Soberanía
“De seguir como vamos, cada vez serán más los límites y menos los alcances de nuestra política exterior”
Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA
Articulos recientes del Dr. Lorenzo Meyer Cossio
El punto de partida.
Cualquier proyecto nacional tiene en su política exterior un componente fundamental, pues su esencia es la soberanía, es decir, la capacidad de mantener de manera efectiva “el monopolio en la toma de decisiones”.
Para comprender la naturaleza actual de nuestra soberanía, un buen punto de partida es el análisis que hizo hace más de treinta años Mario Ojeda en “Alcances y límites de la política exterior de México” (1976), y ver en qué medida y por qué razones ha cambiado su esencia. La obra en cuestión es una radiografía de la relación de México la etapa “clásica” del priismo con la gran potencia hegemónica vecina: Estados Unidos.
La constante.
La I Guerra Mundial es el inicio “del siglo americano”. En México y buena parte de América Latina, esta influencia norteamericana fue resultado de su fuerza económica combinada con la disminución del contrapeso europeo. La II Guerra y la Guerra Fría simplemente consolidaron este estrechamiento del horizonte mexicano.
Hoy la estructura de poder internacional está en vísperas de una nueva transformación. El nuevo siglo ya no será americano sino que se trata del inicio del mundo posnorteamericano: donde Estados Unidos se mantendrá por un tiempo largo como la mayor potencia, pero ya no más como el centro alrededor del cual se organice y gire el resto del mundo (ver a Faredd Zakaria, The Post American World, Nueva York: Norton, 2008). Está por verse cuán posnorteamericano resultará el mundo para México, cuán dispuesta está su clase dirigente a explorar nuevas posibilidades, o a mantener y ahondar su dependencia de las decisiones norteamericanas.
El modelo que fue.
La visión del régimen priista de la política exterior partió de aceptar lo obvio: que Estados Unidos, por su condición de potencia hegemónica, anulaba las posibilidades de un espacio internacional donde México pudiera actuar con independencia. Era claro que todas las relaciones de México con terceras naciones no podían tener un valor intrínseco, sino que siempre terminaban por ser una relación indirecta con Estados Unidos. Los casos más ilustrativos de ese fenómeno se tienen al examinar la relación de México con países que se encontraron en situación de conflicto con Washington-Guatemala en los 1950, Cuba a partir de los 1960, Chile en la época de Salvador Allende o la Centroamérica en revolución en los 1980.
En todos esos casos, México actuó menos en función del significado intrínseco de los procesos en esos países y mucho más en función de la reacción de Washington en su contra y de la manera en que esa reacción podía afectar la base de la política exterior mexicana, centrada en el principio de la no intervención y la autodeterminación. El valor de estos principios para el nacionalismo autoritario se explica por su carácter de instrumento fundamental de la clase política para no ver disminuidos sus espacios internos de maniobra por la presión norteamericana. Teniendo a la influencia de Estados Unidos como la gran constante y limitante de la relación de México con su entorno exterior, sus movimientos en ese espacio quedaron condicionados por tres factores: a) las circunstancias y coyunturas específicas del sistema internacional, b) los elementos internos de poder —el régimen político, el económico y el desempeño de las instituciones— y c) la voluntad (o falta de) y la estrategia que los dirigentes para confrontar a Estados Unidos.
El concepto clave: la soberanía relativa.
Las debilidades históricas del Estado mexicano y la abrumadora presencia norteamericana han hecho muy evidente el carácter relativo de nuestra soberanía. Ojeda sintetizó muy bien la esencia de ese problema al señalar que “Estados Unidos reconoce y acepta la necesidad de México a disentir de la política norteamericana en todo aquello que le resulte fundamental a México, aunque para los Estados Unidos sea importante, más no fundamental. A cambio de ello, México brinda su cooperación en todo aquello que siendo fundamental o aun importante para los Estados Unidos, no lo es para el país”.
La debilidad de los instrumentos de política exterior. Dos elementos explican, cuando los hubo, los éxitos del priismo clásico en su empeño por sostener una independencia relativa. Por un lado, las bases políticas. La unidad de los principales actores en torno a una presidencia autoritaria y sin contrapesos hicieron que la política exterior se formulara y se pusiera en práctica sin interferencias significativas. Además, ese presidencialismo por ser garantía de estabilidad interna y blindaje contra la “penetración comunista” y estar cubierto por el velo de la formalidad democrática —elecciones sin contenido pero puntuales— cuadró con el interés norteamericano en la Guerra Fría. Para Estados Unidos pocas cosas podían ser más seguras y predecibles que el proceso político mexicano. El fin de la Guerra Fría disparó un cambio en las condiciones que habían hecho que México hubiera logrado una especie de “dispensa” para disentir en asuntos no fundamentales para Washington. Y ya sin la “amenaza comunista”, el gobierno de Estados Unidos, sus medios de difusión e incluso su academia, dejaron de sentirse obligados a sostener la estabilidad autoritaria del sistema político mexicano. Por ello, el levantamiento armado zapatista de enero de 1994, por ejemplo, no desembocó en acciones intervencionistas de Washington, como había sucedido antes en Centroamérica.
Este cambio internacional permitió al gobierno de Carlos Salinas recurrir a una medida tan inesperada como radical: reestructurar a fondo la relación México-Estados Unidos y renunciar al modelo de independencia económica basada en el mercado interno para sustituirlo por el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN).
De la guerra fría al mundo post americano.
Al TLCAN le siguió el cambio de régimen en 2000, caracterizado, entre otras cosas, por gobiernos sin mayoría legislativa y sin acuerdos básicos en torno a las reglas del ejercicio del poder. El consenso autoritario del antiguo régimen fue sustituida por un fuerte disenso que afecta, entre otras cosas, la formulación y ejercicio de la política exterior. En el último decenio del siglo XX el mundo pasó de la bipolaridad norteamericano-soviética a la unipolaridad encabezada por unos Estados Unidos que exudaban confianza en su proyecto. Sin embargo, el nuevo sistema se vio sometido a una dinámica de cambio muy rápido hasta llegar a la actual situación, donde Estados Unidos ya no es el gran organizador de la geopolítica global. Las transformaciones simultáneas en el sistema internacional e interno de México han afectado las formas y el contenido de su política exterior. Para la oposición de izquierda, la búsqueda y mantenimiento de un campo de independencia frente a Estados Unidos se conserva como meta legítima. Sin embargo, ése ya no parece ser el objetivo real del grupo gobernante que pareciera profundizar la asociación con Estados Unidos como la mejor vía para volver a inyectar dinamismo a una economía que desde 1982 tiene un comportamiento mediocre.
Vicente Fox intentó rediseñar la relación con Estados Unidos para consolidar la integración mexicana a la economía del vecino del norte mediante la legalización de un viejo fenómeno: la migración indocumentada de mexicanos a Estados Unidos. A cambio, ofreció adecuar abiertamente su política exterior a las prioridades norteamericanas, empezando por Cuba. Las contradicciones de intereses dentro de Estados Unidos y su prioridad en la lucha contra el terrorismo hicieron que la propuesta mexicana fuera marginada y terminara en un sonado fracaso.
Conclusión.
Los objetivos y medios empleados por México durante la época “clásica” de su autoritarismo le llevaron a conseguir una de las independencias relativas frente a la potencia hegemónica más notables de América Latina. En contraste, la supuesta democracia actual pareciera haber decidido no sostener ya el empeño por apuntalar ese margen de independencia frente a Estados Unidos, como sí lo está haciendo Brasil, por ejemplo.
La oposición de izquierda mantiene como definición de la soberanía —y de su proyecto nacional— la insistencia en una mayor distancia política frente a Estados Unidos. La derecha en el poder actúa para disminuir esa distancia con la potencia vecina, en aras de una mayor integración económica con ella como la vía para hacer más eficiente la estructura productiva. Sólo el tiempo y la actitud —por acción u omisión— de la mayoría decidirá cuál va a ser en el futuro el contenido de la soberanía mexicana. Por ahora navegamos en una amplia ambigüedad que difumina nuestra política exterior y nuestro proyecto nacional.
AGENDA CIUDADANA
Articulos recientes del Dr. Lorenzo Meyer Cossio
El punto de partida.
Cualquier proyecto nacional tiene en su política exterior un componente fundamental, pues su esencia es la soberanía, es decir, la capacidad de mantener de manera efectiva “el monopolio en la toma de decisiones”.
Para comprender la naturaleza actual de nuestra soberanía, un buen punto de partida es el análisis que hizo hace más de treinta años Mario Ojeda en “Alcances y límites de la política exterior de México” (1976), y ver en qué medida y por qué razones ha cambiado su esencia. La obra en cuestión es una radiografía de la relación de México la etapa “clásica” del priismo con la gran potencia hegemónica vecina: Estados Unidos.
La constante.
La I Guerra Mundial es el inicio “del siglo americano”. En México y buena parte de América Latina, esta influencia norteamericana fue resultado de su fuerza económica combinada con la disminución del contrapeso europeo. La II Guerra y la Guerra Fría simplemente consolidaron este estrechamiento del horizonte mexicano.
Hoy la estructura de poder internacional está en vísperas de una nueva transformación. El nuevo siglo ya no será americano sino que se trata del inicio del mundo posnorteamericano: donde Estados Unidos se mantendrá por un tiempo largo como la mayor potencia, pero ya no más como el centro alrededor del cual se organice y gire el resto del mundo (ver a Faredd Zakaria, The Post American World, Nueva York: Norton, 2008). Está por verse cuán posnorteamericano resultará el mundo para México, cuán dispuesta está su clase dirigente a explorar nuevas posibilidades, o a mantener y ahondar su dependencia de las decisiones norteamericanas.
El modelo que fue.
La visión del régimen priista de la política exterior partió de aceptar lo obvio: que Estados Unidos, por su condición de potencia hegemónica, anulaba las posibilidades de un espacio internacional donde México pudiera actuar con independencia. Era claro que todas las relaciones de México con terceras naciones no podían tener un valor intrínseco, sino que siempre terminaban por ser una relación indirecta con Estados Unidos. Los casos más ilustrativos de ese fenómeno se tienen al examinar la relación de México con países que se encontraron en situación de conflicto con Washington-Guatemala en los 1950, Cuba a partir de los 1960, Chile en la época de Salvador Allende o la Centroamérica en revolución en los 1980.
En todos esos casos, México actuó menos en función del significado intrínseco de los procesos en esos países y mucho más en función de la reacción de Washington en su contra y de la manera en que esa reacción podía afectar la base de la política exterior mexicana, centrada en el principio de la no intervención y la autodeterminación. El valor de estos principios para el nacionalismo autoritario se explica por su carácter de instrumento fundamental de la clase política para no ver disminuidos sus espacios internos de maniobra por la presión norteamericana. Teniendo a la influencia de Estados Unidos como la gran constante y limitante de la relación de México con su entorno exterior, sus movimientos en ese espacio quedaron condicionados por tres factores: a) las circunstancias y coyunturas específicas del sistema internacional, b) los elementos internos de poder —el régimen político, el económico y el desempeño de las instituciones— y c) la voluntad (o falta de) y la estrategia que los dirigentes para confrontar a Estados Unidos.
El concepto clave: la soberanía relativa.
Las debilidades históricas del Estado mexicano y la abrumadora presencia norteamericana han hecho muy evidente el carácter relativo de nuestra soberanía. Ojeda sintetizó muy bien la esencia de ese problema al señalar que “Estados Unidos reconoce y acepta la necesidad de México a disentir de la política norteamericana en todo aquello que le resulte fundamental a México, aunque para los Estados Unidos sea importante, más no fundamental. A cambio de ello, México brinda su cooperación en todo aquello que siendo fundamental o aun importante para los Estados Unidos, no lo es para el país”.
La debilidad de los instrumentos de política exterior. Dos elementos explican, cuando los hubo, los éxitos del priismo clásico en su empeño por sostener una independencia relativa. Por un lado, las bases políticas. La unidad de los principales actores en torno a una presidencia autoritaria y sin contrapesos hicieron que la política exterior se formulara y se pusiera en práctica sin interferencias significativas. Además, ese presidencialismo por ser garantía de estabilidad interna y blindaje contra la “penetración comunista” y estar cubierto por el velo de la formalidad democrática —elecciones sin contenido pero puntuales— cuadró con el interés norteamericano en la Guerra Fría. Para Estados Unidos pocas cosas podían ser más seguras y predecibles que el proceso político mexicano. El fin de la Guerra Fría disparó un cambio en las condiciones que habían hecho que México hubiera logrado una especie de “dispensa” para disentir en asuntos no fundamentales para Washington. Y ya sin la “amenaza comunista”, el gobierno de Estados Unidos, sus medios de difusión e incluso su academia, dejaron de sentirse obligados a sostener la estabilidad autoritaria del sistema político mexicano. Por ello, el levantamiento armado zapatista de enero de 1994, por ejemplo, no desembocó en acciones intervencionistas de Washington, como había sucedido antes en Centroamérica.
Este cambio internacional permitió al gobierno de Carlos Salinas recurrir a una medida tan inesperada como radical: reestructurar a fondo la relación México-Estados Unidos y renunciar al modelo de independencia económica basada en el mercado interno para sustituirlo por el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN).
De la guerra fría al mundo post americano.
Al TLCAN le siguió el cambio de régimen en 2000, caracterizado, entre otras cosas, por gobiernos sin mayoría legislativa y sin acuerdos básicos en torno a las reglas del ejercicio del poder. El consenso autoritario del antiguo régimen fue sustituida por un fuerte disenso que afecta, entre otras cosas, la formulación y ejercicio de la política exterior. En el último decenio del siglo XX el mundo pasó de la bipolaridad norteamericano-soviética a la unipolaridad encabezada por unos Estados Unidos que exudaban confianza en su proyecto. Sin embargo, el nuevo sistema se vio sometido a una dinámica de cambio muy rápido hasta llegar a la actual situación, donde Estados Unidos ya no es el gran organizador de la geopolítica global. Las transformaciones simultáneas en el sistema internacional e interno de México han afectado las formas y el contenido de su política exterior. Para la oposición de izquierda, la búsqueda y mantenimiento de un campo de independencia frente a Estados Unidos se conserva como meta legítima. Sin embargo, ése ya no parece ser el objetivo real del grupo gobernante que pareciera profundizar la asociación con Estados Unidos como la mejor vía para volver a inyectar dinamismo a una economía que desde 1982 tiene un comportamiento mediocre.
Vicente Fox intentó rediseñar la relación con Estados Unidos para consolidar la integración mexicana a la economía del vecino del norte mediante la legalización de un viejo fenómeno: la migración indocumentada de mexicanos a Estados Unidos. A cambio, ofreció adecuar abiertamente su política exterior a las prioridades norteamericanas, empezando por Cuba. Las contradicciones de intereses dentro de Estados Unidos y su prioridad en la lucha contra el terrorismo hicieron que la propuesta mexicana fuera marginada y terminara en un sonado fracaso.
Conclusión.
Los objetivos y medios empleados por México durante la época “clásica” de su autoritarismo le llevaron a conseguir una de las independencias relativas frente a la potencia hegemónica más notables de América Latina. En contraste, la supuesta democracia actual pareciera haber decidido no sostener ya el empeño por apuntalar ese margen de independencia frente a Estados Unidos, como sí lo está haciendo Brasil, por ejemplo.
La oposición de izquierda mantiene como definición de la soberanía —y de su proyecto nacional— la insistencia en una mayor distancia política frente a Estados Unidos. La derecha en el poder actúa para disminuir esa distancia con la potencia vecina, en aras de una mayor integración económica con ella como la vía para hacer más eficiente la estructura productiva. Sólo el tiempo y la actitud —por acción u omisión— de la mayoría decidirá cuál va a ser en el futuro el contenido de la soberanía mexicana. Por ahora navegamos en una amplia ambigüedad que difumina nuestra política exterior y nuestro proyecto nacional.
Kikka Roja
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