En los primeros días del mandatario demócrata en la Casa Blanca pareció que éste podría deslindarse sin grandes obstáculos de las prácticas atroces y contraproducentes establecidas por la presidencia de George Walker Bush en esos ámbitos. Sin embargo, en los tres meses recientes se ha evidenciado que, pese al desprestigio universal cosechado por Washington como consecuencia de las conductas bárbaras, anómalas y delictivas empeñadas en la guerra contra el terrorismo, el poder fáctico –expresado en lo político, lo propagandístico, lo legislativo y lo judicial– del complejo industrial-militar de la nación vecina ha sobrevivido a la derrota de los republicanos en la elección presidencial de noviembre pasado y es capaz de resistir a directivas presidenciales tan razonables y de obvia necesidad como el cierre del campo de concentración montado por Bush en la base militar de Guantánamo, y cuya permanencia se ha convertido en el símbolo de la pugna política.
De esta manera, diversas instancias judiciales han fallado en contra de la posibilidad de investigar y sancionar a altos funcionarios de la administración pasada por los abusos cometidos en el contexto de la persecución contra los sospechosos de integrismo islámico, y no hay ni siquiera una perspectiva en cuanto a esclarecer los crímenes de lesa humanidad perpetrados por Bush y su equipo en la aplicación de una supuesta estrategia de seguridad nacional que ha sido, en realidad, un proyecto neocolonialista de reposicionamiento geoestratégico global. En el ámbito legislativo, hace un par de días la bancada senatorial del propio Partido Demócrata propinó un revés a su presidente al recortar parte de los fondos que se requieren para el cierre de Guantánamo y el traslado de los secuestrados –a la vista de su inexistente estatuto legal, no cabe llamarlos de otro modo– allí recluidos a prisiones regulares en territorio estadunidense.
Lo más preocupante de la circunstancia es que, en el contexto de la reacción del establishment conservador y belicista, Obama ha dado marcha atrás en algunas de sus promesas de campaña, como el desmantelamiento de los tribunales militares irregulares que operan contra los acusados recluidos en Guantánamo y el fin de la censura gubernamental a los documentos relativos a las violaciones a los derechos humanos por las fuerzas militares estadunidenses. Es poco probable que con esas concesiones el mandatario nacido en Hawai consiga aplacar a los halcones de Washington, inequívocamente encabezados y azuzados por Dick Cheney, ex vicepresidente de Bush; en cambio, es seguro que en los ámbitos liberales, progresistas y humanistas que se extienden más allá del Partido Demócrata y que fueron fundamentales para llevar a Obama a la Casa Blanca, semejantes retrocesos generen desaliento y frustración y se traduzcan, en esa medida, en un aislamiento del presidente con respecto a sus bases y en un retroceso del respaldo popular del que goza, lo que reduciría dramáticamente su margen de maniobra ante la clase política de Washington.
En lo inmediato, el primer mandatario no caucásico en la historia del país vecino ha decidido dar la pelea por el cierre del Guantánamo, y ayer pronunció ante abogados militares un discurso enérgico y significativo, en el que se manifestó por transferir a los sospechosos retenidos en ese enclave a los órganos ordinarios de la justicia y a las cárceles regulares de alta seguridad.
La contienda prosigue y la moneda está en el aire. El resultado de la confrontación dirá mucho sobre las posibilidades reales de Obama de restituir la legalidad en Estados Unidos, severamente quebrantada durante las administraciones de Bush, y por emprender un viraje general en el gobierno de su país. Cabe esperar, por el bien de la comunidad internacional y de los mismos estadunidenses, que salga victorioso.