Miguel Ángel Granados Chapa
A sí me respondía Antoni Tàpies el pasado noviembre en su casa de Barcelona, después de una sobremesa al lado de Teresa, su mujer: “Ahora soy más escéptico. Puede que esa idea de artista que aludes sea un artificio, que el artista no sirva para nada. Pero tengo una ilusión y cierta esperanza en la cultura. Ésta me ha ayudado durante todo mi proceso creativo, me ayuda a seguir viviendo, y desde luego, a pintar constantemente mi mundo. A los casi noventa años estoy trabajando con la misma inquietud de cuando era joven. Esta actitud, posiblemente, responde a una desconfianza de los procesos y procedimientos racionalistas. Intuyo la importancia de todo aquello emanado del inconsciente y que puede tener una dimensión humana. Freud lo denominaba subconsciente que, connotando algo inferior, era como el saco donde se depositaban todos los despojos o basura humanas. Ahora el mensaje del inconsciente –gracias en parte a las lecturas de Jung– puede aportarnos una visión positiva y útil para comprender nuestra realidad cotidiana.”
¿Existe mayor emoción que escuchar en directo a un artista que desafíó al tiempo, al arte, a la materia con obstinación, y que fue hasta el final un artista de tiempo completo? Con la muerte de Tàpies desaparece uno de los artistas más puros y matéricos de la segunda mitad del siglo XX. Tàpies se formó en la España franquista, no era fácil mantener la conexión con el pasado inmediato, anterior a la Guerra Civil, sino que su proceso creativo se veía afectado por las nuevas manifestaciones artísticas tanto europeas como estadunidenses, y todavía con el peso del surrealismo… Quizá por ello, al crear el grupo Dau al Set, al lado de Joan Brossa y Juan Eduardo Cirlot, Tàpies comenzaba una contrapropuesta al arte de su tiempo: el informalismo. Será preciso esperar a mediados de los años cincuenta para que diversos artistas jóvenes españoles, formados inmediatamente después de la guerra, ofrezcan sus creaciones en el horizonte de una originalidad que les es propia y en el marco de una actitud crítica hacia lo establecido: Antonio Saura, Manolo Millares, Rafael Canogar, Luis Feito –miembros del grupo El Paso–, Albert Ràfols-Casamada, Josep Guinovart, Modest Coixart, Joan Ponç y Brossa, catalanes, fueron algunos de los “iniciadores” de una nueva corriente pictórica en Europa. Su obra se centró en destruir y reconstruir el orden compositivo y transformar la materia frente a la vocación por el gesto, aunque sea el breve de una pincelada brutal e insistente; la ausencia de recursos y materiales frente a la sensualidad de las imágenes; el tono silencioso de los cuadros frente a su carácter evocador; el rigor con el que muestra su cualidad mental frente a la facilidad con la que descubrió sus orígenes. Su grandeza y su capacidad de trascender de lo físico a lo mágico hacen de él un auténtico alquimista capaz de romper cualquier barrera temporal, cualquier obstáculo que impida contemplar la realidad del individuo y las circunstancias que rodearon su existencia. Quizá por ello la belleza en Tàpies, como en Picasso o Miró, tiene poco que ver con la excelencia formal. La belleza adquiere significados humanos, en momentos está cerca de la ética, y en otros se sitúa en el centro de la vida.
Tàpies fue uno de los pocos artistas que desde sus inicios utilizó la pintura, la materia, el arte povera, el informalismo, como expresión, como conocimiento y como forma de relacionarse con el mundo. Tres de sus grandes retrospectivas en 1990 y 2000 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, y la del Museo Guggenheim de Nueva York en 1962 y 1995, demostraban cómo Tàpies fue un alquimista del tiempo, del espacio poético y pictórico. Un artista que nunca se cansó de repetir y recrear los mismos signos, obstinadamente. En manos de Tàpies, sin embargo, cada signo, cada huella, adquiere una inédita resonancia, una reverberación. Es decir, al ver su obra en retrospectiva, los signos, las letras, las cifras, los cuerpos, adquieren una memoria material, una nueva capacidad de renovar el mundo. ¿Qué pasión le habitaba para nunca claudicar? Ya había pintado todo lo posible, ya tenía todo el reconocimiento posible, y los quebrantos corporales empezaban a doler en su cuerpo. Lo vi, lo descubrí muchas veces, y sé que esa extraña pasión estaba marcada por la fuerza indestructible de la vocación que, como me decía José Ángel Valente, “se descubre al final de la vida”.
Tàpies nunca dejó de extenderse, quizás porque palpitó un turbulento corazón romántico en el cuerpo de este artista mediterráneo. Se hundió en la tierra y la proyectó. De manera que en su última exposición en la Galería Soledad Lorenzo de Madrid (2011), nos reservó el misterio de su última proyección, la más radical. ¿Cómo describirla? Es como si, palpando las sombras, llegara a tocar con esa suprema avidez en la que el ojo y la mano se funden, la deslumbrante belleza del muro pictórico. Todo su calor, todo su brillo, toda su tranquilidad, todos sus pliegues y recovecos, toda la infinita melodía de esa maravillosa geografía visual, tal y como sólo la aprecia un gran artista. Tàpies pinta Tàpies, algo que en sí es ya una hazaña. Significativamente, en su obra última, quizá la más singular, ese retoñar de la vibración luminosa convierte sus evanescentes atmósferas en una suerte de paisaje visionario, no ya con los colores del sueño, sino con los colores que resplandecen con una belleza nunca vista, increíble, que lo llevó a conquistar prácticamente todos los museos de Europa y de América. Bien apunta Miquel Barceló: “El mayor maestro de la pintura de mi país: las tres cosas, maestro, pintor y catalán, en grado máximo. Un hombre de una pieza. El pez más grande y más rojo del arrecife litoral.”
Reconocido con el Gran Premio de la Bienal de Sao Paulo en 1955, el Premio UNESCO de la XXIX Bienal de Venecia en 1963 y el León de Oro de dicha bienal en su XLV edición, en 1993, Premio Rembrandt en 1983, Miembro de Honor de la Royal Academy of Arts de Londres en 1992, la medalla Picasso de la UNESCO en 1994. Ha expuesto de forma individual en el Museo Salomon R. Guggenheim de Nueva York en 1962 y 1995, en el Museo de Arte Moderno de dicha ciudad en 1992, en el Museo de Arte Contemporáneo de Montreal en 1977, en el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago en 1977, en el Museo de Arte Moderno de París en 1987, en la Fundación Serralves, Oporto, 1991, en la Galería Nacional del Juego de Pelota de París en 1994, y en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid en 1990, 2000 y 2005. l
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* Poeta y crítico de arte que acaba de publicar Rafael Canogal. Espejismo y realidad. Divergencias estéticas (editorial Síntesis) y Elogio del espacio. Rubén Bonifaz Nuño (UAM-El Colegio Nacional-UNAM).
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