11-Jul-2008 Horizonte político José Antonio Crespo
La respuesta que finalmente dio Marcelo Ebrard a la crisis política provocada por el atropello del News Divine —producto de la absurda criminalización de los jóvenes— se aproxima a lo esperado en una democracia: hubo rendición de cuentas de altos funcionarios que, de acuerdo con la Comisión capitalina de Derechos Humanos, resultaron éticamente responsables (lo que genera una sanción política, mas no penal). La norma en México es que los gobernantes protegen a sus colaboradores, aun si éstos tienen demostrada responsabilidad en un acto de corrupción, violación a los derechos humanos o algún otro tipo de abuso de poder. En casos escandalosos, cuando más, se llama a cuentas a funcionarios menores, para así salvar la cara, como sucedió en el Estado de México en torno a la brutalidad de Atenco. En otros casos simplemente “les vale wilson” lo que piense la opinión pública. Ahí están, quitados de la pena, los Mario Marín, los Ulises Ruiz, los Vicente Guerrero, sólo por mencionar a los más recientes. Y en otras ocasiones incluso se premia a quienes violan derechos humanos, como sucedió con los agentes federales que participaron también en el violento operativo de Atenco, gratificados por Eduardo Medina-Mora, entonces secretario de Seguridad Pública. Nadie sugirió, ni de lejos, la renuncia de ese funcionario cuando avaló esos abusos premiando a los perpetradores. Podemos suponer que, en un primer momento, Ebrard se resistió a sacrificar a sus colaboradores, en particular a Joel Ortega, cercano a él política y personalmente, además de haber demostrado eficacia por años. Y el colmo fue la autoinvestigación hecha por la Procuraduría capitalina en la cual, evidentemente, se exime a sí misma. Eso de ser juez y parte es una aberración antidemocrática, todavía habitual en México. Muchos se quejan de que los funcionarios removidos no hubieran presentado ellos mismos su renuncia o que Ebrard de inmediato no los hubiera cesado. Eso puede suceder en Japón, pero es mucho pedir en el país de la impunidad. Desde luego, cuando los gobernantes deciden llamar a cuentas a sus colaboradores, suele deberse menos a sus convicciones democráticas que a la presión de la opinión pública y el consecuente costo político de optar por la impunidad. Pero no restemos reconocimiento a Ebrard: el comportamiento adecuado a la democracia podrá no ser fruto de convicciones o de compromiso personal al menos no es esa la norma aquí—, pero sí de las circunstancias políticas y de la sensibilidad para comprenderlas adecuadamente. Pues hay muchos gobernantes —en México predominan— que aun en tales condiciones simplemente hacen oídos sordos ante la demanda popular de justicia. Lo que con realismo podemos esperar de nuestros gobernantes no es tanto una plena personalidad democrática —si es que eso existe—, sino, al menos, la inteligencia y la sensibilidad para responder a las demandas ciudadanas ante el abuso y la injusticia. Para lo cual ayudan mucho la fuerza de las instituciones y la opinión pública, que precisamente obligan a los gobernantes a rendir cuentas (o llamar a cuentas a sus colaboradores), lo que eleva significativamente el costo de no hacerlo. De ahí que la decisión de Ebrard podría constituir un precedente, al menos en la capital, donde abusos y negligencias generen consecuencias políticas a los responsables. Nada garantiza que así sea, pues también el olvido y los retrocesos resultan parte de nuestra cultura política. De cualquier modo, en otras entidades, y a nivel federal —donde prevalece la impunidad—, tendremos que seguir esperando para ver algo semejante. Tampoco debemos mostrarnos satisfechos, pues, como el operativo en el Divine reflejó la putrefacción del sistema de seguridad, el cambio prometido debe ser radical y eficaz. Lo que no se ve fácil. ¿Podremos tener un cuerpo policial que en verdad rompa con los ancestrales vicios de corrupción, extorsión ciudadana y violaciones a los derechos humanos? ¿La nueva estructura no caerá rápidamente de nuevo en esas tentaciones? En esto es inevitable mostrar un razonable escepticismo. En todo caso, se trata de un reto y una oportunidad para el jefe del Gobierno capitalino. Debe destacarse igualmente el desempeño y la autonomía de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, algo a lo que tampoco estamos acostumbrados. En otros estados vemos algunas comisiones dignas y otras que están subordinadas por completo al gobierno respectivo. Y a nivel nacional, si bien es cierto que en ocasiones vemos informes y recomendaciones a la altura, en otras hemos testificado malabarismos retóricos, turbiedad y encubrimiento, como claramente fue el caso de Zongolica. En el desenlace político de esta tragedia mucho contó la atención que los medios le prestaron y la fuerte presión que ejercieron. Enhorabuena. Es parte de la función que los medios pueden y deben cumplir en la exigencia de rendición democrática de cuentas. Alexis de Tocqueville, esmerado estudioso de la democracia estadunidense, decía sobre la prensa: “Es ella la que, con ojo siempre vigilante, pone sin cesar al descubierto los secretos resortes de la política y obliga a los hombres públicos a comparecer ante el tribunal de la opinión”. Me temo, sin embargo, que dicha presión en parte fue motivada por el signo partidista del gobierno involucrado, pues en casos semejantes de otros estados o del gobierno federal no hemos visto esa misma intensidad. Ojalá los medios hagan a un lado sus propios partidarismos y compromisos políticos, promoviendo en cambio la rendición de cuentas como principio universal y no particularizado, poniendo como prioridad a las víctimas de los abusos, cualquiera que sea la bandería del perpetrador. Sería sumamente sano para nuestra vida pública y maltrecha democracia. |
Kikka Roja
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