Confusión tras el estallido
Plaza PúblicaEl pasmo oficial ante el estallido muestra el alto grado de vulnerabilidad de México ante ataques de ese género.
Cuarenta y ocho horas después del estallido a las puertas de la Zona Rosa de la Ciudad de México -es decir, al comenzar la tarde dominical, momento en que se escriben estas líneas- sólo hay un resultado evidente: la confusión. No se ha podido establecer la identidad del presunto portador del artefacto que hizo explosión. No se conocía el blanco del probable atentado. Ni siquiera había claridad respecto de la participación de Tania Vázquez Muñoz, la joven gravemente lesionada que acaso era parte de una conjura cuyos contornos no han podido ser establecidos a pesar, o por ello mismo, la participación conjunta de autoridades federales y locales, civiles y militares, en las averiguaciones del presumible atentado frustrado.
El pasmo oficial ante el estallido muestra el alto grado de vulnerabilidad de México ante ataques de ese género. En los años recientes, en el DF se produjeron estallidos en agosto del 2001 y en noviembre del 2006. En el primer caso se detuvo a presuntos autores del atentado -el estallido de petardos en sucursales bancarias-, pero ha sido imposible, pese al atroz maltrato de que han sido víctimas los acusados, comprobar su participación, al punto de que algunos de ellos han quedado en libertad. De los bombazos posteriores al proceso electoral no se ha sabido nada, como tampoco hubiera sido posible, salvo porque el Ejército Popular Revolucionario se los atribuyó, determinar el origen de los ataques a ductos de Pemex, el año pasado, en Guanajuato, Querétaro y Veracruz. Sobra añadir que ninguno de los responsables de estos estallidos ha sido identificado, y que tampoco ha podido la autoridad federal establecer el paradero de dos militantes del EPR cuya desaparición en mayo pasado alega esa organización guerrillera como causa de sus acciones violentas.
Se descartó que el estallido del viernes tuviera relación con ese grupo insurgente. El modo de operar que puede adivinarse en el frustrado ataque no corresponde a las acciones consumadas y reivindicadas por el EPR, que se realizan a deshoras y con el ánimo expreso de no causar víctimas. Notoriamente han causado alta en sus filas expertos en explosivos de alto poder destructivo que causaron graves daños materiales, directamente a las instalaciones del organismo público y de modo indirecto en la operación de cientos de empresas que padecieron pérdidas por la suspensión de los suministros de combustibles. En cambio, la maniobra en la colonia Juárez fue realizada por personas inexpertas, una de las cuales pagó con su vida su impericia o la de sus cómplices. El imprevisto estallido pudo haberse producido, según indicios obtenidos por las autoridades, porque lo provocó una inoportuna señal en un teléfono móvil o porque la alta inestabilidad del explosivo usado era ignorada por el portador. De haberse consumado, por lo demás, el ataque habría sido letal, pues habría ocurrido en una zona densamente poblada y transitada, a una hora de gran movimiento y en viernes de quincena.
Se conjeturó que el atentado se dirigía a la sede de la Secretaría de Seguridad Pública del DF, situada en la calle de Liverpool, a cientos de metros de donde se produjo el estallido. La hipótesis probablemente no resista el análisis, sobre todo si se insiste en ligar el suceso del viernes con la detención de un grupo, 48 horas antes, que conducía un arsenal, y del que formaba parte Rogelio Mena, apodado “El Chilango”, presumible vecino de la joven herida que quizá a la postre se compruebe que no vivía en Tepito sino en la no distante colonia 20 de Noviembre. La fallida agresión contra la sede policial habría intentado ser una venganza ante la eficacia de los servicios de seguridad que realmente derivó de una casualidad, pues los captores de “El Chilango” y su banda no sabían la clase de carga que el grupo transportaba.
No es lógico desestimar -y sería antiético desecharlas prejuiciosamente- las amenazas o señales claras de que una importante sede policiaca, o un alto jefe en el combate a la violencia organizada hayan estado en la mira de sus enemigos. Cuando la Policía capitalina descubrió una casa de seguridad en el Pedregal de San Ángel, el 24 de enero pasado y detuvo allí a presuntos miembros del cártel de Sinaloa o del Golfo -como después admitieron ser-, supieron también que por azar habían impedido un ataque a José Luis Santiago Vasconcelos, subprocurador que en el sexenio pasado dirigió la oficina destinada a reprimir a la delincuencia organizada y ahora se ocupa de los asuntos internacionales, que incluyen las extradiciones de decenas de procesados a Estados Unidos.
No siendo lógico ni ético desechar sin más la conjetura de venganzas contra funcionarios policiacos, que está lejos de ser fantasiosa como lo prueba el número de cerca de 300 jefes y agentes de corporaciones de seguridad asesinados el año pasado, o el crimen que en agosto del 2006 -para sólo citar fechas cercanas- privó de la vida al juez federal René Hilario Nieto Contreras, tampoco es lógico ni ético aferrarnos a ella. Salvo que hayan mudado por entero su estrategia, nada desfavorece más al crimen organizado que atacar a las policías y al Ejército, que sólo son sus enemigos en cuanto estorban sus operaciones, lo que puede evitarse por otros medios. Si, por otra parte, los funcionarios encargados de perseguirlos han de adquirir protagonismo, que sea por su eficacia y no porque se subrayen los riesgos de una tarea que por definición los conlleva.
El pasmo oficial ante el estallido muestra el alto grado de vulnerabilidad de México ante ataques de ese género. En los años recientes, en el DF se produjeron estallidos en agosto del 2001 y en noviembre del 2006. En el primer caso se detuvo a presuntos autores del atentado -el estallido de petardos en sucursales bancarias-, pero ha sido imposible, pese al atroz maltrato de que han sido víctimas los acusados, comprobar su participación, al punto de que algunos de ellos han quedado en libertad. De los bombazos posteriores al proceso electoral no se ha sabido nada, como tampoco hubiera sido posible, salvo porque el Ejército Popular Revolucionario se los atribuyó, determinar el origen de los ataques a ductos de Pemex, el año pasado, en Guanajuato, Querétaro y Veracruz. Sobra añadir que ninguno de los responsables de estos estallidos ha sido identificado, y que tampoco ha podido la autoridad federal establecer el paradero de dos militantes del EPR cuya desaparición en mayo pasado alega esa organización guerrillera como causa de sus acciones violentas.
Se descartó que el estallido del viernes tuviera relación con ese grupo insurgente. El modo de operar que puede adivinarse en el frustrado ataque no corresponde a las acciones consumadas y reivindicadas por el EPR, que se realizan a deshoras y con el ánimo expreso de no causar víctimas. Notoriamente han causado alta en sus filas expertos en explosivos de alto poder destructivo que causaron graves daños materiales, directamente a las instalaciones del organismo público y de modo indirecto en la operación de cientos de empresas que padecieron pérdidas por la suspensión de los suministros de combustibles. En cambio, la maniobra en la colonia Juárez fue realizada por personas inexpertas, una de las cuales pagó con su vida su impericia o la de sus cómplices. El imprevisto estallido pudo haberse producido, según indicios obtenidos por las autoridades, porque lo provocó una inoportuna señal en un teléfono móvil o porque la alta inestabilidad del explosivo usado era ignorada por el portador. De haberse consumado, por lo demás, el ataque habría sido letal, pues habría ocurrido en una zona densamente poblada y transitada, a una hora de gran movimiento y en viernes de quincena.
Se conjeturó que el atentado se dirigía a la sede de la Secretaría de Seguridad Pública del DF, situada en la calle de Liverpool, a cientos de metros de donde se produjo el estallido. La hipótesis probablemente no resista el análisis, sobre todo si se insiste en ligar el suceso del viernes con la detención de un grupo, 48 horas antes, que conducía un arsenal, y del que formaba parte Rogelio Mena, apodado “El Chilango”, presumible vecino de la joven herida que quizá a la postre se compruebe que no vivía en Tepito sino en la no distante colonia 20 de Noviembre. La fallida agresión contra la sede policial habría intentado ser una venganza ante la eficacia de los servicios de seguridad que realmente derivó de una casualidad, pues los captores de “El Chilango” y su banda no sabían la clase de carga que el grupo transportaba.
No es lógico desestimar -y sería antiético desecharlas prejuiciosamente- las amenazas o señales claras de que una importante sede policiaca, o un alto jefe en el combate a la violencia organizada hayan estado en la mira de sus enemigos. Cuando la Policía capitalina descubrió una casa de seguridad en el Pedregal de San Ángel, el 24 de enero pasado y detuvo allí a presuntos miembros del cártel de Sinaloa o del Golfo -como después admitieron ser-, supieron también que por azar habían impedido un ataque a José Luis Santiago Vasconcelos, subprocurador que en el sexenio pasado dirigió la oficina destinada a reprimir a la delincuencia organizada y ahora se ocupa de los asuntos internacionales, que incluyen las extradiciones de decenas de procesados a Estados Unidos.
No siendo lógico ni ético desechar sin más la conjetura de venganzas contra funcionarios policiacos, que está lejos de ser fantasiosa como lo prueba el número de cerca de 300 jefes y agentes de corporaciones de seguridad asesinados el año pasado, o el crimen que en agosto del 2006 -para sólo citar fechas cercanas- privó de la vida al juez federal René Hilario Nieto Contreras, tampoco es lógico ni ético aferrarnos a ella. Salvo que hayan mudado por entero su estrategia, nada desfavorece más al crimen organizado que atacar a las policías y al Ejército, que sólo son sus enemigos en cuanto estorban sus operaciones, lo que puede evitarse por otros medios. Si, por otra parte, los funcionarios encargados de perseguirlos han de adquirir protagonismo, que sea por su eficacia y no porque se subrayen los riesgos de una tarea que por definición los conlleva.
Kikka Roja
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