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Primitivos
Nunca falta quien posiblemente con razón me recompone algunos dichos: qué pesimismo; bájale a la misantropía; no estamos tan jodidos; quién te dijo que la tele debe dictar cátedra; por qué aborreces a tu país y a tu gente, y así. Pero llega un dos de febrero y la pinchurrienta realidad acaba obsequiándome la razón y dictando momentáneo silencio a ciertos regaños. La televisión nacional apenas asoma al asunto, porque sin muchos muertos la cosa no alcanza para noticia nacional. Acaso nota de color, pícara pizca pintoresca, pero nada más. En los noticieros locales, en cambio, alegremente sumisos, abyectos ejemplos del más vergonzante lameculismo y, por ello, carentes de verdaderas noticias que afecten o cambien la vida a los habitantes de la región (porque, podría rezar una de sus cortinillas publicitarias copiando el dicho gringo, la no-noticia es buena noticia), la estupidez humana hace cada año de protagonista: en ese pueblo de la cuenca veracruzana del río Papaloapan que se llama Tlacotalpan el agua que beben sus habitantes debe tener algo, una sustancia que obnubila el sano juicio de la gente; algún químico que hace brotar el antropopiteco que llevan dentro. Amparados en el discursillo rancio de la demosofía y de que, como es tradición, es defendible, aunque se trate de la más desproporcionada concatenación de tontería y crueldad disfrazada de fiesta popular, pervive una costumbre lamentable de maltrato a los animales. Lo que llaman “el embalse de los toros” es un quehacer tortuoso que empieza temprano por la mañana del dos de febrero, cuando una caterva de fronterizos arrea un hato de toros de la apacible raza cebú o brahmán, que no de lidia, para amarrarlos de cuernos –las más de las veces convenientemente limados los pitones, desprovistos de puntas con qué defenderse– y pescuezos a sendas lanchas motoras. Una vez colgados de las bordas, se los hace cruzar el ancho río. Los que no se ahogan, una vez salvado el cauce, son llevados, obviamente desfallecientes y entumidos de miedo, a las calles del pueblo. Allí, el resto de la jornada transcurre en azuzar a los cansados animales, cuyo talante y fisonomía no son de combate, y se hace una patética copia de la ya de suyo cruel pamplonada española. Sólo que, insisto, con toros mansos, no con furiosos toros de lidia que pusieran en su lugar a la horda de borrachos pendejos que los patean, pican, estrangulan, acuchillan, golpean salvajemente con palos, tubos y botellas, porque además de borrachos y pendejos, perdonará el respetable el iracundo arrebato, son una caterva de cobardes enajenados. Hace poco me quedé sin habla –cosa difícil en este obseso metiche– cuando vi en la televisión cómo un borracho, aferrado a la cola de uno de los toros, se quedaba de pronto con la piel del rabo entre las manos crispadas, la cola del animal en carne viva, desollada, expuestas las vértebras mientras la turba reía, encantada. ¿Y la autoridad? ¿Y el sentido común, siquiera un asomo de decencia? En otra cosa, supongo. Haciendo negocios, tal vez. ¿Y la condena local a estas demostraciones de primitivismo? Acallada. ¿Y los medios masivos de comunicación, esos grandes poseedores del arbitrio público? Omisos cómplices. Peor: promotores.
Fidel Herrera Beltrán, el gobernador del estado de Veracruz, es cuenqueño, de Nopaltepec, un pueblo de la región, no lejano a Tlacotalpan y, según dicen los que de estos fangosos asuntos saben, pretende llegar a la presidencia de México. Que este gordo juntapalabras sepa, Herrera Beltrán no ha hecho pronunciamientos contundentes al respecto. La innecesaria tortura de esos animales es cosa menor, supongo, como la contaminación de litorales, ríos y lagunas de su estado; como la enajenación bestial que reflejan sus fiestas “populares”, donde la manifestación de la cultura veracruzana se reduce a música estridente y machacona, que no tiene nada, además, de veracruzana (que yo sepa, el detestable “pasito duranguense” viene de allá, de Durango, mientras que el reguetón es una más de las porquerías que exporta Miami). Si Fidel fuera presidente, ¿qué veríamos en materia de protección a los animales, de control a las desbocadas marcas de refrescos y cervezas, hoy dueñas de todos esos muestrarios de brutalidad y alienación que son esas y otras fiestas, allí el deleznable carnaval veracruzano o la ruidosa pero insípida, vulgar feria de Jalapa? Ojalá la televisión, tan cara a candidatos, funcionarios, asesores y esa fauna siempre sedienta de dinero, fama y poder, hiciera esas mismas preguntas.
Fidel Herrera Beltrán, el gobernador del estado de Veracruz, es cuenqueño, de Nopaltepec, un pueblo de la región, no lejano a Tlacotalpan y, según dicen los que de estos fangosos asuntos saben, pretende llegar a la presidencia de México. Que este gordo juntapalabras sepa, Herrera Beltrán no ha hecho pronunciamientos contundentes al respecto. La innecesaria tortura de esos animales es cosa menor, supongo, como la contaminación de litorales, ríos y lagunas de su estado; como la enajenación bestial que reflejan sus fiestas “populares”, donde la manifestación de la cultura veracruzana se reduce a música estridente y machacona, que no tiene nada, además, de veracruzana (que yo sepa, el detestable “pasito duranguense” viene de allá, de Durango, mientras que el reguetón es una más de las porquerías que exporta Miami). Si Fidel fuera presidente, ¿qué veríamos en materia de protección a los animales, de control a las desbocadas marcas de refrescos y cervezas, hoy dueñas de todos esos muestrarios de brutalidad y alienación que son esas y otras fiestas, allí el deleznable carnaval veracruzano o la ruidosa pero insípida, vulgar feria de Jalapa? Ojalá la televisión, tan cara a candidatos, funcionarios, asesores y esa fauna siempre sedienta de dinero, fama y poder, hiciera esas mismas preguntas.
Kikka Roja
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