La SCJN ante Atenco: trascendencia de un fallo
Durante el segundo día de discusiones en torno a los atropellos cometidos por elementos de la fuerza pública en San Salvador Atenco en mayo de 2006, los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) manifestaron posturas encontradas en torno a la responsabilidad de las autoridades políticas y de los mandos policiales en esos sucesos: por un lado, el ministro Genaro Góngora señaló que los operativos policiacos realizados en la localidad mexiquense obedecieron a una venganza, una acción premeditada de las autoridades federales y estatales, que constituyeron actos de represión con los que se pretendió “imponer una pena ejemplificativa, dejar un mensaje claro para todos aquellos que retan a la autoridad”; en contraste, Sergio Valls y Mariano Azuela, si bien admitieron que hubo violaciones a las garantías individuales –como establece el dictamen elaborado por el magistrado José de Jesús Gudiño–, justificaron el uso de la fuerza durante los desalojos; por su parte, Salvador Aguirre Anguiano negó que se haya demostrado la existencia de un plan para atentar contra los atenquenses, e incluso señaló que, lejos de afectar la forma de vida de la comunidad, la represión gubernamental dejó “muy contentos (a) los ciudadanos de Atenco”, pues “les ha permitido vivir con mayor tranquilidad”. Significativamente, el propio Aguirre Anguiano había manifestado, el pasado lunes, su animadversión hacia este tipo de investigaciones y discusiones, por considerarlas “tóxicas” para la institución a la que pertenece.
La división en el seno del máximo tribunal es preocupante por cuanto pudiera prefigurar un fallo judicial que, lejos de contribuir al esclarecimiento cabal del caso Atenco y de poner fin a la impunidad que ha prevalecido en todo este tiempo, cancelaría la posibilidad de investigar a los posibles responsables políticos e intelectuales de los atropellos policiales ocurridos hace casi tres años.
En ese sentido, declaraciones como las de los ministros Valls, Azuela y Aguirre parecieran obedecer a un empeño por eximir de toda pesquisa a personajes que, como el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, y el procurador general de la República, Eduardo Medina Mora –dos connotados integrantes de la alianza política de facto que gobierna el país–, detentaban, en mayo de 2006, posiciones de poder en las que cabe presumir alguna responsabilidad por los hechos y quienes, por esa sencilla razón, y así fuera para limpiar sus respectivas trayectorias, deben ser investigados.
Una absolución a priori de estos y otros funcionarios (como Wilfrido Robledo y Abel Villicaña, ex titulares de la Agencia de Seguridad Pública y de la Procuraduría de Justicia mexiquenses, respectivamente) significaría una claudicación inaceptable del estado de derecho y una alarmante demostración de incapacidad de las instituciones del Estado para corregir por sí mismas los excesos autoritarios. Dicha perspectiva implicaría, por añadidura, un golpe catastrófico a la de por sí menguada credibilidad del sistema judicial en su conjunto, y de la SCJN en particular; el prestigio de esa instancia, cabe recordarlo, está afectado por el vergonzoso fallo de finales de noviembre de 2007, cuando los ministros Ortiz Mayagoitia, Valls, Aguirre Anguiano, Azuela, Sánchez Cordero y Luna Ramos desecharon, en votación mayoritaria, los elementos que probaban la participación del gobernador poblano, Mario Marín, en una conjura para violar los derechos humanos de la informadora Lydia Cacho, y de esa forma dieron protección de segunda instancia a la trama de pederastia y explotación de menores que había sido denunciada por la periodista y que le valió una persecución injustificada por parte de Marín y de sus amigos.
Si la SCJN persiste, en esta ocasión, en la vía del encubrimiento a miembros prominentes del grupo en el poder, se ratificará, a ojos de la opinión pública, su condición de instancia gestora de complicidades y de intercambios de favores entre gobernadores priístas y funcionarios panistas y, por añadidura, pondrá en entredicho la vigencia del principio de separación de poderes.
Es necesario, en suma, que los ministros del principal órgano judicial del país entiendan la magnitud y la importancia de su decisión de cara a la majestad de las instituciones y que, en consecuencia, no se dejen influenciar ni presionar por los intereses políticos; no hay estado de derecho cuando posibles responsables de abusos graves son exonerados de cualquier averiguación, en razón de su encumbramiento en el poder público, por instancias cuya obligación es hacer valer la ley.
La división en el seno del máximo tribunal es preocupante por cuanto pudiera prefigurar un fallo judicial que, lejos de contribuir al esclarecimiento cabal del caso Atenco y de poner fin a la impunidad que ha prevalecido en todo este tiempo, cancelaría la posibilidad de investigar a los posibles responsables políticos e intelectuales de los atropellos policiales ocurridos hace casi tres años.
En ese sentido, declaraciones como las de los ministros Valls, Azuela y Aguirre parecieran obedecer a un empeño por eximir de toda pesquisa a personajes que, como el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, y el procurador general de la República, Eduardo Medina Mora –dos connotados integrantes de la alianza política de facto que gobierna el país–, detentaban, en mayo de 2006, posiciones de poder en las que cabe presumir alguna responsabilidad por los hechos y quienes, por esa sencilla razón, y así fuera para limpiar sus respectivas trayectorias, deben ser investigados.
Una absolución a priori de estos y otros funcionarios (como Wilfrido Robledo y Abel Villicaña, ex titulares de la Agencia de Seguridad Pública y de la Procuraduría de Justicia mexiquenses, respectivamente) significaría una claudicación inaceptable del estado de derecho y una alarmante demostración de incapacidad de las instituciones del Estado para corregir por sí mismas los excesos autoritarios. Dicha perspectiva implicaría, por añadidura, un golpe catastrófico a la de por sí menguada credibilidad del sistema judicial en su conjunto, y de la SCJN en particular; el prestigio de esa instancia, cabe recordarlo, está afectado por el vergonzoso fallo de finales de noviembre de 2007, cuando los ministros Ortiz Mayagoitia, Valls, Aguirre Anguiano, Azuela, Sánchez Cordero y Luna Ramos desecharon, en votación mayoritaria, los elementos que probaban la participación del gobernador poblano, Mario Marín, en una conjura para violar los derechos humanos de la informadora Lydia Cacho, y de esa forma dieron protección de segunda instancia a la trama de pederastia y explotación de menores que había sido denunciada por la periodista y que le valió una persecución injustificada por parte de Marín y de sus amigos.
Si la SCJN persiste, en esta ocasión, en la vía del encubrimiento a miembros prominentes del grupo en el poder, se ratificará, a ojos de la opinión pública, su condición de instancia gestora de complicidades y de intercambios de favores entre gobernadores priístas y funcionarios panistas y, por añadidura, pondrá en entredicho la vigencia del principio de separación de poderes.
Es necesario, en suma, que los ministros del principal órgano judicial del país entiendan la magnitud y la importancia de su decisión de cara a la majestad de las instituciones y que, en consecuencia, no se dejen influenciar ni presionar por los intereses políticos; no hay estado de derecho cuando posibles responsables de abusos graves son exonerados de cualquier averiguación, en razón de su encumbramiento en el poder público, por instancias cuya obligación es hacer valer la ley.
kikka-roja.blogspot.com/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Comentarios. HOLA! deja tu mensaje ...