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De modo un tanto irónico llega a una cartelera comercial plagada de productos chatarra una estupenda cinta de animación (con el sello de garantía de Pixar Studios –Buscando a Nemo, Ratatouille), sobre la devastación del planeta Tierra convertido en un inmenso depósito de chatarra. En el año 2775, sobre la superficie de este mundo sobrevive un robot de forma cuadrada; con dos pantallas que simulan órbitas de ojos muy expresivos; alimentado por energía solar; provisto de sentimientos, cuyo gusto de atesorar objetos domésticos abandonados siglos atrás y ver incansablemente un video de la película Hello Dolly se complementa con el placer de hacerse acompañar por una cucaracha, el insecto indestructible por excelencia. Su nombre es Wall-E, acrónimo de su ocupación de recolector de desperdicios en el planeta Tierra (Waste Allocation Load Lifter-Class Earth). A primera vista, los rascacielos semejan las ruinas de una ciudad devastada por una explosión nuclear; de cerca, se trata en realidad de inmensos montículos de chatarra comprimida que, se supone, robots como Wall–E han venido acumulando desde el día de la catástrofe provocada por un poder imperial, particularmente idiota, 600 años atrás, en el siglo XXII. Los humanos tuvieron que emigrar en aquel entonces al espacio sideral y ahora viven en inmensas colonias espaciales, como la nave Axioma, cuyo interior semeja a un centro comercial gigantesco, paraíso del consumo masivo; su nombre, apropiado, es Buy and Large.
Wall-E, la creación más reciente de Andrew Stanton, guionista, director y cofundador de la compañía Pixar, es una elaboración muy ingeniosa de un relato de anticipación trasladado al mundo animado. Los diálogos son tan escasos que en realidad poco importa ver la cinta en versión original o doblada; su acierto mayor es conferir a un robot de aspecto anticuado y cercano a la escoria de metal los gestos y actitudes suficientes para expresar una gama muy variada de estados de ánimo, entre ellos, su metálica y chirriante euforia por Eva robot –estilizado y muy femenino, llegado de Axioma– del cual se enamora y a quien acompaña hasta la estación lejana para llevar la prueba (una planta que crece en un zapato viejo), de que aún es posible recrear vida vegetal en el planeta Tierra. La cinta está dividida en dos partes, la notable descripción de la diaria rutina chaplinesca de Wall-E, vagabundo entre los escombros oxidados, con su encuentro con Eva y su ballet mecánico de cortejo amoroso, y las secuencias fársicas que muestran a los sobrevivientes humanos en la estación espacial. Aquí la descripción del lugar alcanza niveles cercanos a la sátira: después de hivernar por varios siglos en el espacio, la raza humana ha adquirido un aspecto invariablemente obeso; la sociedad de consumo resuelve todos sus problemas y satisface el menor capricho de los habitantes, reduciéndolos a un estado de pasividad y pereza absolutas. Andrew Stanton vuelve a elaborar, ahora en el espacio, la imagen de la chatarra mostrando la cantidad de alimentos basura que ingieren con avidez los hombres hasta alcanzar la saturación y el consiguiente letargo. Axioma representa un centro gigantesco de megacompras, donde toda propuesta comercial tiene vocación avasalladora. Es la metrópolis de la obesidad y de la gula. Siete siglos después de nuestra era, pero a la vez tan inmediata en sus referencias culturales. Los seres humanos han delegado toda actividad física en los robots y viven pegados a sus pantallas transportables, el edén soñado por los monopolios audiovisuales: los anuncios publicitarios son hologramas enormes, y todo se resuelve en un circuito de alta tecnología donde lo que menos importa es la comunicación real y el contacto humano. Cuando los hologramas han remplazado al anonimato del chat, una joven admite desencantada: “Cada holocita termina en un desastre virtual”. Hay en Wall-E una mezcla muy lograda de lirismo y comicidad, de nostalgia por el tipo de romanticismo que vive la pareja de robots, con su propósito de humanizar nuevamente al planeta Tierra, y de juego irónico frente a los seres consumidores de comida chatarra que alguna vez convirtieron su planeta y su propio organismo en un gran depósito de chatarra. Hay por supuesto un mensaje ecológico tal vez muy obvio, presentado, sin embargo, con la gracia y el ingenio de quienes al fin han hecho del cine de animación una forma inteligente de entretenimiento.
Wall-E, la creación más reciente de Andrew Stanton, guionista, director y cofundador de la compañía Pixar, es una elaboración muy ingeniosa de un relato de anticipación trasladado al mundo animado. Los diálogos son tan escasos que en realidad poco importa ver la cinta en versión original o doblada; su acierto mayor es conferir a un robot de aspecto anticuado y cercano a la escoria de metal los gestos y actitudes suficientes para expresar una gama muy variada de estados de ánimo, entre ellos, su metálica y chirriante euforia por Eva robot –estilizado y muy femenino, llegado de Axioma– del cual se enamora y a quien acompaña hasta la estación lejana para llevar la prueba (una planta que crece en un zapato viejo), de que aún es posible recrear vida vegetal en el planeta Tierra. La cinta está dividida en dos partes, la notable descripción de la diaria rutina chaplinesca de Wall-E, vagabundo entre los escombros oxidados, con su encuentro con Eva y su ballet mecánico de cortejo amoroso, y las secuencias fársicas que muestran a los sobrevivientes humanos en la estación espacial. Aquí la descripción del lugar alcanza niveles cercanos a la sátira: después de hivernar por varios siglos en el espacio, la raza humana ha adquirido un aspecto invariablemente obeso; la sociedad de consumo resuelve todos sus problemas y satisface el menor capricho de los habitantes, reduciéndolos a un estado de pasividad y pereza absolutas. Andrew Stanton vuelve a elaborar, ahora en el espacio, la imagen de la chatarra mostrando la cantidad de alimentos basura que ingieren con avidez los hombres hasta alcanzar la saturación y el consiguiente letargo. Axioma representa un centro gigantesco de megacompras, donde toda propuesta comercial tiene vocación avasalladora. Es la metrópolis de la obesidad y de la gula. Siete siglos después de nuestra era, pero a la vez tan inmediata en sus referencias culturales. Los seres humanos han delegado toda actividad física en los robots y viven pegados a sus pantallas transportables, el edén soñado por los monopolios audiovisuales: los anuncios publicitarios son hologramas enormes, y todo se resuelve en un circuito de alta tecnología donde lo que menos importa es la comunicación real y el contacto humano. Cuando los hologramas han remplazado al anonimato del chat, una joven admite desencantada: “Cada holocita termina en un desastre virtual”. Hay en Wall-E una mezcla muy lograda de lirismo y comicidad, de nostalgia por el tipo de romanticismo que vive la pareja de robots, con su propósito de humanizar nuevamente al planeta Tierra, y de juego irónico frente a los seres consumidores de comida chatarra que alguna vez convirtieron su planeta y su propio organismo en un gran depósito de chatarra. Hay por supuesto un mensaje ecológico tal vez muy obvio, presentado, sin embargo, con la gracia y el ingenio de quienes al fin han hecho del cine de animación una forma inteligente de entretenimiento.
Kikka Roja
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