Enrique Dussel*
Desde el más alto nivel del Estado mexicano se ha expresado que, ante la decisión política de dejar sin trabajo a 44 mil empleados del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), se tiene sin embargo absolutamente conciencia tranquila (La Jornada, 14.10.2009). Desearía reflexionar sobre dicho enunciado desde un punto de vista preciso y estrictamente ético, y muy especialmente porque el funcionario se presenta públicamente como cristiano (y por ello nos viene a la memoria el siguiente texto de un conocido pensador alemán, cuando escribe que la crítica está en su perfecto derecho cuando obliga al Estado o al que “profesa la Biblia como su doctrina en oponerle [a su decisión] las palabras de la Sagrada Escritura, [porque] cae en una dolorosa contradicción […] cuando se enfrenta con aquellas máximas del Evangelio que no sólo no acata, sino que no puede tampoco acatar”1). Mi reflexión se dirige entonces a un amplio público, sean ciudadanos que adoptan posiciones de derecha o de izquierda, aunque argumento principalmente para aquellos que opinan que en política hay principios normativos.
En primer lugar, el corto enunciado habla de absolutamente, o en absoluto. Desde ya debemos indicar que ninguna decisión práctica o política puede ser absoluta en el sentido de cierta. Es decir, la finitud humana y la complejidad prácticamente infinita de toda decisión concreta política impide como un imposible afirmar que sea absolutamente cierta (y ni siquiera puede ser cierta, a la manera de una conclusión matemática, y no porque sea insuficiente o errada sino, simplemente, por su imponderable complejidad). Toda decisión práctica, ética, política por ello puede ser, en el mejor de los casos, efectuada con pretensión de justicia. La palabra pretensión (claim, en inglés; Anspruch, en alemán, y tal como lo ha expuesto K.O. Apel o J. Habemas) indica exactamente que la verdad de los juicios o decisiones prácticas pueden, cuando son honestas, cumplir con las exigencias o los principios estipulados por la moral, pero que nunca pueden alcanzar el grado de certeza de algunas explicaciones científicas (que de todas maneras son falsables), de una verdad inapelable. Si alguien demuestra razonablemente lo contrario de lo decidido con pretensión de justicia, el justo debe corregir el juicio ante el mejor argumento, y permanece por ello en la pretensión de justicia (pero sabiendo que a corto o largo plazo puede demostrarse nuevamente la injusticia de la misma corrección)2. La Biblia, que el mandatario afirma como cristiano como su doctrina, recuerda que el justo peca siete veces por día. Y es justo, porque sabe de su finitud y reconoce con conciencia su pecado cuando se lo reprochan justamente. El injusto, en cambio, no peca nunca, porque tiene ceguera valorativa (diría Max Scheler) ante el efecto negativo de su acto injusto. Es entonces desmesurado y falso que una conciencia pueda estar absolutamente tranquila, o está indicando, simplemente, que no se tiene conciencia moral de lo que se hace, y se dice.
En segundo lugar, la conciencia de la que se habla no es conciencia cognitiva (en alemán Bewusstsein), sino conciencia moral (Gewissen). Los griegos la desconocieron; los egipcios desde hace 45 siglos la describieron en el mito de Osiris, que era un dios que conocía todos los actos humanos, aun los más secretos, y que en el día del juicio final –parte del mito egipcio después recibido por judíos, cristianos y musulmanes–, recordaba a cada uno las injusticias cometidas en su vida3. El actor egipcio de un acto se veía visto por el dios (era ya la conciencia moral que juzga el acto, que lo recrimina o aprueba). La conciencia moral para Tomás de Aquino era una facultad de la razón práctica que aplicaba (applicatio, en latín) los principios universales éticos al caso concreto que la decisión elige (una elección querida y un querer juzgado, decía el Aquinate). Freud le denominó el Super-yo (Ueber-Ich), que remuerde como culpabilidad (que cuando es patológica hay que superarla, pero cuando es justa hay que tenerla en consideración; perder toda culpabilidad puede ser efecto de una insensibilidad moral propia de los cínicos, en su sentido cotidiano). De manera que la conciencia moral puede considerar positiva o meritoriamente una decisión o un acto, o puede reprochar culpablemente un acto injusto.
En ambos casos, sin embargo, nunca se tiene absoluta tranquilidad; es decir, nunca nadie puede estar seguro, tranquilo de la bondad del acto realizado, de que sea ética y objetivamente verdadero (con verdad práctica), ya que por naturaleza toda decisión moral o política es incierta (por la finitud humana, y por la complejidad de las situaciones concretas, complejas). Hasta un Francisco de Asís (tan ponderado por el pensador marxista Antonio Negri, que termina su libro Imperio hablando de aquel ejemplar cristiano medieval, amante de los pobres y siendo él mismo heroicamente pobre) en su lecho de muerte estaba atormentado (nada tranquilo entonces) imaginando el juicio final y temiendo por todas las faltas cometidas en su vida ante su conciencia moral sensible y exigente que se había formado. Nadie puede ante una decisión en la que 44 mil personas pierden su empleo, parte de su vida, no estar animado de un profundo temor y temblor, como diría S. Kierkegaard, el gran pensador danés. Alguien, como Agamenón, el rey que se lanza a la conquista de Troya, se angustia ante el designio trágico griego de tener que inmolar a su hija Ifigenia, que el destino tremendo le obligaba. Pero el mismo Agamenón no tenía la conciencia tranquila al cumplir la voluntad de los dioses, sino que lloraba y gemía por la responsabilidad que afrontaba irremediablemente por ser rey, más allá de su deseo y de su amor paterno por su hija (¿No debería amar con amor de padre a sus hijos el representante que sabe que ha sido elegido para cumplir con la satisfacción de las necesidades de su pueblo, es decir, de los 44 mil miembros del SME?). Aún en el caso que debiera hacerlo hubo de medir sus palabras para que la frialdad de su conciencia no se manifestara en público con la dureza del acero del victimario (y no del amor de Abraham, que no mató a su hijo Isaac, aunque así no cumplía la ley de los semitas que le obligaba, como a Agamenón, a inmolar a su primogénito). ¡Cuánta distancia entre el Abraham de la Biblia que por amor a su hijo no cumplió la ley que le mandaba inmolarlo, al Agamenón que por amor a la ley mató a su hija pero gimiendo y llorando, y a nuestro presente ingrato cuando se deja sin trabajo a ciudadanos con conciencia tranquila! Es la futilidad del mal de la que habla Hannah Arendt, en referencia a la insensibilidad ante sus víctimas de aquel militar alemán que asesinó tantos judíos mostrando indiferencia cuando fue juzgado en Jerusalén.
El que se presenta como cristiano y contradice la Biblia escandaliza. Y dice el fundador del cristianismo (que al menos para el cristiano debe tener sentido): “Y al que escandalice a uno de esos pequeños […] sería mejor que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo echaran al mar” (Marcos 9, 41). ¡Ciertamente, duras palabras!
Escribo esto con el espíritu respetuoso tal como lo hacía Bartolomé de Las Casas, que indicaba al Emperador Carlos V que corría peligro su persona en el día del Juicio (que para el cristiano tiene sentido) por las injusticias que había cometido con los indígenas americanos; porque “para que una enajenación pueda ser legítima –escribía Bartolomé– se requiere el consentimiento (consensus) de todos los interesados”4 (y esto no acontecía en las encomiendas de los quechuas del Perú ni en el caso presente). Y lo escribo porque creo que las decisiones políticas pueden enmendarse. Ya que, en efecto, como los califas y sultanes musulmanes, los reyes del siglo XVI español organizaban disputas filosóficas y teológicas (como la de 1550 en Valladolid, entre Ginés de Sepúlveda y el nombrado Bartolomé sobre el derecho a la conquista) para poder formarse personalmente un juicio ético-político, normativo, ecuánime, justo, sobre una situación concreta compleja, que sin embargo no libraba a esos reyes de los profundos remordimientos y reproches que le lanzaba su conciencia que nunca estaba segura de no ser culpable.
* Filósofo.
1. La cuestión judía (MEW, 1, 359).
2. Toda decisión válida es sin embargo falible, y esto nada tiene que ver con el relativismo.
3. Véase mi obra Política de la Liberación, vol. 1, [7].
4. De regia potestae, II, xxiii, 1.
En primer lugar, el corto enunciado habla de absolutamente, o en absoluto. Desde ya debemos indicar que ninguna decisión práctica o política puede ser absoluta en el sentido de cierta. Es decir, la finitud humana y la complejidad prácticamente infinita de toda decisión concreta política impide como un imposible afirmar que sea absolutamente cierta (y ni siquiera puede ser cierta, a la manera de una conclusión matemática, y no porque sea insuficiente o errada sino, simplemente, por su imponderable complejidad). Toda decisión práctica, ética, política por ello puede ser, en el mejor de los casos, efectuada con pretensión de justicia. La palabra pretensión (claim, en inglés; Anspruch, en alemán, y tal como lo ha expuesto K.O. Apel o J. Habemas) indica exactamente que la verdad de los juicios o decisiones prácticas pueden, cuando son honestas, cumplir con las exigencias o los principios estipulados por la moral, pero que nunca pueden alcanzar el grado de certeza de algunas explicaciones científicas (que de todas maneras son falsables), de una verdad inapelable. Si alguien demuestra razonablemente lo contrario de lo decidido con pretensión de justicia, el justo debe corregir el juicio ante el mejor argumento, y permanece por ello en la pretensión de justicia (pero sabiendo que a corto o largo plazo puede demostrarse nuevamente la injusticia de la misma corrección)2. La Biblia, que el mandatario afirma como cristiano como su doctrina, recuerda que el justo peca siete veces por día. Y es justo, porque sabe de su finitud y reconoce con conciencia su pecado cuando se lo reprochan justamente. El injusto, en cambio, no peca nunca, porque tiene ceguera valorativa (diría Max Scheler) ante el efecto negativo de su acto injusto. Es entonces desmesurado y falso que una conciencia pueda estar absolutamente tranquila, o está indicando, simplemente, que no se tiene conciencia moral de lo que se hace, y se dice.
En segundo lugar, la conciencia de la que se habla no es conciencia cognitiva (en alemán Bewusstsein), sino conciencia moral (Gewissen). Los griegos la desconocieron; los egipcios desde hace 45 siglos la describieron en el mito de Osiris, que era un dios que conocía todos los actos humanos, aun los más secretos, y que en el día del juicio final –parte del mito egipcio después recibido por judíos, cristianos y musulmanes–, recordaba a cada uno las injusticias cometidas en su vida3. El actor egipcio de un acto se veía visto por el dios (era ya la conciencia moral que juzga el acto, que lo recrimina o aprueba). La conciencia moral para Tomás de Aquino era una facultad de la razón práctica que aplicaba (applicatio, en latín) los principios universales éticos al caso concreto que la decisión elige (una elección querida y un querer juzgado, decía el Aquinate). Freud le denominó el Super-yo (Ueber-Ich), que remuerde como culpabilidad (que cuando es patológica hay que superarla, pero cuando es justa hay que tenerla en consideración; perder toda culpabilidad puede ser efecto de una insensibilidad moral propia de los cínicos, en su sentido cotidiano). De manera que la conciencia moral puede considerar positiva o meritoriamente una decisión o un acto, o puede reprochar culpablemente un acto injusto.
En ambos casos, sin embargo, nunca se tiene absoluta tranquilidad; es decir, nunca nadie puede estar seguro, tranquilo de la bondad del acto realizado, de que sea ética y objetivamente verdadero (con verdad práctica), ya que por naturaleza toda decisión moral o política es incierta (por la finitud humana, y por la complejidad de las situaciones concretas, complejas). Hasta un Francisco de Asís (tan ponderado por el pensador marxista Antonio Negri, que termina su libro Imperio hablando de aquel ejemplar cristiano medieval, amante de los pobres y siendo él mismo heroicamente pobre) en su lecho de muerte estaba atormentado (nada tranquilo entonces) imaginando el juicio final y temiendo por todas las faltas cometidas en su vida ante su conciencia moral sensible y exigente que se había formado. Nadie puede ante una decisión en la que 44 mil personas pierden su empleo, parte de su vida, no estar animado de un profundo temor y temblor, como diría S. Kierkegaard, el gran pensador danés. Alguien, como Agamenón, el rey que se lanza a la conquista de Troya, se angustia ante el designio trágico griego de tener que inmolar a su hija Ifigenia, que el destino tremendo le obligaba. Pero el mismo Agamenón no tenía la conciencia tranquila al cumplir la voluntad de los dioses, sino que lloraba y gemía por la responsabilidad que afrontaba irremediablemente por ser rey, más allá de su deseo y de su amor paterno por su hija (¿No debería amar con amor de padre a sus hijos el representante que sabe que ha sido elegido para cumplir con la satisfacción de las necesidades de su pueblo, es decir, de los 44 mil miembros del SME?). Aún en el caso que debiera hacerlo hubo de medir sus palabras para que la frialdad de su conciencia no se manifestara en público con la dureza del acero del victimario (y no del amor de Abraham, que no mató a su hijo Isaac, aunque así no cumplía la ley de los semitas que le obligaba, como a Agamenón, a inmolar a su primogénito). ¡Cuánta distancia entre el Abraham de la Biblia que por amor a su hijo no cumplió la ley que le mandaba inmolarlo, al Agamenón que por amor a la ley mató a su hija pero gimiendo y llorando, y a nuestro presente ingrato cuando se deja sin trabajo a ciudadanos con conciencia tranquila! Es la futilidad del mal de la que habla Hannah Arendt, en referencia a la insensibilidad ante sus víctimas de aquel militar alemán que asesinó tantos judíos mostrando indiferencia cuando fue juzgado en Jerusalén.
El que se presenta como cristiano y contradice la Biblia escandaliza. Y dice el fundador del cristianismo (que al menos para el cristiano debe tener sentido): “Y al que escandalice a uno de esos pequeños […] sería mejor que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo echaran al mar” (Marcos 9, 41). ¡Ciertamente, duras palabras!
Escribo esto con el espíritu respetuoso tal como lo hacía Bartolomé de Las Casas, que indicaba al Emperador Carlos V que corría peligro su persona en el día del Juicio (que para el cristiano tiene sentido) por las injusticias que había cometido con los indígenas americanos; porque “para que una enajenación pueda ser legítima –escribía Bartolomé– se requiere el consentimiento (consensus) de todos los interesados”4 (y esto no acontecía en las encomiendas de los quechuas del Perú ni en el caso presente). Y lo escribo porque creo que las decisiones políticas pueden enmendarse. Ya que, en efecto, como los califas y sultanes musulmanes, los reyes del siglo XVI español organizaban disputas filosóficas y teológicas (como la de 1550 en Valladolid, entre Ginés de Sepúlveda y el nombrado Bartolomé sobre el derecho a la conquista) para poder formarse personalmente un juicio ético-político, normativo, ecuánime, justo, sobre una situación concreta compleja, que sin embargo no libraba a esos reyes de los profundos remordimientos y reproches que le lanzaba su conciencia que nunca estaba segura de no ser culpable.
* Filósofo.
1. La cuestión judía (MEW, 1, 359).
2. Toda decisión válida es sin embargo falible, y esto nada tiene que ver con el relativismo.
3. Véase mi obra Política de la Liberación, vol. 1, [7].
4. De regia potestae, II, xxiii, 1.
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