Las primeras damas
31 de mayo de 2009
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Una verdad de Perogrullo es que los medios no sólo hacen que la gente se informe, sino que también sirven para influir en las ideas y formar opinión. Pocas veces tenemos un ejemplo tan claro de esto como el que está sucediendo con la esposa del presidente de Estados Unidos.
La señora Michelle Obama se ha convertido en el personaje favorito de revistas y programas de televisión, para depositar en ella la idea que los estadounidenses tienen de lo que son y, sobre todo, de lo que quieren ser.
Pero eso que son y desean resulta ser, parafraseando a Rulfo, una contradicción viva.
Porque por una parte se consideran modernos, republicanos y democráticos, pero por otra adoran lo tradicional y recurren a ello cuando pueden. Entonces, aunque se ha dicho hasta el cansancio que Barack Obama significa para los estadounidenses y para el mundo una gran esperanza para el cambio, de su esposa lo que se espera es que sea totalmente tradicional: que abandone todo para estar junto a él, que dedique su tiempo a decorar su nuevo hogar, organizar fiestas y reuniones sociales y vestirse muy bien.
Si algo le han festejado a la señora es eso, como si les produjera más orgullo a sus conciudadanos la forma como luce un vestido que sus credenciales, que no son pocas: graduada de Princeton y Harvard, abogada con experiencia en servicios públicos, ayudante del alcalde de Chicago y vicepresidenta del hospital de la universidad de esa ciudad, cargo al que renunció cuando su marido decidió lanzarse a la campaña por la Presidencia.
Esto viene a cuento porque algo similar sucede con nuestra Margarita Zavala, aunque muy al modo mexicano, exactamente al revés.
La esposa del presidente Calderón no está en los medios y su perfil público es tan bajo, que parecería como si no existiera. Y sin embargo, ella también es abogada y también tiene excelentes credenciales: llegó a ser directora jurídica y secretaria de Participación Política de la Mujer en el PAN, diputada local y federal, subcoordinadora de la comisión de política social y participó en la lucha por las cuotas con la cual se logró que por lo menos 30% de los espacios políticos fueran para las mujeres.
Pero igual que la señora Obama, cuando Felipe Calderón se convirtió en el candidato a la Presidencia, pidió licencia y se dedicó a acompañarlo y apoyarlo. A la periodista Katia D’Artigues le dijo: “Muchas cosas fueron y serán en función de la carrera política de él”.
Total que en un caso porque del mandatario se espera el cambio y en otro caso porque de él no se espera, en uno porque llegó con gran legitimidad a la Presidencia y en otro por lo contrario, pero de las esposas se espera lo mismo: el sacrificio de sus propias carreras, el hacerse de lado, el sonreír, el no meterse. O sea, se espera que no cambie en nada el papel tradicional de la mujer.
Y ellas mismas parecen apostar a esto. Cuando Michelle Obama quiso descalificar a Hillary Clinton como candidata, usó un argumento típico de la derecha: que quien no puede dirigir su propio hogar no puede dirigir la Casa Blanca. Margarita Zavala ha dicho algo parecido: que “quien cumple en la vida privada también cumple en la vida pública” y que “la tranquilidad del hogar presidencial es la tranquilidad de la nación”.
Sin embargo, no es así. En el caso de Hillary, ella misma se encargó de desenmascarar que el escándalo que se armó por los enredos extramaritales de su marido tenía fines políticos. Y en el caso de Margarita, la situación del país hace que su frase deba leerse exactamente al contrario: que cuando la nación esté tranquila, también lo estarán los hogares.
A Michelle y a Margarita como antes a Eva Perón, Hillary Clinton, Cherry Blair y Danielle Mitterrand, se les impide que sean lo que son y se les exige ser las esposas bien portadas que hacen lo que conviene y sirve al marido, y que cuando se trata de opinar sobre algo (incluso de lo que saben muy bien) respondan como hace la señora Calderón: “Eso tendría que preguntárselo al Presidente”.
La señora Michelle Obama se ha convertido en el personaje favorito de revistas y programas de televisión, para depositar en ella la idea que los estadounidenses tienen de lo que son y, sobre todo, de lo que quieren ser.
Pero eso que son y desean resulta ser, parafraseando a Rulfo, una contradicción viva.
Porque por una parte se consideran modernos, republicanos y democráticos, pero por otra adoran lo tradicional y recurren a ello cuando pueden. Entonces, aunque se ha dicho hasta el cansancio que Barack Obama significa para los estadounidenses y para el mundo una gran esperanza para el cambio, de su esposa lo que se espera es que sea totalmente tradicional: que abandone todo para estar junto a él, que dedique su tiempo a decorar su nuevo hogar, organizar fiestas y reuniones sociales y vestirse muy bien.
Si algo le han festejado a la señora es eso, como si les produjera más orgullo a sus conciudadanos la forma como luce un vestido que sus credenciales, que no son pocas: graduada de Princeton y Harvard, abogada con experiencia en servicios públicos, ayudante del alcalde de Chicago y vicepresidenta del hospital de la universidad de esa ciudad, cargo al que renunció cuando su marido decidió lanzarse a la campaña por la Presidencia.
Esto viene a cuento porque algo similar sucede con nuestra Margarita Zavala, aunque muy al modo mexicano, exactamente al revés.
La esposa del presidente Calderón no está en los medios y su perfil público es tan bajo, que parecería como si no existiera. Y sin embargo, ella también es abogada y también tiene excelentes credenciales: llegó a ser directora jurídica y secretaria de Participación Política de la Mujer en el PAN, diputada local y federal, subcoordinadora de la comisión de política social y participó en la lucha por las cuotas con la cual se logró que por lo menos 30% de los espacios políticos fueran para las mujeres.
Pero igual que la señora Obama, cuando Felipe Calderón se convirtió en el candidato a la Presidencia, pidió licencia y se dedicó a acompañarlo y apoyarlo. A la periodista Katia D’Artigues le dijo: “Muchas cosas fueron y serán en función de la carrera política de él”.
Total que en un caso porque del mandatario se espera el cambio y en otro caso porque de él no se espera, en uno porque llegó con gran legitimidad a la Presidencia y en otro por lo contrario, pero de las esposas se espera lo mismo: el sacrificio de sus propias carreras, el hacerse de lado, el sonreír, el no meterse. O sea, se espera que no cambie en nada el papel tradicional de la mujer.
Y ellas mismas parecen apostar a esto. Cuando Michelle Obama quiso descalificar a Hillary Clinton como candidata, usó un argumento típico de la derecha: que quien no puede dirigir su propio hogar no puede dirigir la Casa Blanca. Margarita Zavala ha dicho algo parecido: que “quien cumple en la vida privada también cumple en la vida pública” y que “la tranquilidad del hogar presidencial es la tranquilidad de la nación”.
Sin embargo, no es así. En el caso de Hillary, ella misma se encargó de desenmascarar que el escándalo que se armó por los enredos extramaritales de su marido tenía fines políticos. Y en el caso de Margarita, la situación del país hace que su frase deba leerse exactamente al contrario: que cuando la nación esté tranquila, también lo estarán los hogares.
A Michelle y a Margarita como antes a Eva Perón, Hillary Clinton, Cherry Blair y Danielle Mitterrand, se les impide que sean lo que son y se les exige ser las esposas bien portadas que hacen lo que conviene y sirve al marido, y que cuando se trata de opinar sobre algo (incluso de lo que saben muy bien) respondan como hace la señora Calderón: “Eso tendría que preguntárselo al Presidente”.
Triste papel para ellas y lamentable desperdicio para nosotros.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
kikka-roja.blogspot.com/
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