jenaro villamil
MÉXICO, D.F., 16 de septiembre (apro).- El atentado en la plaza de Melchor Ocampo, en Morelia, con siete muertos y más de 100 heridos, la mitad en estado de gravedad, es un punto de quiebre en esta guerra de sombras y de sangre contra el crimen organizado que se demuestra ya como una cabeza de hidra.
Ya no se trata sólo de “narcoejecuciones” al estilo mafioso que ha dominado en ciudades como Ciudad Juárez; tampoco de ajusticiamientos a mansalva, como las 12 personas degolladas en Yucatán; los pobladores masacrados en Creel, Chihuahua, por la “confusión” de una banda de pistoleros, o la matanza de 24 hombres humildes, arrojados en un paraje de La Marquesa, para que cada quien derive los mensajes más siniestros de uno de los hallazgos más inquietantes de estos últimos meses.
Las bombas arrojadas en Michoacán constituyen un mensaje brutal a toda la población mexicana: ya nadie está a salvo en esta orgía de matanzas, de exhibicionismo violento, de falta completa de respeto a la vida humana que los narcotraficantes y sus sicarios demuestran todos los días.
Es un acto terrorista no contra el Estado, contra los cuerpos policiacos y militares o contra bandas adversarias. Se trata de una masacre en contra de la población civil que, sin deberla ni temerla, resulta ahora la más afectada de una guerra que claramente están perdiendo las autoridades.
Es un acto para atemorizar y paralizar a la sociedad. Es el ingreso pleno a la etapa del narcoterrorismo que en Colombia demostró sus terribles consecuencias.
Las autoridades michoacanas han reconocido que antes de la ceremonia del Grito de Independencia recibieron amenazas de atentados en poblaciones como Huetamo o el puerto de Lázaro Cárdenas, pero admitieron también que nunca se esperaron un atentado en la plaza pública, en medio de una de las ceremonias con mayor tradición en el imaginario cívico mexicano.
Es una guerra ahora contra los ciudadanos, que se convierten en parte de una escenografía sangrienta para la cual no existe solución pronta ni victoria fácil. En buena medida, las autoridades federales y estatales de todo el país son responsables no sólo por omisión, sino por su absoluta descoordinación para frenar el caldo de cultivo de la impunidad que ha generado que lleguemos a esta fase del “narco-Estado”.
El atentado corona la peor temporada en la historia reciente de la lucha contra el crimen. Es un punto de quiebre, porque ahora se suma al temor del empresariado y de las clases privilegiadas ante la ola de secuestros, la vulnerabilidad generalizada ante una cabeza de hidra que ya demostró su peor rostro.
Ya no se trata sólo de “narcoejecuciones” al estilo mafioso que ha dominado en ciudades como Ciudad Juárez; tampoco de ajusticiamientos a mansalva, como las 12 personas degolladas en Yucatán; los pobladores masacrados en Creel, Chihuahua, por la “confusión” de una banda de pistoleros, o la matanza de 24 hombres humildes, arrojados en un paraje de La Marquesa, para que cada quien derive los mensajes más siniestros de uno de los hallazgos más inquietantes de estos últimos meses.
Las bombas arrojadas en Michoacán constituyen un mensaje brutal a toda la población mexicana: ya nadie está a salvo en esta orgía de matanzas, de exhibicionismo violento, de falta completa de respeto a la vida humana que los narcotraficantes y sus sicarios demuestran todos los días.
Es un acto terrorista no contra el Estado, contra los cuerpos policiacos y militares o contra bandas adversarias. Se trata de una masacre en contra de la población civil que, sin deberla ni temerla, resulta ahora la más afectada de una guerra que claramente están perdiendo las autoridades.
Es un acto para atemorizar y paralizar a la sociedad. Es el ingreso pleno a la etapa del narcoterrorismo que en Colombia demostró sus terribles consecuencias.
Las autoridades michoacanas han reconocido que antes de la ceremonia del Grito de Independencia recibieron amenazas de atentados en poblaciones como Huetamo o el puerto de Lázaro Cárdenas, pero admitieron también que nunca se esperaron un atentado en la plaza pública, en medio de una de las ceremonias con mayor tradición en el imaginario cívico mexicano.
Es una guerra ahora contra los ciudadanos, que se convierten en parte de una escenografía sangrienta para la cual no existe solución pronta ni victoria fácil. En buena medida, las autoridades federales y estatales de todo el país son responsables no sólo por omisión, sino por su absoluta descoordinación para frenar el caldo de cultivo de la impunidad que ha generado que lleguemos a esta fase del “narco-Estado”.
El atentado corona la peor temporada en la historia reciente de la lucha contra el crimen. Es un punto de quiebre, porque ahora se suma al temor del empresariado y de las clases privilegiadas ante la ola de secuestros, la vulnerabilidad generalizada ante una cabeza de hidra que ya demostró su peor rostro.
jenarovi@yahoo.com.mx
Kikka Roja
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