Por Porfirio Muñoz Ledo
BITACORA REPUBLICANA
Fue Raúl Alfonsín un amigo leal y un demócrata sin tacha. Heredero de una limpia tradición liberal, adversario de una sangrienta dictadura y constructor esclarecido de nuevas instituciones, creyó que el avance político “es en definitiva la lucha permanente por la extensión y profundización de los derechos humanos”.
En su batallar contra el régimen autoritario generó la vía civil para el cambio con la consigna “elecciones libres y sin proscripciones”, en contraste con la alternativa armada: “ni golpe ni elección, revolución”. Su arribo a la Presidencia de la República en 1983 fue una bisagra histórica: clausuró los gobiernos militares y cerró la era de los golpes de estado. Alfonsín dirige una de las más complejas transiciones democráticas que hayan ocurrido. Resuelve el pasado sin turbias negociaciones y sólo condona lo necesario para salvar la paz; afronta un ejercicio de continua turbulencia política y desastre económico e impulsa la Reforma del Estado mediante una imaginativa lucidez en la conducción y la práctica incansable del diálogo. En un país lastrado por el militarismo fue un humanista sin ejército. A diferencia de otras transiciones sudamericanas, decidió castigar a los responsables de los crímenes. La Comisión Nacional para la desaparición de personas produjo el informe Nunca Más y un tribunal civil condenó a los principales culpables, incluyendo a las cabezas de las Juntas: Videla, Massera, Viola y Lambruschini.
La resaca castrense se desató. El presidente hubo de sortear amenazas de levantamiento a contraluz de la exigencia multitudinaria de mayores castigos. A ello se debe la expedición de las leyes de Punto Final y de Obediencia debida –antes y después de la rebelión- que, sin decretar el indulto, cerraban el expediente. Logró la primera alternancia pacífica desde 1916 y al sucesor correspondió reabrir los casos. Tan frágil embarcación fue embestida por la hiperinflación y la avalancha de la deuda externa. Principal promotor del grupo Cartagena, diseñó un club de deudores, encabezado por Argentina, Brasil y México, para hacer frente regionalmente a la crisis. Ante la defección de nuestro Gobierno, la moratoria colectiva se desactivó y dio paso franco a la dominación neoliberal.
Latinoamericanista de excepción, al llegar al gobierno acató el laudo sobre el diferendo austral –rechazado por la dictadura- e hizo la paz con Chile. Promovió la integración con el Brasil y fijó las bases para la conformación del Mercosur. Articuló en ese hemisferio el grupo de apoyo a Contadora para la pacificación de Centroamérica, que poco después desembocaría en el Grupo de Río. En su libro “Democracia y consenso” narra el proceso de reconstrucción institucional. Como presidente cumplió la primera etapa de la “reforma pactada” mediante el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Los lineamientos del proyecto nos son familiares: límites al Ejecutivo, rendición de cuentas, fortalecimiento del Legislativo, descentralización federalista y municipal, regulación de los partidos y democracia participativa.
El poder no le alcanzó para culminarlo. La Constitución se aprobaría ya en el período de Menem y Alfonsín arriesgaría su prestigio de opositor con la suscripción del Pacto de Olivos. El resultado no fue idéntico pero logró salvar lo esencial: el establecimiento de un “Estado legítimo”. Evitó una “reforma retrógrada” y “la constitucionalización del nuevo modelo económico”. Alfonsín aprendió que “para ser demócrata no basta con amar la libertad”, sino “crear los fundamentos para que ésta pueda realizarse”. Se alejó de los prejuicios “anticolectivistas” de su partido y asumió la doctrina del Estado de Bienestar. Tuve ocasión de apoyarlo en el cabildeo –interno y externo- para el ingreso de la Unión Cívica Radical a la Internacional Socialista, de la que más tarde sería vicepresidente. Raúl fue ante todo un hombre inteligente, cálido e incorruptible: “ética política y austeridad a toda prueba” fueron sus valores procesales. El retorno a la democracia significó la repatriación de la diáspora argentina, coincidente con la de otros países del Sur, que reverdecía el mensaje de Vasconcelos y propalaba la gratitud a México.
Varios comensales me relataron una escena social, en la que, de modo prudente, Alfonsín sugirió a De la Madrid que, frente a la emergencia del 88, tomara “el toro por los cuernos” e impulsara un salto democrático. A lo que éste respondió escuetamente -y con apoyo en textos constitucionales- que nuestro país era ya una democracia consumada. La suerte de las transiciones depende en mucho del tamaño de sus dirigentes. La nuestra ha tenido, por la pequeñez y la codicia, un destino tan indigno.
kikka-roja.blogspot.com/
En su batallar contra el régimen autoritario generó la vía civil para el cambio con la consigna “elecciones libres y sin proscripciones”, en contraste con la alternativa armada: “ni golpe ni elección, revolución”. Su arribo a la Presidencia de la República en 1983 fue una bisagra histórica: clausuró los gobiernos militares y cerró la era de los golpes de estado. Alfonsín dirige una de las más complejas transiciones democráticas que hayan ocurrido. Resuelve el pasado sin turbias negociaciones y sólo condona lo necesario para salvar la paz; afronta un ejercicio de continua turbulencia política y desastre económico e impulsa la Reforma del Estado mediante una imaginativa lucidez en la conducción y la práctica incansable del diálogo. En un país lastrado por el militarismo fue un humanista sin ejército. A diferencia de otras transiciones sudamericanas, decidió castigar a los responsables de los crímenes. La Comisión Nacional para la desaparición de personas produjo el informe Nunca Más y un tribunal civil condenó a los principales culpables, incluyendo a las cabezas de las Juntas: Videla, Massera, Viola y Lambruschini.
La resaca castrense se desató. El presidente hubo de sortear amenazas de levantamiento a contraluz de la exigencia multitudinaria de mayores castigos. A ello se debe la expedición de las leyes de Punto Final y de Obediencia debida –antes y después de la rebelión- que, sin decretar el indulto, cerraban el expediente. Logró la primera alternancia pacífica desde 1916 y al sucesor correspondió reabrir los casos. Tan frágil embarcación fue embestida por la hiperinflación y la avalancha de la deuda externa. Principal promotor del grupo Cartagena, diseñó un club de deudores, encabezado por Argentina, Brasil y México, para hacer frente regionalmente a la crisis. Ante la defección de nuestro Gobierno, la moratoria colectiva se desactivó y dio paso franco a la dominación neoliberal.
Latinoamericanista de excepción, al llegar al gobierno acató el laudo sobre el diferendo austral –rechazado por la dictadura- e hizo la paz con Chile. Promovió la integración con el Brasil y fijó las bases para la conformación del Mercosur. Articuló en ese hemisferio el grupo de apoyo a Contadora para la pacificación de Centroamérica, que poco después desembocaría en el Grupo de Río. En su libro “Democracia y consenso” narra el proceso de reconstrucción institucional. Como presidente cumplió la primera etapa de la “reforma pactada” mediante el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Los lineamientos del proyecto nos son familiares: límites al Ejecutivo, rendición de cuentas, fortalecimiento del Legislativo, descentralización federalista y municipal, regulación de los partidos y democracia participativa.
El poder no le alcanzó para culminarlo. La Constitución se aprobaría ya en el período de Menem y Alfonsín arriesgaría su prestigio de opositor con la suscripción del Pacto de Olivos. El resultado no fue idéntico pero logró salvar lo esencial: el establecimiento de un “Estado legítimo”. Evitó una “reforma retrógrada” y “la constitucionalización del nuevo modelo económico”. Alfonsín aprendió que “para ser demócrata no basta con amar la libertad”, sino “crear los fundamentos para que ésta pueda realizarse”. Se alejó de los prejuicios “anticolectivistas” de su partido y asumió la doctrina del Estado de Bienestar. Tuve ocasión de apoyarlo en el cabildeo –interno y externo- para el ingreso de la Unión Cívica Radical a la Internacional Socialista, de la que más tarde sería vicepresidente. Raúl fue ante todo un hombre inteligente, cálido e incorruptible: “ética política y austeridad a toda prueba” fueron sus valores procesales. El retorno a la democracia significó la repatriación de la diáspora argentina, coincidente con la de otros países del Sur, que reverdecía el mensaje de Vasconcelos y propalaba la gratitud a México.
Varios comensales me relataron una escena social, en la que, de modo prudente, Alfonsín sugirió a De la Madrid que, frente a la emergencia del 88, tomara “el toro por los cuernos” e impulsara un salto democrático. A lo que éste respondió escuetamente -y con apoyo en textos constitucionales- que nuestro país era ya una democracia consumada. La suerte de las transiciones depende en mucho del tamaño de sus dirigentes. La nuestra ha tenido, por la pequeñez y la codicia, un destino tan indigno.