Agustín Basave
08-Jun-2009
Los partidos de las democracias maduras afrontan consecuencias políticas, si no legales, cuando se destapa alguna cloaca y hay sospechas fundadas de la corrupción de alguno de sus militantes. En México no. Aquí hay muchos personajes impresentables que siguen siendo presentados.
No es cierto que los partidos estén desvinculados de la sociedad: son su producto. Algunos de los nuestros premian o solapan políticos corruptos porque el hacerlo no les acarrea un castigo en las urnas. En cambio, los de las democracias maduras afrontan consecuencias políticas, si no legales, cuando se destapa alguna cloaca y hay sospechas fundadas de la corrupción de alguno de sus militantes. Si no va a la cárcel, su carrera se trunca. Se le remueve de su puesto en el gobierno o en la dirigencia de su organización política y no se le vuelve a postular a un cargo de elección popular. La decisión no se toma necesariamente por un prurito ético sino por conveniencia: el votante pasa facturas. Claro, eso ocurre en el primer mundo, donde la excepción italiana confirma la regla europea, o gringa o canadiense o australiana o japonesa. En México no. Aquí hay muchos personajes impresentables que siguen siendo presentados. Pueden hacerlo porque el electorado lo tolera.
Una irritada opinión pública deturpa cotidianamente a los partidos. Existen dos tipos de irritaciones: la de quienes no se sienten representados por ninguno y los rechazan a todos por sus corruptelas y la de quienes quieren un nuevo sistema político o partidista. Los medios electrónicos difunden profusamente ambas en su afán de revertir la reciente reforma electoral, que con la prohibición de comprar tiempos para propaganda les hizo perder mucho dinero y un poco de poder. Los medios no crearon la indignación social, ciertamente, pero la alientan y la esparcen. Y magnifican los defectos de la reforma. Las voces que por convicción protestan contra lo que consideran una limitación a la libertad de expresión, o contra lo que juzgan censura, caen como lluvia de hastío en la tierra fértil de una ciudadanía predispuesta contra nuestra carísima partidocracia.
Esa combinación de búsqueda de representatividad y reformismo está resultando fecunda. El resultado es una serie de manifestaciones de inconformidad que coinciden, en su mayoría, en la idea de anular el voto. La lógica es correcta: hay que mostrar a los partidos que estamos decepcionados de ellos. Hay que ir a la casilla el 5 de julio y dejar en blanco o cruzar toda la boleta para que un alud de votos nulos mande el mensaje. El problema es que nuestro sistema electoral no es absoluto sino relativo —se basa en los porcentajes de votación y no en la cantidad de votos— y no penaliza el abstencionismo. Un ejemplo: si en un distrito hubiera 100 mil votantes registrados y 99 mil 994 anularan su sufragio pero tres votaran por el PRI, dos por el PAN y uno por el PRD, el candidato priista sería diputado con todas las de la ley y cada uno de los partidos abonaría a la misma cantidad de diputaciones plurinominales y acabaría recibiendo el mismo dinero en prerrogativas que si el resultado hubiera sido 50 mil votos para el PRI, 33 mil 333 para el PAN, 16 mil 666 para el PRD y una abstención. Aunque a mi juicio debería haberlo, nada hay en el Cofipe que supedite la validez de la elección a un nivel mínimo de participación o que les quite a los partidos representación o recursos por una baja afluencia de electores.
Se puede argumentar que si los líderes de los partidos son sensibles entenderán la señal. Pero yo tengo serias dudas sobre la eficacia de la estratagema, porque creo que les basta con conservar su voto duro y con él sus privilegios. Pero el debate de cómo cambiar ha soslayado el de qué hay que cambiar. Y hay que empezar por eso. Aunque pienso que la mediocracia y la partidofobia son más peligrosas que la partidocracia, considero que los partidos deben limpiarse y que el establishment partidario tiene que transformarse. Sin dar marcha atrás al modelo de acceso a radio y televisión y de financiamiento, en mi opinión la próxima reforma electoral debe incorporar varias cosas: desburocratización del IFE y del TFPJF y disminución de subsidios a los partidos, desespotización por la vía de debates televisados, precisión de las restricciones a las campañas negativas para que prevengan la calumnia más que la difamación, reelección consecutiva de senadores y diputados, candidaturas independientes, y referéndum, plebiscito e iniciativa popular.
Ahora bien, ¿cómo podríamos inducir lo antinatural? ¿Cómo presionar a los partidócratas para que actúen contra sus propios intereses y legislen para debilitarse? Solamente con la movilización de la sociedad civil. No me refiero a meras marchas y protestas sino a la construcción de un gran movimiento ciudadano que unifique a las diversas expresiones de desencanto con los partidos existentes y que, en alianza con el que acepte las enmiendas o mediante la creación de uno nuevo y más allá de intereses mediáticos, impulse la reforma a cambios de votos. Quizá a los dirigentes partidistas no les asusten los sufragios nulos, pero sin duda tendrían miedo de que un partido emergente les gane las elecciones. Y sobre todo, le temen a una sociedad participativa y vigilante, a un electorado con buena memoria capaz de dejar de votar por cualquiera que defienda el statu quo o proteja a corruptos. Por eso no propongo que anulemos sino que anudemos el voto. Que lo amarremos a una agenda consensuada y se lo demos a quien la suscriba, atando en una sola a las corrientes que hoy convergen en el propósito de forjar un nuevo sistema de partidos. Y mientras tanto, que cada quien decida qué debe hacer el día de la elección pero que todos demos seguimiento a quienes ganen para que les quede claro que tendrán que rendir cuentas si quieren llegar más lejos.
No es cierto que los partidos estén desvinculados de la sociedad: son su producto. Algunos de los nuestros premian o solapan políticos corruptos porque el hacerlo no les acarrea un castigo en las urnas. En cambio, los de las democracias maduras afrontan consecuencias políticas, si no legales, cuando se destapa alguna cloaca y hay sospechas fundadas de la corrupción de alguno de sus militantes. Si no va a la cárcel, su carrera se trunca. Se le remueve de su puesto en el gobierno o en la dirigencia de su organización política y no se le vuelve a postular a un cargo de elección popular. La decisión no se toma necesariamente por un prurito ético sino por conveniencia: el votante pasa facturas. Claro, eso ocurre en el primer mundo, donde la excepción italiana confirma la regla europea, o gringa o canadiense o australiana o japonesa. En México no. Aquí hay muchos personajes impresentables que siguen siendo presentados. Pueden hacerlo porque el electorado lo tolera.
Una irritada opinión pública deturpa cotidianamente a los partidos. Existen dos tipos de irritaciones: la de quienes no se sienten representados por ninguno y los rechazan a todos por sus corruptelas y la de quienes quieren un nuevo sistema político o partidista. Los medios electrónicos difunden profusamente ambas en su afán de revertir la reciente reforma electoral, que con la prohibición de comprar tiempos para propaganda les hizo perder mucho dinero y un poco de poder. Los medios no crearon la indignación social, ciertamente, pero la alientan y la esparcen. Y magnifican los defectos de la reforma. Las voces que por convicción protestan contra lo que consideran una limitación a la libertad de expresión, o contra lo que juzgan censura, caen como lluvia de hastío en la tierra fértil de una ciudadanía predispuesta contra nuestra carísima partidocracia.
Esa combinación de búsqueda de representatividad y reformismo está resultando fecunda. El resultado es una serie de manifestaciones de inconformidad que coinciden, en su mayoría, en la idea de anular el voto. La lógica es correcta: hay que mostrar a los partidos que estamos decepcionados de ellos. Hay que ir a la casilla el 5 de julio y dejar en blanco o cruzar toda la boleta para que un alud de votos nulos mande el mensaje. El problema es que nuestro sistema electoral no es absoluto sino relativo —se basa en los porcentajes de votación y no en la cantidad de votos— y no penaliza el abstencionismo. Un ejemplo: si en un distrito hubiera 100 mil votantes registrados y 99 mil 994 anularan su sufragio pero tres votaran por el PRI, dos por el PAN y uno por el PRD, el candidato priista sería diputado con todas las de la ley y cada uno de los partidos abonaría a la misma cantidad de diputaciones plurinominales y acabaría recibiendo el mismo dinero en prerrogativas que si el resultado hubiera sido 50 mil votos para el PRI, 33 mil 333 para el PAN, 16 mil 666 para el PRD y una abstención. Aunque a mi juicio debería haberlo, nada hay en el Cofipe que supedite la validez de la elección a un nivel mínimo de participación o que les quite a los partidos representación o recursos por una baja afluencia de electores.
Se puede argumentar que si los líderes de los partidos son sensibles entenderán la señal. Pero yo tengo serias dudas sobre la eficacia de la estratagema, porque creo que les basta con conservar su voto duro y con él sus privilegios. Pero el debate de cómo cambiar ha soslayado el de qué hay que cambiar. Y hay que empezar por eso. Aunque pienso que la mediocracia y la partidofobia son más peligrosas que la partidocracia, considero que los partidos deben limpiarse y que el establishment partidario tiene que transformarse. Sin dar marcha atrás al modelo de acceso a radio y televisión y de financiamiento, en mi opinión la próxima reforma electoral debe incorporar varias cosas: desburocratización del IFE y del TFPJF y disminución de subsidios a los partidos, desespotización por la vía de debates televisados, precisión de las restricciones a las campañas negativas para que prevengan la calumnia más que la difamación, reelección consecutiva de senadores y diputados, candidaturas independientes, y referéndum, plebiscito e iniciativa popular.
Ahora bien, ¿cómo podríamos inducir lo antinatural? ¿Cómo presionar a los partidócratas para que actúen contra sus propios intereses y legislen para debilitarse? Solamente con la movilización de la sociedad civil. No me refiero a meras marchas y protestas sino a la construcción de un gran movimiento ciudadano que unifique a las diversas expresiones de desencanto con los partidos existentes y que, en alianza con el que acepte las enmiendas o mediante la creación de uno nuevo y más allá de intereses mediáticos, impulse la reforma a cambios de votos. Quizá a los dirigentes partidistas no les asusten los sufragios nulos, pero sin duda tendrían miedo de que un partido emergente les gane las elecciones. Y sobre todo, le temen a una sociedad participativa y vigilante, a un electorado con buena memoria capaz de dejar de votar por cualquiera que defienda el statu quo o proteja a corruptos. Por eso no propongo que anulemos sino que anudemos el voto. Que lo amarremos a una agenda consensuada y se lo demos a quien la suscriba, atando en una sola a las corrientes que hoy convergen en el propósito de forjar un nuevo sistema de partidos. Y mientras tanto, que cada quien decida qué debe hacer el día de la elección pero que todos demos seguimiento a quienes ganen para que les quede claro que tendrán que rendir cuentas si quieren llegar más lejos.
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