Sergio Aguayo Quezada
27 May. 09
A Germán Dehesa, amigo luminoso.
Porque la corrupción política me provoca una náusea incontrolable, he decidido anular mi voto. Es una decisión surgida del convencimiento de que estamos ante una degradación política sistémica.
Los teóricos de la transición difieren sobre el momento en el cual los partidos políticos adquieren protagonismo. Ninguno disputa el hecho de que son instituciones fundamentales para el andamiaje democrático; recogen los deseos y aspiraciones de la sociedad para, en caso de llegar al poder, transformarlos en políticas públicas. En México hay partidos que enarbolan diferentes combinaciones de ideologías e intereses: no me siento representado por ninguno de ellos.
La distancia entre partidos y sociedad tiene una historia vieja. Según Todd Eisenstadt, el régimen fue canalizando los "movimientos de oposición" al "altamente regulado terreno" de los partidos, las campañas y las elecciones. Es un diagnóstico acertado; después de cada protesta social, el régimen negociaba con los partidos y les otorgaba beneficios. El movimiento del 68 y la Guerra Sucia llevaron a la ley electoral de 1977; tres semanas después de iniciada la rebelión zapatista de 1994, Carlos Salinas hizo importantes concesiones a los partidos.
Cuando llegaron al poder, los partidos no transformaron las reglas de un sistema que se resquebrajaba; incorporaron las viejas costumbres, y se transformaron en un oligopolio que monopoliza los accesos a la vida pública. Las prerrogativas públicas (en constante crecimiento) se han utilizado para cortejar a un electorado pobre, adicto a los regalos; para firmar onerosos "convenios de publicidad" con los medios de comunicación y para alimentar una burocracia partidista decidida a reservarse esos cargos públicos con salarios extravagantes y exigencias mínimas.
El 24 de diciembre de 1992, Raúl Salinas le envió una tarjeta a Luis Donaldo Colosio. En ella le decía que "Las puertas de la Presidencia de la República se abren desde adentro, no desde afuera". Según una información no desmentida, Raúl estaba molesto porque Colosio no "jalaba" en sus negocios. Un indicador era que Colosio iba poco a unas comidas organizadas cada cuatro o seis semanas y a las cuales concurrían empresarios y políticos como Carlos Hank González, Emilio Gamboa y Manlio Fabio Beltrones. Colosio iba porque el presidente Carlos Salinas se lo había pedido, pero le molestaba hacerlo: "yo no sé a qué chingados voy a esas comidas si lo único que se habla es de puros negocios" (César Romero Jacobo, Reforma, 14 de abril de 1997).
El incidente es una metáfora de lo poco que ha cambiado la política en México. El lugar del Presidente ha sido tomado por los partidos que siguen abriendo la puerta de la vida pública "desde adentro". En la política sigue habiendo gente decente que, como Colosio, se resiste a entrarle a la corrupción sistémica, pero la inercia es poderosísima y, hasta ahora, los reformadores han sido incapaces de romper la cerrada alianza entre las élites políticas y económicas. La confirmación de la impunidad estaría en que nunca se investigaron los negocios urdidos en aquellas comidas de los jueves, y ningún partido ha renunciado a las prerrogativas públicas ni ha intentado disminuirlas. Tampoco han encabezado, como gobierno, una cruzada creíble contra la corrupción.
Las instituciones que deberían contener los excesos siguen poniendo como prioridad la defensa de sus intereses. El Comité Conciudadano que preside Clara Jusidman, y del cual formo parte, presentó el 21 de mayo un informe sobre el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Con la evidencia en la mano concluyó que el Tribunal Electoral "no aplica criterios homogéneos", "no contribuye a generar confianza en los ciudadanos" y, en suma, "no protege los intereses de la ciudadanía". También confirmó el sometimiento del tribunal presidido por María del Carmen Alanís a los intereses de las televisoras. Si recordamos el vasallaje de algunos consejeros del Instituto Federal Electoral a los poderes fácticos, tendremos una idea de la indefensión en que nos encontramos.
Esta lectura de la realidad podrá parecer excesivamente pesimista. Creo, sin embargo, que si deseamos que las instituciones funcionen en beneficio de las mayorías, debemos involucrarnos en la vida pública para apoyar a quienes buscan, desde las entrañas de partidos y gobiernos, poner un freno a la corrupción sistémica.
Ni los partidos ni los árbitros electorales son capaces, como instituciones, de reformarse a sí mismos; iría en contra de sus intereses. Cualquier cambio requerirá de la presión social y una forma concreta de enviarles un mensaje de protesta es con la anulación del voto, lo cual tiene complicaciones e implicaciones que abordaré la próxima semana.
La espléndida crónica de César Romero Jacobo sobre la tarjeta puede leerse en mi página: www.sergioaguayo.org. Colaboró para esta columna Laura Ruiz Castro.
Los teóricos de la transición difieren sobre el momento en el cual los partidos políticos adquieren protagonismo. Ninguno disputa el hecho de que son instituciones fundamentales para el andamiaje democrático; recogen los deseos y aspiraciones de la sociedad para, en caso de llegar al poder, transformarlos en políticas públicas. En México hay partidos que enarbolan diferentes combinaciones de ideologías e intereses: no me siento representado por ninguno de ellos.
La distancia entre partidos y sociedad tiene una historia vieja. Según Todd Eisenstadt, el régimen fue canalizando los "movimientos de oposición" al "altamente regulado terreno" de los partidos, las campañas y las elecciones. Es un diagnóstico acertado; después de cada protesta social, el régimen negociaba con los partidos y les otorgaba beneficios. El movimiento del 68 y la Guerra Sucia llevaron a la ley electoral de 1977; tres semanas después de iniciada la rebelión zapatista de 1994, Carlos Salinas hizo importantes concesiones a los partidos.
Cuando llegaron al poder, los partidos no transformaron las reglas de un sistema que se resquebrajaba; incorporaron las viejas costumbres, y se transformaron en un oligopolio que monopoliza los accesos a la vida pública. Las prerrogativas públicas (en constante crecimiento) se han utilizado para cortejar a un electorado pobre, adicto a los regalos; para firmar onerosos "convenios de publicidad" con los medios de comunicación y para alimentar una burocracia partidista decidida a reservarse esos cargos públicos con salarios extravagantes y exigencias mínimas.
El 24 de diciembre de 1992, Raúl Salinas le envió una tarjeta a Luis Donaldo Colosio. En ella le decía que "Las puertas de la Presidencia de la República se abren desde adentro, no desde afuera". Según una información no desmentida, Raúl estaba molesto porque Colosio no "jalaba" en sus negocios. Un indicador era que Colosio iba poco a unas comidas organizadas cada cuatro o seis semanas y a las cuales concurrían empresarios y políticos como Carlos Hank González, Emilio Gamboa y Manlio Fabio Beltrones. Colosio iba porque el presidente Carlos Salinas se lo había pedido, pero le molestaba hacerlo: "yo no sé a qué chingados voy a esas comidas si lo único que se habla es de puros negocios" (César Romero Jacobo, Reforma, 14 de abril de 1997).
El incidente es una metáfora de lo poco que ha cambiado la política en México. El lugar del Presidente ha sido tomado por los partidos que siguen abriendo la puerta de la vida pública "desde adentro". En la política sigue habiendo gente decente que, como Colosio, se resiste a entrarle a la corrupción sistémica, pero la inercia es poderosísima y, hasta ahora, los reformadores han sido incapaces de romper la cerrada alianza entre las élites políticas y económicas. La confirmación de la impunidad estaría en que nunca se investigaron los negocios urdidos en aquellas comidas de los jueves, y ningún partido ha renunciado a las prerrogativas públicas ni ha intentado disminuirlas. Tampoco han encabezado, como gobierno, una cruzada creíble contra la corrupción.
Las instituciones que deberían contener los excesos siguen poniendo como prioridad la defensa de sus intereses. El Comité Conciudadano que preside Clara Jusidman, y del cual formo parte, presentó el 21 de mayo un informe sobre el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Con la evidencia en la mano concluyó que el Tribunal Electoral "no aplica criterios homogéneos", "no contribuye a generar confianza en los ciudadanos" y, en suma, "no protege los intereses de la ciudadanía". También confirmó el sometimiento del tribunal presidido por María del Carmen Alanís a los intereses de las televisoras. Si recordamos el vasallaje de algunos consejeros del Instituto Federal Electoral a los poderes fácticos, tendremos una idea de la indefensión en que nos encontramos.
Esta lectura de la realidad podrá parecer excesivamente pesimista. Creo, sin embargo, que si deseamos que las instituciones funcionen en beneficio de las mayorías, debemos involucrarnos en la vida pública para apoyar a quienes buscan, desde las entrañas de partidos y gobiernos, poner un freno a la corrupción sistémica.
Ni los partidos ni los árbitros electorales son capaces, como instituciones, de reformarse a sí mismos; iría en contra de sus intereses. Cualquier cambio requerirá de la presión social y una forma concreta de enviarles un mensaje de protesta es con la anulación del voto, lo cual tiene complicaciones e implicaciones que abordaré la próxima semana.
La espléndida crónica de César Romero Jacobo sobre la tarjeta puede leerse en mi página: www.sergioaguayo.org. Colaboró para esta columna Laura Ruiz Castro.
Correo electrónico: saguayo@colmex.mx
kikka-roja.blogspot.com/