Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
En televisión es común ver payasos. Y no es Germán Martínez entrevistado por Carlos Loret de Mola, ni el risueño bigotito de Jorge Zarza, sino verdaderos payasos, de zapatones, nariz de pitahaya y esponjosos pelos anaranjados (no, tampoco se trata de Niurka ni de Carmen Campuzano). El payaso de la tele que asoma a mis más viejos recuerdos es, desde luego, Bozo (copia, por cierto, aunque nos duela que ni eso sea mexicano, del original estadunidense, creado en 1946 por el dibujante y escritor de libros para niños, Alan W. Livingston con Bozo Goes to the Circus). La primera caracterización mexicana de Bozo se hizo en Monterrey, de 1961 a 1963, y lo personificó José Marroquín, quien fue conocido después, y por muchos años, como el payaso Pipo. El Bozo que conocimos luego fue el caracterizado por José Manuel Vargas, apoyado en su larga carrera por Antonio Espino, “Clavillazo”. Bozo estuvo en ambas televisoras, Imevisión y Televisa, pero no recuerdo si también estuvo en tv Azteca después de la turbia privatización. Me gustaba su risa.
En el siempre entrañable Club del hogar, posiblemente el programa más longevo de la televisión con casi cuatro décadas al aire, hubo otro payaso que conquistó el afecto de muchos, Caralimpia, al que daba vida don Guadalupe Márquez, y cuya comicidad estaba en hacer pésimos trucos de magia, ser prácticamente mudo y víctima, además, de las puyas de Daniel Pérez Arcaraz y el certeramente cáustico Madaleno.
Luego los payasos cambiaron. Televisa aupó en la forzada preferencia de su público infantil un payaso ya creado para enajenar audiencias: Cepillín, interpretado por Ricardo González. Durante años, Cepillín se convirtió en figura principal del colectivo parvulario, con su propio espacio de televisión y una constante emisión de discos absolutamente carentes de propuesta artística, pero llenecitos de fórmulas perversamente eficaces para seducir la mente pueril, letras pegajosamente estúpidas, melodías y ritmos facilones y, en fin, lo que fuera necesario para marcar distancia de otras propuestas orientadas a los niños, pero con más y mejor sustancia, como fuera la herencia iconográfica y musical de Francisco Gabilondo Soler y su grillo hacedor de prodigios. Fue por esa misma época, finales de los setenta y década de los ochenta del siglo pasado, que la presencia de los payasos en la televisión se terminó de pervertir, convirtiéndose en una suerte de apoyo logístico con fines exclusivamente mercantiles, que va desde el bombardeo publicitario hasta la propaganda vil, pero en la mayoría de los casos –puesto que para ciertas clases de manipulación y propaganda se requiere de alguna inteligencia, aunque sea zafia– los payasos de la televisión son uno de los más bajos peldaños del entretenimiento: malos chistes –racismo, homofobia, mantenimiento de estereotipos ofensivos que de todos modos algunos sectores sociales, a pesar de ser el blanco de muchos de esos malos chistes celebran igual, felices e inconsecuentes en su marginalidad–, vulgaridad y sometimiento a expresiones de mercantilismo descarado. Clara muestra de ello son los programas de varios de los capítulos locales de Televisa en el país: El circo de los Chicharrines, en Televisa Monterrey, u Operación talento, con Lagrimita y Kostel en Guadalajara, son muestra fehaciente y cotidiana de enajenación y estulticia convertidos en producción televisiva.
Mención aparte merece, desde luego, el payaso Brozo, creado por Víctor Trujillo cuando hacía mancuerna con Ausencio Cruz en Imevisión. Reflejo de la auténtica picaresca urbana del mexicano, el payaso tenebroso y cutre, hábil cuentacuentos de doble intención y exquisita, mal intencionada vulgaridad fue un éxito rotundo. Tal vez sería la fama posterior la que lo llevó a convertir el comentario agudo e ingenioso en pontificado sociopolítico, o simplemente serían las ingentes cantidades de dinero las que le quitarían frescura para terminar en ariete del sistema, golpeando en los medios a la disidencia política de izquierda; al final Brozo, antes apolítico y chacotero, insolente con todas las corrientes políticas, pero sobre todo con el poder en turno, terminaría articulando el mismo discurso fangoso contra la izquierda que utilizaron y utilizan la mayoría de los comentaristas y locutores de las televisoras privadas del duopolio. Una lástima, porque se convirtió en lo peor que le puede pasar a un payaso: el esperpento que no hace reír, sino enojar a buena parte de su público. O peor: la razón de un largo bostezo.
En el siempre entrañable Club del hogar, posiblemente el programa más longevo de la televisión con casi cuatro décadas al aire, hubo otro payaso que conquistó el afecto de muchos, Caralimpia, al que daba vida don Guadalupe Márquez, y cuya comicidad estaba en hacer pésimos trucos de magia, ser prácticamente mudo y víctima, además, de las puyas de Daniel Pérez Arcaraz y el certeramente cáustico Madaleno.
Luego los payasos cambiaron. Televisa aupó en la forzada preferencia de su público infantil un payaso ya creado para enajenar audiencias: Cepillín, interpretado por Ricardo González. Durante años, Cepillín se convirtió en figura principal del colectivo parvulario, con su propio espacio de televisión y una constante emisión de discos absolutamente carentes de propuesta artística, pero llenecitos de fórmulas perversamente eficaces para seducir la mente pueril, letras pegajosamente estúpidas, melodías y ritmos facilones y, en fin, lo que fuera necesario para marcar distancia de otras propuestas orientadas a los niños, pero con más y mejor sustancia, como fuera la herencia iconográfica y musical de Francisco Gabilondo Soler y su grillo hacedor de prodigios. Fue por esa misma época, finales de los setenta y década de los ochenta del siglo pasado, que la presencia de los payasos en la televisión se terminó de pervertir, convirtiéndose en una suerte de apoyo logístico con fines exclusivamente mercantiles, que va desde el bombardeo publicitario hasta la propaganda vil, pero en la mayoría de los casos –puesto que para ciertas clases de manipulación y propaganda se requiere de alguna inteligencia, aunque sea zafia– los payasos de la televisión son uno de los más bajos peldaños del entretenimiento: malos chistes –racismo, homofobia, mantenimiento de estereotipos ofensivos que de todos modos algunos sectores sociales, a pesar de ser el blanco de muchos de esos malos chistes celebran igual, felices e inconsecuentes en su marginalidad–, vulgaridad y sometimiento a expresiones de mercantilismo descarado. Clara muestra de ello son los programas de varios de los capítulos locales de Televisa en el país: El circo de los Chicharrines, en Televisa Monterrey, u Operación talento, con Lagrimita y Kostel en Guadalajara, son muestra fehaciente y cotidiana de enajenación y estulticia convertidos en producción televisiva.
Mención aparte merece, desde luego, el payaso Brozo, creado por Víctor Trujillo cuando hacía mancuerna con Ausencio Cruz en Imevisión. Reflejo de la auténtica picaresca urbana del mexicano, el payaso tenebroso y cutre, hábil cuentacuentos de doble intención y exquisita, mal intencionada vulgaridad fue un éxito rotundo. Tal vez sería la fama posterior la que lo llevó a convertir el comentario agudo e ingenioso en pontificado sociopolítico, o simplemente serían las ingentes cantidades de dinero las que le quitarían frescura para terminar en ariete del sistema, golpeando en los medios a la disidencia política de izquierda; al final Brozo, antes apolítico y chacotero, insolente con todas las corrientes políticas, pero sobre todo con el poder en turno, terminaría articulando el mismo discurso fangoso contra la izquierda que utilizaron y utilizan la mayoría de los comentaristas y locutores de las televisoras privadas del duopolio. Una lástima, porque se convirtió en lo peor que le puede pasar a un payaso: el esperpento que no hace reír, sino enojar a buena parte de su público. O peor: la razón de un largo bostezo.
Kikka Roja
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