México y su “gente de razón”
“Culpa del atraso político a la mayoría es una vieja y pobre excusa de las minorías”
Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA
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Un Viejo Espíritu que Sigue Vivo. A casi un par de siglos de la lucha por la independencia, uno tendría derecho a suponer que los supuestos básicos político-culturales que alimentaron las duras formas coloniales de clasificar, dividir y gobernar a la antigua Nueva España ya habían dejado de operar. Sin embargo, hay indicadores que muestran que entre algunos miembros de los actuales círculos del poder siguen vigentes concepciones de un pasado supuestamente superado. Al menos eso es lo que se puede desprender de declaraciones como las que recientemente hizo José Fernando Ojesto Martínez Porcayo, presidente entre 2000 y 2004 del hoy muy controvertido Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).
El pasado 20 de junio, en unas jornadas de “reflexión y análisis” en torno a la reforma electoral, Ojesto señaló que si alguien está bajo sospecha como resultado del pasado proceso electoral, no es el tan criticado Instituto Federal Electoral sino: “la calidad cultural del pueblo de México, con lo doloroso que es esto. No sabe leer, no sabe escribir y menos sumar”. Y ya encarrilado, el ex magistrado aumentó la lista de carencias cívicas del pueblo mexicano, aunque al hacerlo ya se incluyó, pues usó del plural al afirmar: “…tampoco tenemos idea de lo que es la democracia. No tenemos los valores cívicos suficientes. No sabemos tolerar, no sabemos respetar a las minorías, al contrincante. No tenemos respeto por la propiedad…”, (La Jornada, 21 de junio).
¿La Élite no se Merece el Pueblo que Tiene? Para no pocos, la calidad cívica que realmente está bajo sospecha como resultado de la elección presidencial del año pasado, no es la del ciudadano común sino de las direcciones de instituciones como el IFE, el TEPJF y desde luego, la Presidencia de la República. Al calificar los resultados supuestamente arrojados por las urnas, el TEPJF aceptó que la conducta del jefe del Poder Ejecutivo a lo largo de la campaña electoral fue contraria a la letra y sobre todo, al espíritu de la ley. Sin embargo y pese a ello, concluyó que le era imposible determinar en que medida esa mala conducta de Vicente Fox había influido en el resultado de la elección y que, por tanto, nada podía hacer al respecto. A pesar de su supuesta superioridad intelectual, a ninguno de los magistrados se le ocurrió echar mano de los expertos en comunicación para que les auxiliasen a calcular de manera aproximada, pero aceptable el efecto de los miles de spots y mensajes presidenciales en la opinión pública y determinar si tal efecto pudo haber sido superior a la pequeña diferencia porcentual que oficialmente dio el triunfo a Felipe Calderón sobre Andrés Manuel López Obrador. Por otro lado, si como afirmó el maestro Ojesto, el pueblo mexicano no sabe sumar y ese pueblo fue el que se encargó del conteo en las casillas, entonces de ahí se desprende una poderosa razón para que en 2006 el Alto Tribunal Electoral hubiera ordenado o al menos sugerido un recuento de voto por voto, casilla por casilla y hecho por personas de la minoría que sí supieran leer y sumar. Sin embargo, los sucesores del licenciado Ojesto decidieron no llevar la lógica de este argumento hasta sus últimas y muy lógicas consecuencias.
Los Pocos y los Muchos. Los conquistadores y sus sucesores siempre fueron pocos. Si en 1650, tras las terribles epidemias, la población indígena apenas era de 1.2 millones y la población considerada española o blanca equivalía a poco más o menos el 10% de la indígena. El censo de 1791-93 arrojó un total de 4.5 millones de habitantes, pero apenas entre 11 y 14 mil europeos; en 1810, con 6.1 millones de almas, los criollos y españoles no llegaban al 20%. Durante la era novohispana, a los indios se les denominó “gente de costumbres” por oposición a los blancos o “gente de razón”. Fue ésa una de las maneras en que cristalizó la controversia sobre la naturaleza de los indios convocada por las autoridades españolas en 1550 en Valladolid, entre Juan Ginés de Sepúlveda por un lado y fray Bartolomé de las Casas por el otro. El justo medio aristotélico correspondió a Melchor Cano (sucesor de Francisco de Vitoria) y los indios quedaron definidos como perfectos como vasallos del rey de España y no como esclavos, pero a condición de ser gobernados y guiados por otros de entendimiento superior –la “gente de razón”- hasta aquel tiempo en que adquirieran su plena madurez, exactamente como correspondía a una relación entre menores de edad y adultos. Claro que nunca quedó claro cuándo sería llegado el momento en los indígenas podrían ser considerados “mayores de edad” o tomando prestados los términos empleados por el licenciado Ojesto, cuándo quedarían libres de sospecha por su incultura.
La República. Los indios fueron declarados vasallos y tributarios del rey, pero desde el principio las autoridades coloniales consideraron necesario obligarlos a trabajar pues eran por naturaleza indolentes. Para contrarrestar el pecado de su pereza estaban el trabajo forzado y las leyes contra la vagancia. Cuando México se transformó en país independiente, las cosas no cambiaron mucho. Legalmente México dejó de ser una sociedad de castas y ya no se pudo hablar de indios y blancos y menos de “gente de costumbres” y “gente de razón”. Pero la élite se expresó de manera aún más despectiva que antes de los que aún eran mayoría. Por ejemplo, José María Luis Mora, el gran liberal, afirmó que aunque despertasen compasión, los indios -“envilecidos restos de la antigua población mexicana”- no podían considerarse la base de una sociedad progresista “hasta que no hayan sufrido cambios considerables, [de lo contrario] no podrán nunca llegar al grado de ilustración, civilización y cultura de los europeos”. Al enfrentar a los Chamulas en rebelión en 1869, el gobernador de Chiapas los describió como una raza valiente, pero “que puede reputarse virgen en todas las cuestiones políticas que han diezmado a la república… una raza sin aspiraciones y sin necesidades; una raza acostumbrada a todos los ejercicios groseros e intemperie del campo y sin más instinto que el de reproducirse”.
Al despuntar el siglo XX, en marzo de 1908, el propio Porfirio Díaz explicó a James Creelman, periodista norteamericano, “…creo que la democracia es el único principio del Gobierno, aun cuando llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados”. Ésa fue una manera más elegante de sintetizar las tesis anteriores o las que 99 años más tarde se seguirían sosteniendo entre algunos miembros de la élite y clase media y según las cuales sólo un pueblo que efectivamente sabe leer, escribir y sumar puede realmente aspirar a una vida política democrática.
¿Y la India? La tesis de Ojesto, tal y como la reportó la prensa, explicaría el desastre que fue la elección del año pasado y entonces lo que tendríamos que comprender y explicar no son las cifras oficiales de la elección, sino las de la educación. ¿Cómo afirmar que el pueblo mexicano no sabe leer, escribir o sumar si los documentos del gobierno nos dicen lo contrario? Según las estadísticas públicas, al iniciarse el siglo XXI, apenas el 8.6% de la población mexicana de 15 años o más no sabía leer y escribir y lógicamente, tampoco sumar. De acuerdo con este ex magistrado, los mexicanos, además de incapaces con letras y números, tampoco tenemos idea de qué es la democracia. Sin embargo, las encuestas de Latinobarómetro muestran que en 2005 el 59% de una muestra representativa de los mexicanos declaró explícitamente que apoyaba a la democracia como la mejor forma de Gobierno, lo que representa 6% más que América Latina en su conjunto. ¿Será, por tanto, que apoyamos sin realmente saber qué ni a quién? Pero ¿qué tan importante es saber leer, escribir y sumar para poder vivir la democracia? Según cifras oficiales, India tiene un porcentaje de su población analfabeta cuatro veces mayor que México –el 35.2% de quienes tienen 15 años o más de edad- pero resulta que ese país es una democracia política efectiva desde que ganó su independencia en 1947. Y pese a su pobreza y analfabetismo, en 1977 el Partido del Congreso que había dominado la política por tres decenios consecutivos, perdió el poder y la alternancia no afectó al sistema político sino que lo reafirmó.
Frente a casos como India o Sudáfrica, no se sostiene la tesis cultural de la supuesta “gente de razón” para explicar el problema de la democracia en México. Se puede hacer un mejor diagnóstico partiendo justamente de la persistencia de las excusas culturales para ocultar el fracaso de instituciones y el triunfo de los intereses no democráticos de las élites.
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El pasado 20 de junio, en unas jornadas de “reflexión y análisis” en torno a la reforma electoral, Ojesto señaló que si alguien está bajo sospecha como resultado del pasado proceso electoral, no es el tan criticado Instituto Federal Electoral sino: “la calidad cultural del pueblo de México, con lo doloroso que es esto. No sabe leer, no sabe escribir y menos sumar”. Y ya encarrilado, el ex magistrado aumentó la lista de carencias cívicas del pueblo mexicano, aunque al hacerlo ya se incluyó, pues usó del plural al afirmar: “…tampoco tenemos idea de lo que es la democracia. No tenemos los valores cívicos suficientes. No sabemos tolerar, no sabemos respetar a las minorías, al contrincante. No tenemos respeto por la propiedad…”, (La Jornada, 21 de junio).
¿La Élite no se Merece el Pueblo que Tiene? Para no pocos, la calidad cívica que realmente está bajo sospecha como resultado de la elección presidencial del año pasado, no es la del ciudadano común sino de las direcciones de instituciones como el IFE, el TEPJF y desde luego, la Presidencia de la República. Al calificar los resultados supuestamente arrojados por las urnas, el TEPJF aceptó que la conducta del jefe del Poder Ejecutivo a lo largo de la campaña electoral fue contraria a la letra y sobre todo, al espíritu de la ley. Sin embargo y pese a ello, concluyó que le era imposible determinar en que medida esa mala conducta de Vicente Fox había influido en el resultado de la elección y que, por tanto, nada podía hacer al respecto. A pesar de su supuesta superioridad intelectual, a ninguno de los magistrados se le ocurrió echar mano de los expertos en comunicación para que les auxiliasen a calcular de manera aproximada, pero aceptable el efecto de los miles de spots y mensajes presidenciales en la opinión pública y determinar si tal efecto pudo haber sido superior a la pequeña diferencia porcentual que oficialmente dio el triunfo a Felipe Calderón sobre Andrés Manuel López Obrador. Por otro lado, si como afirmó el maestro Ojesto, el pueblo mexicano no sabe sumar y ese pueblo fue el que se encargó del conteo en las casillas, entonces de ahí se desprende una poderosa razón para que en 2006 el Alto Tribunal Electoral hubiera ordenado o al menos sugerido un recuento de voto por voto, casilla por casilla y hecho por personas de la minoría que sí supieran leer y sumar. Sin embargo, los sucesores del licenciado Ojesto decidieron no llevar la lógica de este argumento hasta sus últimas y muy lógicas consecuencias.
Los Pocos y los Muchos. Los conquistadores y sus sucesores siempre fueron pocos. Si en 1650, tras las terribles epidemias, la población indígena apenas era de 1.2 millones y la población considerada española o blanca equivalía a poco más o menos el 10% de la indígena. El censo de 1791-93 arrojó un total de 4.5 millones de habitantes, pero apenas entre 11 y 14 mil europeos; en 1810, con 6.1 millones de almas, los criollos y españoles no llegaban al 20%. Durante la era novohispana, a los indios se les denominó “gente de costumbres” por oposición a los blancos o “gente de razón”. Fue ésa una de las maneras en que cristalizó la controversia sobre la naturaleza de los indios convocada por las autoridades españolas en 1550 en Valladolid, entre Juan Ginés de Sepúlveda por un lado y fray Bartolomé de las Casas por el otro. El justo medio aristotélico correspondió a Melchor Cano (sucesor de Francisco de Vitoria) y los indios quedaron definidos como perfectos como vasallos del rey de España y no como esclavos, pero a condición de ser gobernados y guiados por otros de entendimiento superior –la “gente de razón”- hasta aquel tiempo en que adquirieran su plena madurez, exactamente como correspondía a una relación entre menores de edad y adultos. Claro que nunca quedó claro cuándo sería llegado el momento en los indígenas podrían ser considerados “mayores de edad” o tomando prestados los términos empleados por el licenciado Ojesto, cuándo quedarían libres de sospecha por su incultura.
La República. Los indios fueron declarados vasallos y tributarios del rey, pero desde el principio las autoridades coloniales consideraron necesario obligarlos a trabajar pues eran por naturaleza indolentes. Para contrarrestar el pecado de su pereza estaban el trabajo forzado y las leyes contra la vagancia. Cuando México se transformó en país independiente, las cosas no cambiaron mucho. Legalmente México dejó de ser una sociedad de castas y ya no se pudo hablar de indios y blancos y menos de “gente de costumbres” y “gente de razón”. Pero la élite se expresó de manera aún más despectiva que antes de los que aún eran mayoría. Por ejemplo, José María Luis Mora, el gran liberal, afirmó que aunque despertasen compasión, los indios -“envilecidos restos de la antigua población mexicana”- no podían considerarse la base de una sociedad progresista “hasta que no hayan sufrido cambios considerables, [de lo contrario] no podrán nunca llegar al grado de ilustración, civilización y cultura de los europeos”. Al enfrentar a los Chamulas en rebelión en 1869, el gobernador de Chiapas los describió como una raza valiente, pero “que puede reputarse virgen en todas las cuestiones políticas que han diezmado a la república… una raza sin aspiraciones y sin necesidades; una raza acostumbrada a todos los ejercicios groseros e intemperie del campo y sin más instinto que el de reproducirse”.
Al despuntar el siglo XX, en marzo de 1908, el propio Porfirio Díaz explicó a James Creelman, periodista norteamericano, “…creo que la democracia es el único principio del Gobierno, aun cuando llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados”. Ésa fue una manera más elegante de sintetizar las tesis anteriores o las que 99 años más tarde se seguirían sosteniendo entre algunos miembros de la élite y clase media y según las cuales sólo un pueblo que efectivamente sabe leer, escribir y sumar puede realmente aspirar a una vida política democrática.
¿Y la India? La tesis de Ojesto, tal y como la reportó la prensa, explicaría el desastre que fue la elección del año pasado y entonces lo que tendríamos que comprender y explicar no son las cifras oficiales de la elección, sino las de la educación. ¿Cómo afirmar que el pueblo mexicano no sabe leer, escribir o sumar si los documentos del gobierno nos dicen lo contrario? Según las estadísticas públicas, al iniciarse el siglo XXI, apenas el 8.6% de la población mexicana de 15 años o más no sabía leer y escribir y lógicamente, tampoco sumar. De acuerdo con este ex magistrado, los mexicanos, además de incapaces con letras y números, tampoco tenemos idea de qué es la democracia. Sin embargo, las encuestas de Latinobarómetro muestran que en 2005 el 59% de una muestra representativa de los mexicanos declaró explícitamente que apoyaba a la democracia como la mejor forma de Gobierno, lo que representa 6% más que América Latina en su conjunto. ¿Será, por tanto, que apoyamos sin realmente saber qué ni a quién? Pero ¿qué tan importante es saber leer, escribir y sumar para poder vivir la democracia? Según cifras oficiales, India tiene un porcentaje de su población analfabeta cuatro veces mayor que México –el 35.2% de quienes tienen 15 años o más de edad- pero resulta que ese país es una democracia política efectiva desde que ganó su independencia en 1947. Y pese a su pobreza y analfabetismo, en 1977 el Partido del Congreso que había dominado la política por tres decenios consecutivos, perdió el poder y la alternancia no afectó al sistema político sino que lo reafirmó.
Frente a casos como India o Sudáfrica, no se sostiene la tesis cultural de la supuesta “gente de razón” para explicar el problema de la democracia en México. Se puede hacer un mejor diagnóstico partiendo justamente de la persistencia de las excusas culturales para ocultar el fracaso de instituciones y el triunfo de los intereses no democráticos de las élites.
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