El voto de castigo
Pensar que el abstencionismo es muestra de falta de cultura democrática es simplificar el fenómeno; más bien constituye una expresión de que la ciudadanía conoce en mayor o menor medida la utilidad del sufragio.
César CansinoEl UniversalMéxico, DF Viernes 17 de abril de 2009
No existe una regla aceptada por los expertos que dé cuenta con certidumbre del comportamiento electoral y sus variaciones en las democracias modernas. Tanto una copiosa concurrencia en las urnas como un marcado abstencionismo se pueden deber a un sinnúmero de causas coyunturales y estructurales. Por ello, no hay encuesta confiable ni cálculo infalible para anticipar con precisión quién o qué partido va a ganar una elección, cuál será el grado de participación o de abstencionismo, qué campaña será exitosa y cuál un desastre. Con todo, una cosa es cierta: en aquellas democracias en las que se ha registrado al menos una vez una concurrencia elevada a las urnas por parte de la ciudadanía, un repentino descenso en dicha participación o un incremento considerable del abstencionismo no se explica por razones de una cultura política escasamente democrática que aleja a los ciudadanos de las urnas, sino al contrario: por la existencia de una ciudadanía lo suficientemente madura e informada como para discernir que la oferta política que se le presenta es pobre y por tanto no merece ser respaldada en las urnas.
Consideraciones así son importantes, porque es muy frecuente descargar en los ciudadanos las insuficiencias de partidos y candidatos para conectar con sus potenciales seguidores. Por esta vía, el abstencionismo vendría a ser la expresión de una ciudadanía poco participativa y políticamente apática. Obviamente, pintar las cosas de ese color es muy cómodo para los políticos profesionales, pero no hace justicia a los hechos. Así como no hay una regla que explique puntualmente las variaciones en el comportamiento electoral de una elección a otra, tampoco el abstencionismo es sinónimo de una pobre o escasa cultura democrática, sino de una ponderación más o menos razonada de la mayor o menor utilidad del voto.
El argumento aplica perfectamente para el caso de México que, no obstante ser una democracia joven, ha mostrado patrones de comportamiento irregulares, desde la afluencia masiva a las urnas, sobre todo en algunas elecciones presidenciales decisivas, hasta de marcado abstencionismo, sobre todo en elecciones federales intermedias y en muchas locales.
Y si bien, por lo mismo, no se puede establecer una tendencia neta sobre el comportamiento electoral dominante en el país, una cosa parece cierta: los mexicanos se preocupan y se ocupan cada vez menos de ir a votar.
Teóricamente, las razones del abstencionismo pueden ser muchas y muy complejas: creciente malestar hacia la clase política, desencanto con la democracia y hartazgo hacia los partidos o existencia de un umbral elevado de confianza o aceptación de la democracia electoral que en lugar de motivar la participación la mantiene en niveles mínimos. Ambos casos —el malestar y la confianza básica—, aunque contradictorios entre sí, tienen algo en común: nacen de la sensación o percepción de que gane quien gane, para bien o para mal, con la democracia no pasa nada, o al menos nada decisivo y trascendental como para involucrarse activamente. Obviamente, la primera razón del abstencionismo —el malestar— es más frecuente en democracias poco consolidadas y con fuertes tradiciones autoritarias no muy lejanas en el tiempo, mientras que la segunda —la confianza básica— es típica de democracias consolidadas y de larga data.
De acuerdo con lo anterior, no es descabellado anticipar que el principal protagonista en las próximas elecciones federales intermedias y en la gran mayoría de las elecciones locales concurrentes será el abstencionismo. Podrá ganar un partido la primera mayoría en el Congreso; otro, alguna plaza municipal o estatal relevante; un tercero caerá en sus cálculos más optimistas. Pero en todos los escenarios, los ciudadanos nos sentiremos menos estimulados que en otros años para asistir a la cita. Y entre las razones posibles, la que prevalece en México es el malestar hacia la clase política más que la confianza básica a la democracia. A riesgo de ser muy general, la lectura prevaleciente entre muchos electores se acercará a la siguiente: el PAN tuvo su oportunidad, pero ha sido un fracaso en el poder; el PRD merece su oportunidad, pero sus élites se la pasan destruyéndose entre sí; el PRI está siendo prudente y busca capitalizar el desgaste de los demás, pero no deja de ser el inefable “partidazo” de la era autoritaria; y la chiquillada ha exhibido siempre grandes dotes de oportunismo y falta de compromiso con las causas nacionales.
En consecuencia, diremos muchos: “¿Para qué votar? Todos los partidos son un asco, y además no tienen ningún compromiso con la ciudadanía”. A ello hay que sumar factores coyunturales igualmente desalentadores, como la actual crisis económica, la situación de inseguridad, las pobres e inútiles reformas estructurales aprobadas por el Congreso recientemente (como la petrolera, la electoral y la del Estado), y las muchas que faltan por hacerse.
Las cifras del abstencionismo
Que el abstencionismo vaya a ser el gran protagonista de las elecciones no es una novedad y tampoco un asunto por el que debamos desgarrarnos las vestiduras, como vociferan políticos alarmistas. Si revisamos las cifras de abstención tanto en los comicios presidenciales como en los de diputados federales de los últimos 25 años, ambas muestran una clara tendencia al alza, con todo y que el comportamiento en algunos comicios parece escapar a toda lógica, lo cual bien puede deberse a la falta de instituciones electorales confiables en el país, sobre todo antes de la reforma electoral de 1996.
Considérese, por ejemplo, la elección presidencial de 1982, con una abstención según las cifras oficiales de apenas 32.55%, en una coyuntura de crisis económica, con una competencia partidista incipiente y con un “candidato oficial” con escasas dotes para movilizar al electorado pero que terminó arrasando en las urnas. Pero más sorprendente aún resultan las presidenciales de 1988, quizá las que más interés han concitado entre los electores, pero que según las cifras oficiales arrojaron la abstención más alta de la que se tenga registro hasta: 54.80%. Y como estos hay muchos ejemplos más, lo cual sólo nos sugiere una cosa: debemos tomar con pinzas las cifras oficiales, al menos las existentes hasta bien entrados en los años 90, para no generar espejismos.
No obstante ello, como decíamos, la tendencia al alza del abstencionismo en elecciones federales es clara. Mientras que en las presidenciales de 1982 a 2006 tenemos un abstencionismo promedio de 39.37%, las más recientes —las de 2006—, pese al gran interés que concitaron, arrojaron un abstencionismo de dos puntos por arriba de dicho promedio. En las elecciones para diputados, por su parte, el promedio de abstencionismo para el mismo periodo es de 46.10%, cifra que se eleva a 51.55% si contemplamos sólo las elecciones federales intermedias. De acuerdo con una estimación tendencial simple es posible establecer en alrededor de 62% la abstención para las elecciones de diputados de 2009, cifra que sentaría un precedente histórico significativo para este tipo de comicios, y cuyas consecuencias analizaré más adelante.
Mención aparte merecen los resultados de comicios locales a nivel municipal y estatal, donde ya se registran niveles de abstencionismo de hasta 80%, como en elecciones recientes celebradas en Baja California y Oaxaca. Para las elecciones locales de julio de 2009, pese a ser concurrentes con las elecciones federales, no existen indicios de que se pueda revertir la tendencia al alza del abstencionismo. Cabe señalar que sumando el conjunto de las elecciones municipales en todo el país, concurrentes y no concurrentes con elecciones federales, celebradas en el sexenio de 2000-2006, la abstención alcanzó 49.5%, cifra que aumenta a 54.5% si sólo se consideran las elecciones locales no concurrentes.
Causas y consecuencias
En la perspectiva de un triunfo del abstencionismo en las elecciones de 2009, habría que desechar por obsoletas las interpretaciones según las cuales un creciente abstencionismo es sinónimo de incultura política y una fuerte tasa de participación sólo es posible en naciones con culturas democráticas maduras. En efecto, pese a que la democracia mexicana está apenas dando sus primeros pasos, no se puede decir que la cultura política de los mexicanos sea escasamente democrática. Por el contrario, el abstencionismo constituye una expresión de creciente apatía o malestar social hacia la política institucional, lo cual nada tiene que ver con el grado de cultura democrática existente, sino con el pésimo desempeño de las autoridades y la pobre oferta política de los partidos en contienda.
En realidad, este diagnóstico vale para casi todas las democracias del planeta, pues hoy presenciamos una crisis de la representación política: un creciente extrañamiento de las sociedades y sus representantes. En lo personal, prefiero leer el fenómeno del abstencionismo en las democracias actuales asociado a este contexto global de crisis de la política representativa, que quedarme en la superficie de nociones como “fatiga” o “saturación” electoral con las que los politólogos y los electorólogos suelen referirse al asunto, pues no sólo subestiman la magnitud de la crisis de la política institucional de fondo, sino que suponen que basta perfeccionar las campañas o la imagen de los partidos ante el electorado para revertir las tendencias a la baja de la participación electoral, cuestión que la propia realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez. Es decir, estas lecturas terminan haciendo apología de esa bazofia que es el “marketing político”.
No puede decirse que la cultura política de los mexicanos es pobre cuando los ciudadanos marcaron la diferencia en las urnas para que terminara de manera pacífica el viejo régimen priísta y fuera sustituido por otro distinto sustentado en la libertad y la justicia. Por ello, tampoco extraña que los electores no concurran ahora a las elecciones en la misma proporción que en 2000 o 2006, o incluso antes cuando la expectativa de cambio era un ingrediente adicional en los comicios, pues la mayoría de los mexicanos nos sentimos ahora defraudados o frustrados ante una expectativa de transformación que no se ha concretado. La percepción dominante entre los ciudadanos es que ninguno de los actores políticos, pero sobre todo el gobierno federal, los partidos y el Congreso, ha estado a la altura de las expectativas de transformación que se abrieron entonces. Otra cosa es calificar el tipo de cultura política dominante en México, o ubicarla en una escala de mayor o menor cercanía a los valores democráticos de tolerancia, pluralismo, participación, etcétera. Pero aun aquí seguramente nos llevaremos una sorpresa si se contrasta la cultura política de los ciudadanos con la de sus propios políticos. Basta de menospreciar a los ciudadanos. En México tanto el voto como el no voto son hoy en la mayoría de los casos elecciones individuales racionales y maduras.
La elección de no votar, cuando es consciente, es también una elección legítima: tiene un significado que quiere proyectarse políticamente. Tampoco comparto las interpretaciones que consideran que el desencanto de los ciudadanos más que con los partidos o con los políticos es con la democracia, pues han descubierto que ésta no resuelve milagrosamente sus problemas inmediatos. Nuevamente se etiqueta aquí a los electores y se presume que su apatía en las urnas nace más de la ignorancia y el desconocimiento de lo que es la democracia, pues la cargan de significados que no tiene. En realidad, este supuesto candor no aplica, pues lo que la mayoría de los ciudadanos en México pretende de la democracia es que sus representantes los representen adecuadamente, quiere mejores leyes y garantías, vivir en un verdadero estado de derecho. Ni más ni menos.
Pero, ¿qué consecuencias puede tener un abstencionismo creciente para el desarrollo democrático de un país, en particular para México? No hay que alarmarse. La mayoría de las democracias convive a diario con este convidado de piedra. Eso no significa que su presencia no advierta de un distanciamiento cada vez más visible de partidos y autoridades respecto de los ciudadanos, nacido de la inconformidad o la insatisfacción hacia la política institucional. Cabe precisar que en democracias consolidadas esta insatisfacción suele acompañarse de percepciones según las cuales la democracia está bien como está y participar o no en las urnas no cambia nada las cosas, o la democracia está maltrecha pero votar o no votar no modifica nada, o gane quien gane las elecciones las cosas seguirán iguales. Obviamente, se trata en todos los casos de posiciones que desalientan la participación. Las cosas en una democracia joven, no consolidada o que no ha podido sacudirse el peso del pasado autoritario, como México, son más burdas. Un ciclo de alta participación seguido de alto abstencionismo electoral sólo puede ser explicado por un hecho: la mayor o menor expectativa de cambio o de ruptura con el pasado autoritario.
Una afluencia masiva a las urnas estaría revelando una cierta confianza en la ciudadanía de que las cosas pueden cambiar, mientras que el abstencionismo indicaría lo contrario. La gente se moviliza cuando considera que es necesario hacerlo para avanzar en la democracia, y deja de hacerlo cuando ha dejado de creer en esa posibilidad. Lamentablemente, en México el abstencionismo llegó muy temprano en su vida democrática. No terminábamos de transitar a la democracia por la vía de la alternancia cuando el malestar y la frustración ya empezaban a campear. Pero como he sostenido, el alejamiento de las urnas no es una condición cultural, sino una consecuencia del pésimo desempeño de las autoridades. Es la constatación de una ciudadanía capaz de cuestionar con su silencio la pobre oferta política de los partidos o de castigar a una clase política ineficaz y timorata, o simplemente de enviar señales de malestar y desencanto a sus representantes con la esperanza de que algo cambie. En México el abstencionismo está muy lejos de ser, como en varias democracias consolidadas, expresión indirecta de complacencia con la política institucional. Al contrario, la arena electoral ha sido en los tiempos recientes el principal espacio de contestación a la política oficial, el ámbito genuino de expresión de la ciudadanía.
Por todo ello, el abstencionismo creciente debe alertar sobre todo a partidos y a gobernantes en general. Para empezar, debe quedar claro a los políticos que la mercadotecnia no aplica en nuestro país, que nuestra ciudadanía es lo tan madura como para dejarse engañar por espejitos o retóricas vacías. Debe quedar claro que el único criterio válido para aspirar a contar con las preferencias de los ciudadanos son sus propias acciones, la congruencia entre promesas y decisiones. La ciudadanía está más alerta y despierta de lo que los políticos sospechan. Ya es tiempo de que partidos y gobernantes se tomen en serio el “¡No nos falles!” del 2 de julio de 2000. Una consigna más que elocuente del nuevo México que hasta ahora muy pocos políticos han alcanzado siquiera a atisbar.
Concluyo con una nota optimista. Contrariamente a lo que sugiere cierta lógica, el abstencionismo creciente puede propiciar transformaciones interesantes en el sistema de partidos, y cambios positivos en las agendas y la fisonomía de los partidos en busca de permanecer como opciones electoralmente viables en futuras contiendas. Es decir, puede tener un efecto positivo: estimular y acelerar tanto la renovación política y la autocrítica que hasta ahora han desdeñado todas las fuerzas partidistas como la celebración de acuerdos interpartidistas efectivos en el seno del Congreso y en otras instancias con el objetivo de avanzar, ahora sí, en una verdadera reforma del Estado, tan necesaria para el país.
Catedrático-investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
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