moras”, una consigna aplicable en general a nuestra clase política, pero que en el IFE es veneno puro a su autoridad moral y credibilidad (aunque lo mismo vale para el Tribunal Electoral y la Suprema Corte).
Al poco tiempo volvimos a ver otro ejemplo de imprudencia, aunque perfectamente legal; los presidentes de los institutos electorales estatales invitaron a su evento anual al gobernador Enrique Peña Nieto, fuerte aspirante presidencial para 2012 (y abanderado de las televisoras), en un acto en que fue flanqueado por la presidenta del Tribunal Electoral, Carmen Alanís, y el propio Valdés. ¿Algo ilegal? No, desde luego. ¿Imprudente? Por supuesto. Peor aún cuando Valdés aceptó un “aventón” en el helicóptero del gobernador mexiquense, lo que justificó nuevamente con limitada visión juridicista: “El artículo 2 del Cofipe dice muy claramente que, para el desempeño de sus funciones, las autoridades electorales contarán con el apoyo y colaboración de las autoridades federales, estatales y municipales… y me da la impresión de que, por lo menos yo en lo personal, aceptaré esos apoyos cuando sea necesario, del gobierno emanado de cualquier partido político” (27/feb/09). Una conducta permitida por la ley, en efecto, pero carente de la más elemental prudencia política, sobre todo tratándose de un órgano autónomo, pretendidamente imparcial. Las difíciles condiciones políticas que atravesamos exigen no sólo respeto a la legalidad por parte de los actores (algo de por sí raro), pero también mucha prudencia política, una virtud al parecer escasa entre nuestros jerarcas del sector público.
Pongamos ejemplos recientes en el ámbito electoral. Vicente Fox decidió participar en la campaña presidencial que justificó, con razón, en que no había nada en la ley que se lo impidiera. Era más bien un asunto de responsabilidad y prudencia políticas, pues, además de agitar las aguas en ese ámbito, ensombreció el veredicto oficial de la elección misma. Los efectos polarizadores de esa irresponsable estrategia han sido sumamente dañinos y de hecho no terminan por ser superados. Contribuyó a perder buena parte de la confianza y la credibilidad en la democratización y en los comicios, que costó años cultivar. Por su parte, Luis Carlos Ugalde alegó legalidad al anunciar la “regla de oro de la democracia” al final del cómputo del IFE. Quizás era legal, pero sin duda del todo imprudente. Se lo advirtió (con sensatez, aclara Ugalde) su coordinador de comunicación social, Gustavo Lomelín: “Es picar la cresta a la coalición (Por el Bien de Todos). No vale la pena” (Así lo viví, 2008).
Pero al menos Ugalde rechazó homologar el salario de los consejeros al de los ministros de la Corte, como antes también había hecho Woldenberg. No así el actual presidente del IFE, Leonardo Valdés, quien no vio ningún problema en ello, porque era en principio legal (aunque algunos conocedores ponen esto también en duda, pues caben varias interpretaciones al artículo 41 de la Constitución). Algunos consejeros defendieron esa medida alegando que lo constitucional no puede ser inmoral. ¿De dónde salió esa doctrina? ¿No hay, no han existido históricamente leyes y constituciones inmorales, injustas e incluso auténticas aberraciones? Tal concepción deriva más del derecho sagrado —y por tanto, inmutable— que del derecho positivo, uno de los ejes de la modernidad social y jurídica. Distinguir entre el permiso legal y la mera prudencia es cosa de sentido común. Fue el contralor interno del IFE, don Gregorio Guerrero, quien el 24 de febrero advirtió sobre la imprudencia de la medida, y así lo hizo ver a la Junta General Ejecutiva: “Una autoridad que es omisa a las dificultades que la ciudadanía enfrenta, e incrementa sus percepciones en tiempos de indispensable austeridad, corre el riesgo de vaciar de contenido los preceptos democráticos que tanto enarbola y de reducir la definición de democracia a simple retórica. Los titulares que encabezan una de las más emblemáticas instituciones públicas del país, no pueden ni deben ser indiferentes al agobio económico de la ciudadanía”. Ante lo cual, Valdés replicó, con estrecho criterio letrista: “No escuché en la intervención del señor contralor general ningún argumento jurídico para invalidar el proyecto de acuerdo” (Reforma, 3/mar/09). En efecto, el contralor no aludió a un argumento jurídico, sino a otros de tipo moral, ético, social y político. No pedía tampoco la violación de la ley, pues que se sepa nadie había demandado a los consejeros por violar la Constitución. Paradójicamente, quien detenta un cargo técnico, el contralor, aconsejó prudencia, mientras que quien tiene una gran responsabilidad política lo desoyó y comprobó muy pronto ese desatino. En otras palabras, “la moral es un árbol que da moras”, una consigna aplicable en general a nuestra clase política, pero que en el IFE es veneno puro a su autoridad moral y credibilidad (aunque lo mismo vale para el Tribunal Electoral y la Suprema Corte).
Al poco tiempo volvimos a ver otro ejemplo de imprudencia, aunque perfectamente legal; los presidentes de los institutos electorales estatales invitaron a su evento anual al gobernador Enrique Peña Nieto, fuerte aspirante presidencial para 2012 (y abanderado de las televisoras), en un acto en que fue flanqueado por la presidenta del Tribunal Electoral, Carmen Alanís, y el propio Valdés. ¿Algo ilegal? No, desde luego. ¿Imprudente? Por supuesto. Peor aún cuando Valdés aceptó un “aventón” en el helicóptero del gobernador mexiquense, lo que justificó nuevamente con limitada visión juridicista: “El artículo 2 del Cofipe dice muy claramente que, para el desempeño de sus funciones, las autoridades electorales contarán con el apoyo y colaboración de las autoridades federales, estatales y municipales… y me da la impresión de que, por lo menos yo en lo personal, aceptaré esos apoyos cuando sea necesario, del gobierno emanado de cualquier partido político” (27/feb/09). Una conducta permitida por la ley, en efecto, pero carente de la más elemental prudencia política, sobre todo tratándose de un órgano autónomo, pretendidamente imparcial. Las difíciles condiciones políticas que atravesamos exigen no sólo respeto a la legalidad por parte de los actores (algo de por sí raro), pero también mucha prudencia política, una virtud al parecer escasa entre nuestros jerarcas del sector público.
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