editorial
El ambiente nacional se encuentra estremecido por el combate entre militares y delincuentes que ocurrió antier en la localidad fronteriza de Río Bravo por la posterior agresión –al parecer perpetrada por sicarios del narcotráfico– contra agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI) en Reynosa, en la que dos efectivos murieron y otros tres fueron lesionados, y por los intensos despliegues de elementos castrenses y de policías en grandes zonas del territorio nacional. Con ese telón de fondo ayer se reunió el Consejo de Seguridad Pública. Allí y en otros ámbitos, las voces del oficialismo, encabezadas por el titular del Poder Ejecutivo, clamaron por unidad, cohesión y hasta por unanimidad para enfrentar a la delincuencia; reiteraron su confianza en la posibilidad de derrotarla, y demandaron –en diversos tonos– que todo el país comparta las premisas desde las cuales la actual administración se ha embarcado en una confrontación cada vez más violenta con los cárteles de la droga.
No hay quien no comparta la necesidad axiomática de perseguir, capturar y presentar ante instancias judiciales a quienes infringen las leyes, especialmente a quienes lo hacen de manera violenta y concertada para consumar negocios prohibidos. La delincuencia organizada causa un grave daño al país, a sus habitantes y a sus instituciones; genera inseguridad y zozobra, y pervierte casi todos los ámbitos de la vida nacional, incluidos, por supuesto, el desempeño económico y el quehacer institucional.
Pero si estos objetivos son incuestionables, los medios empeñados para lograrlos resultan, cuando menos, discutibles: hace ya más de un año que la actual administración se inauguró con espectaculares operativos y desplazamientos de soldados y policías por medio territorio nacional, con el supuesto propósito de restablecer el estado de derecho en las regiones controladas por la criminalidad e instaurar en ellas la seguridad pública y la confianza ciudadana. Sin embargo, a pesar del desbordado optimismo del discurso oficial, la delincuencia organizada, y en particular los cárteles del narcotráfico, no dan señales de debilidad ni de agotamiento; por el contrario, día a día realizan manifestaciones de un poderío creciente que puede palparse, por ejemplo, en la cantidad y calidad de las armas y del equipo bélico que les fueron confiscados a presuntos zetas el martes pasado al norte de Tamaulipas.
En general, la actual estrategia gubernamental contra la delincuencia no es sino una versión, intensificada y llevada hasta límites peligrosos, de la misma política seguida desde hace décadas por el gobierno federal. Cada decomiso, cada captura de un capo de la droga, cada balacera y cada ajuste de cuentas, en vez de prefigurar el desmantelamiento definitivo de las mafias del narcotráfico, el secuestro, el contrabando, la extorsión y el robo de vehículos, anuncian, por lo general, el resurgimiento, con más fuerza, de las organizaciones delictivas.
Pero la autoridad sigue cerrando los ojos a un hecho simple: el alto grado de eficiencia, rentabilidad y letalidad alcanzados por los grupos criminales es más el síntoma que la enfermedad. No habrá corporación policial que baste, ni ejército suficiente para reducir en forma perceptible y significativa los índices delictivos en tanto no se ataquen las causas de fondo de estos fenómenos, empezando por las sociales: la miseria, la desigualdad individual y regional, la falta de educación, los ínfimos niveles de vida de grandes sectores de la población, la insalubridad y la desintegración familiar y comunitaria provocadas por las privatizaciones, las aperturas salvajes de los mercados nacionales y la liquidación de las políticas sociales.
En el ámbito económico pueden mencionarse como factores que propician el desarrollo de la delincuencia: la obscena concentración de la riqueza en unas cuantas manos, el desmantelamiento de la industria nacional, el abandono –criminal, ése también– del campo, el desempleo y la inflación galopantes, a pesar de las cifras maquilladas, así como el empecinado impulso oficial al proceso de integración desigual con Estados Unidos que, entre sus muchos efectos secundarios indeseables, facilita la operación binacional de los grupos criminales.
En la esfera institucional, diversas vertientes de la delincuencia –narcotráfico, contrabando, tráfico de armas, pedofilia, agresiones sexuales, desviación de recursos, evasión impositiva– reciben un impulso formidable de la corrupción que impera en todos los niveles de la administración pública y de la exasperante impunidad de que suelen disfrutar los funcionarios que atropellan a los ciudadanos y que traza un hilo de continuidad cómplice desde Tlatelolco en 1968 hasta Atenco y Oaxaca en 2006 y 2007.
El empeño militar y policial del gobierno contra la delincuencia será verosímil y digno del respaldo generalizado cuando vaya acompañado de acciones orientadas a combatir las causas profundas de la delincuencia; por ahora, sin embargo, suscita más escepticismo que confianza.
No hay quien no comparta la necesidad axiomática de perseguir, capturar y presentar ante instancias judiciales a quienes infringen las leyes, especialmente a quienes lo hacen de manera violenta y concertada para consumar negocios prohibidos. La delincuencia organizada causa un grave daño al país, a sus habitantes y a sus instituciones; genera inseguridad y zozobra, y pervierte casi todos los ámbitos de la vida nacional, incluidos, por supuesto, el desempeño económico y el quehacer institucional.
Pero si estos objetivos son incuestionables, los medios empeñados para lograrlos resultan, cuando menos, discutibles: hace ya más de un año que la actual administración se inauguró con espectaculares operativos y desplazamientos de soldados y policías por medio territorio nacional, con el supuesto propósito de restablecer el estado de derecho en las regiones controladas por la criminalidad e instaurar en ellas la seguridad pública y la confianza ciudadana. Sin embargo, a pesar del desbordado optimismo del discurso oficial, la delincuencia organizada, y en particular los cárteles del narcotráfico, no dan señales de debilidad ni de agotamiento; por el contrario, día a día realizan manifestaciones de un poderío creciente que puede palparse, por ejemplo, en la cantidad y calidad de las armas y del equipo bélico que les fueron confiscados a presuntos zetas el martes pasado al norte de Tamaulipas.
En general, la actual estrategia gubernamental contra la delincuencia no es sino una versión, intensificada y llevada hasta límites peligrosos, de la misma política seguida desde hace décadas por el gobierno federal. Cada decomiso, cada captura de un capo de la droga, cada balacera y cada ajuste de cuentas, en vez de prefigurar el desmantelamiento definitivo de las mafias del narcotráfico, el secuestro, el contrabando, la extorsión y el robo de vehículos, anuncian, por lo general, el resurgimiento, con más fuerza, de las organizaciones delictivas.
Pero la autoridad sigue cerrando los ojos a un hecho simple: el alto grado de eficiencia, rentabilidad y letalidad alcanzados por los grupos criminales es más el síntoma que la enfermedad. No habrá corporación policial que baste, ni ejército suficiente para reducir en forma perceptible y significativa los índices delictivos en tanto no se ataquen las causas de fondo de estos fenómenos, empezando por las sociales: la miseria, la desigualdad individual y regional, la falta de educación, los ínfimos niveles de vida de grandes sectores de la población, la insalubridad y la desintegración familiar y comunitaria provocadas por las privatizaciones, las aperturas salvajes de los mercados nacionales y la liquidación de las políticas sociales.
En el ámbito económico pueden mencionarse como factores que propician el desarrollo de la delincuencia: la obscena concentración de la riqueza en unas cuantas manos, el desmantelamiento de la industria nacional, el abandono –criminal, ése también– del campo, el desempleo y la inflación galopantes, a pesar de las cifras maquilladas, así como el empecinado impulso oficial al proceso de integración desigual con Estados Unidos que, entre sus muchos efectos secundarios indeseables, facilita la operación binacional de los grupos criminales.
En la esfera institucional, diversas vertientes de la delincuencia –narcotráfico, contrabando, tráfico de armas, pedofilia, agresiones sexuales, desviación de recursos, evasión impositiva– reciben un impulso formidable de la corrupción que impera en todos los niveles de la administración pública y de la exasperante impunidad de que suelen disfrutar los funcionarios que atropellan a los ciudadanos y que traza un hilo de continuidad cómplice desde Tlatelolco en 1968 hasta Atenco y Oaxaca en 2006 y 2007.
El empeño militar y policial del gobierno contra la delincuencia será verosímil y digno del respaldo generalizado cuando vaya acompañado de acciones orientadas a combatir las causas profundas de la delincuencia; por ahora, sin embargo, suscita más escepticismo que confianza.
Kikka Roja
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