Agustín Basave
03-Ago-2009
El PAN se debate hoy entre reeditar esta regla no escrita del PRI o redimirla. El presidente Felipe Calderón desea un partido incondicional y un dirigente a modo, mientras que un conjunto de disidentes quiere que la Presidencia saque las manos de la elección interna. Hay exageración de los dos lados, pero en el deseo presidencial existe además un equívoco.
La larguísima permanencia del PRI en la Presidencia de la República distorsionó muchas cosas. Prácticas del Primer Mundo se desvirtuaron en México, al punto de ser consideradas antidemocráticas. Lo que llamamos mayoriteo, por ejemplo, es normal en los parlamentos europeos: los legisladores del partido gobernante imponen sistemáticamente su mayoría a favor de las iniciativas del primer ministro. Claro, allá hay alternancia y la fracción parlamentaria del gobierno elabora o vota previamente los proyectos de ley, y acá no había nada de eso. Pero quizá la mayor distorsión fue provocada por la prerrogativa metaestatutaria que tenían los presidentes priistas de nombrar a los líderes de su partido. Aunque algo parecido ocurre también en las democracias occidentales, allá no hay la discrecionalidad que existía acá sino un acotamiento a los mandatarios que se aplica en forma inversamente proporcional al éxito de su mandato.
El PAN se debate hoy entre reeditar esta regla no escrita del PRI o redimirla. El presidente Felipe Calderón desea un partido incondicional y un dirigente a modo, mientras que un conjunto de disidentes quieren que la Presidencia saque las manos de la elección interna. Hay exageración de los dos lados, pero en el deseo presidencial existe además un equívoco. Y es que el Presidente tiene razón en esperar el apoyo de los panistas pero no la tiene, ni ética ni pragmáticamente, en adoptar una postura que podría convertir al PAN en un apéndice del gobierno. En el ámbito de la eticidad el desbarro es obvio y para apreciarlo basta evocar el razonamiento que llevó al propio Calderón a advertir el riesgo de ganar el poder perdiendo al partido. Y en el terreno del pragmatismo el yerro nace de una imitación extralógica: el PRI funcionó bien como un instrumento de la Presidencia porque el control interno era mayor y la competencia externa era menor. En la nueva correlación de fuerzas, sin embargo, la sumisión total del PAN al gobierno perjudicaría a ambos.
La crítica de los rebeldes panistas es certera. Si bien no es justo ni realista pedir que el Presidente quede al margen de la decisión sobre el nuevo dirigente de su partido, tampoco puede negarse que el registro de su ex secretario particular representa un exceso presidencial por acción y por omisión. En Europa, un premier exitoso ya no digamos un jefe de gobierno con una contundente derrota electoral a cuestas tendría dificultades para poner a una persona con semejante trayectoria en la dirigencia de su partido. Más difícil debería serlo en un régimen presidencial. Y es que en buena praxis democrática, el papel del partido de un jefe de Estado y de gobierno es secundarlo pero también administrarle los primeros auxilios en caso de un ataque de la locura del poder. Ha de tener siempre listo el antídoto contra posibles desvaríos, lo que implica que su respaldo termine donde empieza ese trastorno que podría denominarse “presunta omnipotencia contrariada por impotencia real” y que suele provocar graves daños al país. No se trata de que se erija en oposición sino de que impida que Calígula haga cónsul a su caballo, si se me permite la caricaturización, que no analogía.
Obviamente, Felipe Calderón no es el emperador romano, su ex secretario no es Incitatus y la idea de hacerlo dirigente del PAN no llega a locura. Pero frente a la actual crisis socioeconómica y la precariedad política de la administración calderonista, alimentar la inconformidad de una corriente tradicionalista subterránea y granjearse la enemistad de varios notables de su partido —así el grupo sea por ahora minoritario— es un desacierto y una imprudencia. La única explicación que encuentro emana del personaje contradictorio en que se ha convertido Calderón. Pese a haberse educado en un panismo acendrado y a haber profesado un antipriismo radical, desde que se acercó al poder parece haber encontrado muy apetecibles algunos de los viejos usos y costumbres del PRI. Me refiero específicamente a cuatro de ellos: requisición de apoyos electorales inconfesables, preponderancia de la lealtad y la valentía sobre los demás valores, prohibición del protagonismo del gabinete y control presidencial del partido. De insistir en no negociar con el panismo al grado que su debilitamiento político aconseja, este último afán podría meterlo a él o meternos a todos en problemas. Si sus correligionarios no lo contrapesan, la amenaza de ingobernabilidad y la lucha por la sucesión presidencial podrían empujarlo a ir más allá y recrear el esquema del partido de Estado, lo cual sería un terrible retroceso para México. Por eso me preocupa el desenlace de lo que a mi juicio es una batalla en su fuero interno entre su remordimiento de conciencia y su cada vez más taimada desconfianza, que podría llevarlo a reivindicarse o a cometer un desatino en el umbral de un escenario aciago.
Se vienen tres años endemoniadamente complicados para el país. El presidente Felipe Calderón necesita un partido encabezado por alguien que concite unidad y no división, que lo defienda pero que también pueda confrontarlo si las presiones de la adversidad lo inclinan a hacer una tontería, que en suma tenga el peso propio y la sensatez suficientes para sublimar su fidelidad. En política, la fe sin reciprocidad es un despeñadero. Un jefe que en circunstancias desventajosas exige la incondicionalidad de todos mientras desconfía de todos se asoma al abismo. El buen líder no confunde viabilidad con deseabilidad ni arriesga su liderazgo desdeñando a los hijos desobedientes. El buen estadista es capaz de recapacitar, volcar su carga de conciencia sobre su propia infidelidad y enderezar el rumbo de la historia.
La larguísima permanencia del PRI en la Presidencia de la República distorsionó muchas cosas. Prácticas del Primer Mundo se desvirtuaron en México, al punto de ser consideradas antidemocráticas. Lo que llamamos mayoriteo, por ejemplo, es normal en los parlamentos europeos: los legisladores del partido gobernante imponen sistemáticamente su mayoría a favor de las iniciativas del primer ministro. Claro, allá hay alternancia y la fracción parlamentaria del gobierno elabora o vota previamente los proyectos de ley, y acá no había nada de eso. Pero quizá la mayor distorsión fue provocada por la prerrogativa metaestatutaria que tenían los presidentes priistas de nombrar a los líderes de su partido. Aunque algo parecido ocurre también en las democracias occidentales, allá no hay la discrecionalidad que existía acá sino un acotamiento a los mandatarios que se aplica en forma inversamente proporcional al éxito de su mandato.
El PAN se debate hoy entre reeditar esta regla no escrita del PRI o redimirla. El presidente Felipe Calderón desea un partido incondicional y un dirigente a modo, mientras que un conjunto de disidentes quieren que la Presidencia saque las manos de la elección interna. Hay exageración de los dos lados, pero en el deseo presidencial existe además un equívoco. Y es que el Presidente tiene razón en esperar el apoyo de los panistas pero no la tiene, ni ética ni pragmáticamente, en adoptar una postura que podría convertir al PAN en un apéndice del gobierno. En el ámbito de la eticidad el desbarro es obvio y para apreciarlo basta evocar el razonamiento que llevó al propio Calderón a advertir el riesgo de ganar el poder perdiendo al partido. Y en el terreno del pragmatismo el yerro nace de una imitación extralógica: el PRI funcionó bien como un instrumento de la Presidencia porque el control interno era mayor y la competencia externa era menor. En la nueva correlación de fuerzas, sin embargo, la sumisión total del PAN al gobierno perjudicaría a ambos.
La crítica de los rebeldes panistas es certera. Si bien no es justo ni realista pedir que el Presidente quede al margen de la decisión sobre el nuevo dirigente de su partido, tampoco puede negarse que el registro de su ex secretario particular representa un exceso presidencial por acción y por omisión. En Europa, un premier exitoso ya no digamos un jefe de gobierno con una contundente derrota electoral a cuestas tendría dificultades para poner a una persona con semejante trayectoria en la dirigencia de su partido. Más difícil debería serlo en un régimen presidencial. Y es que en buena praxis democrática, el papel del partido de un jefe de Estado y de gobierno es secundarlo pero también administrarle los primeros auxilios en caso de un ataque de la locura del poder. Ha de tener siempre listo el antídoto contra posibles desvaríos, lo que implica que su respaldo termine donde empieza ese trastorno que podría denominarse “presunta omnipotencia contrariada por impotencia real” y que suele provocar graves daños al país. No se trata de que se erija en oposición sino de que impida que Calígula haga cónsul a su caballo, si se me permite la caricaturización, que no analogía.
Obviamente, Felipe Calderón no es el emperador romano, su ex secretario no es Incitatus y la idea de hacerlo dirigente del PAN no llega a locura. Pero frente a la actual crisis socioeconómica y la precariedad política de la administración calderonista, alimentar la inconformidad de una corriente tradicionalista subterránea y granjearse la enemistad de varios notables de su partido —así el grupo sea por ahora minoritario— es un desacierto y una imprudencia. La única explicación que encuentro emana del personaje contradictorio en que se ha convertido Calderón. Pese a haberse educado en un panismo acendrado y a haber profesado un antipriismo radical, desde que se acercó al poder parece haber encontrado muy apetecibles algunos de los viejos usos y costumbres del PRI. Me refiero específicamente a cuatro de ellos: requisición de apoyos electorales inconfesables, preponderancia de la lealtad y la valentía sobre los demás valores, prohibición del protagonismo del gabinete y control presidencial del partido. De insistir en no negociar con el panismo al grado que su debilitamiento político aconseja, este último afán podría meterlo a él o meternos a todos en problemas. Si sus correligionarios no lo contrapesan, la amenaza de ingobernabilidad y la lucha por la sucesión presidencial podrían empujarlo a ir más allá y recrear el esquema del partido de Estado, lo cual sería un terrible retroceso para México. Por eso me preocupa el desenlace de lo que a mi juicio es una batalla en su fuero interno entre su remordimiento de conciencia y su cada vez más taimada desconfianza, que podría llevarlo a reivindicarse o a cometer un desatino en el umbral de un escenario aciago.
Se vienen tres años endemoniadamente complicados para el país. El presidente Felipe Calderón necesita un partido encabezado por alguien que concite unidad y no división, que lo defienda pero que también pueda confrontarlo si las presiones de la adversidad lo inclinan a hacer una tontería, que en suma tenga el peso propio y la sensatez suficientes para sublimar su fidelidad. En política, la fe sin reciprocidad es un despeñadero. Un jefe que en circunstancias desventajosas exige la incondicionalidad de todos mientras desconfía de todos se asoma al abismo. El buen líder no confunde viabilidad con deseabilidad ni arriesga su liderazgo desdeñando a los hijos desobedientes. El buen estadista es capaz de recapacitar, volcar su carga de conciencia sobre su propia infidelidad y enderezar el rumbo de la historia.
abasave@prodigy.net.mx
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