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martes, 3 de abril de 2012

Miguel de la Madrid Hurtado: RICARDO RAPHAEL

A los personajes públicos pocas veces se les puede mirar desde la intimidad. Los espejos donde se proyecta su imagen reflejan muchas cosas, pero suelen distorsionar carácter y realidad. Miguel de la Madrid Hurtado murió ayer y necesito decir algunas palabras sobre él, no desde la lejana ventana que mira hacia la calle, sino a partir de la dolorosa emoción que me causa la pérdida de quien colocó más de un fundamento vital en mi propia construcción como ser humano. Cada historia familiar tiene su dosis de drama, arrojo y valentía, y la de su pequeña familia de origen merece hoy ser contada. Con ese propósito redacté las líneas que siguen hacia finales del año pasado, por las mismas fechas en que la enfermedad le avisó que debía prepararse para partir: “En 1937 un hombre al que apodaban El Charro Negro pidió una cita para visitar a mi abuelo, quien había instalado un modesto despacho como abogado dentro de su propia casa. Mi abuela le advirtió que no lo recibiera y tuvo razón: en cuanto ingresó al lugar el sujeto vació una pistola contra su marido y se retiró sin decir palabra. Después del tronido, la mujer de 24 años de edad se encontró con un cuerpo agonizante y sintió sobre el vientre cómo se escapaban la sangre y la vida de aquel hombre que sólo tenía 33. Mi madre también vivió ese terrible momento: aún le faltaba un mes para nacer.


“El gobernador de Colima, estado donde vivían mis abuelos, protegió a El Charro Negro. Acaso por esta razón y porque la ciudad era demasiado pequeña para ahuyentar la mirada condescendiente de sus amistades y conocidos, la viuda jovencísima decidió mudarse con sus dos hijos a la capital del país. Tuvo entonces una valentía que a la fecha me intriga: aquella pequeña familia se había quedado literalmente sin patrimonio. Como pudo, ella montó una casa de huéspedes y así logró sacar adelante a mi madre y a mi tío (Miguel de la Madrid Hurtado, quien entonces rondaba apenas los dos años de edad) (El México Indignado)”.


La figura del padre ausente puede ser más viva que su presencia real. En voz de mi abuela, aquel hombre arteramente asesinado creció en virtudes hasta una estatura inalcanzable. Desde muy niño el huérfano se dispuso con disciplina para colmar el vacío. Vicente Leñero, quien fuera su compañero de escuela, me describió recientemente a un niño tímido y siempre metido en los libros que cuando tomaba la palabra en público podía transformarse en extraordinario orador. Vivió una infancia austera, rígida por su moralidad, acariciada por la tierna fortaleza de una viuda que nunca quiso volver a casarse. Ya en la UNAM se hizo alumno consentido del maestro Mario de la Cueva. No es posible disociar su futura carrera como docente y como funcionario público de las ideas que aquel jurista extraordinario situó con tanto talento sobre una generación que terminaría gobernando México. Desde su formación como abogado, De la Madrid saltó a las finanzas públicas. Se hizo empleado del Banco de México, de la Secretaría de Hacienda, de Pemex y luego tuvo la oportunidad de jugar en las grandes ligas de la política. Con todo, los valores que le acompañaron antes siguieron siendo los suyos. Fue austero, fue recto, fue un hombre recio. Me consta que tuvo un carácter fuerte y también que nunca permitió que ese rasgo tomara control de su personaje público.

La idea del Estado, la convicción republicana y la intolerancia a la corrupción que aprendiera con De la Cueva le hicieron contrastar dentro de una clase política que prefería la pompa y la futilidad. Miguel de la Madrid portó la banda presidencial en uno de los momentos más convulsos de la segunda mitad del siglo XX mexicano. Le tocó cerrar la puerta cuando el milagro mexicano se hallaba en sus estertores. La crisis de la deuda, de principios de los años 80, le obligó a operar cambios dramáticos sobre el conjunto del sistema político. Recortó gasto y desmanteló burocracias, concluyó de golpe la era de la economía protegida, enfrentó al priísmo más corrupto, utilizó el consenso político para estabilizar el barco, forzó los acuerdos que eran indispensables aunque después de ello nada pudiera volver a ser igual. En algún texto posterior aseguró que no fue la suya una mirada neoliberal. Las decisiones que debió tomar respondían a la emergencia y no a una ideología determinada. En estos tiempos en que, por otras razones, México vuelve a desmadejarse, pongo su legado muy cerca de mi afecto y también de mi razón: su templanza, su republicanismo, su sobriedad en la política, su firmeza y ese coraje que los seres humanos tanto necesitamos cuando la historia pública se nos complica.
Abrazo con resignación la tristeza y aquí te retengo para que no partas del todo.


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