Calderón, Peña Nieto y López Obrador: elecciones y lecciones
El proceso electoral se vició. Varios medios cuidaron la equidad cuantitativa pero actuaron con un obvio sesgo cualitativo, la mayoría de las encuestas engañaron de buena y mala fe a los electores y, sobre todo, los topes de gastos de las campañas fueron ostensiblemente rebasados para comprar sufragios. El recuento que se necesitaba no era de votos sino de pesos: las irregularidades giraron en torno al dinero, en buena medida proveniente de las arcas públicas. Cierto, todos los partidos suelen recurrir a esas prácticas (¿de veras cree alguien que alguno de ellos dejó de usar electoralmente el aparato gubernamental a su disposición o gastó menos de lo que la ley establece?). Lo que ocurre es que esta vez los operadores priístas, los grandes maestros del clientelismo y de las artes ocultas para financiarlo, llevaron sus trapacerías a dimensiones exorbitantes. Pero claro, ya sabemos que esto es muy difícil de probar y más lo es configurar las causales de nulidad o invalidez. Por un lado, las reglas consensuadas por la partidocracia para acotar su financiamiento no ayudan (¿por qué será?); por otro, como diría Luis Cabrera, “se les acusa de corruptos, no de pendejos”. El PAN apunta ya a una negociación con el PRI y el Movimiento Progresista, cuya pericia querellante en las calles suele volverse impericia en las instancias legales, comienza la impugnación. Ojalá me equivoque, pero todo parece indicar que el Tribunal Electoral hará buena la impertinente admonición de su titular y declarará presidente electo a EPN.
¿Qué pasaría en ese escenario? A quienes dicen que es imposible una regresión autoritaria yo les apuesto doble contra sencillo a que la habría. Por supuesto que no sería un retorno a los mismos esquemas: el Congreso de la Unión seguiría dividido en tercios, la Suprema Corte no se dejaría manipular como antes, la opinión pública “nacional” resistiría el embate del presidencialismo. La involución se daría vía los estados, esos nuevos señoríos feudales que hoy no tienen rey. Los gobernadores priístas —que manejarán más de dos terceras partes de las entidades y de la población del país— acabarían escriturando sus feudos al jefe nato de su partido. Es más, EPN podría recrear en un sexenio toda la historia de su instituto político: empezaría en el PNR (con una confederación de cacicazgos como la fundada en 1929), pasaría al PRM (concentrando el poder en la Presidencia como en 1938) y cerraría el ciclo en el PRI (la simbiosis gobierno-empresarios que se inició en 1946). Sin reeditar el callismo ni el cardenismo ni el alemanismo, se apoderaría del partido para recobrar el antiguo cetro.
Frente a la probable prolongación de nuestra democracia hemipléjica, la izquierda mexicana enfrentará una encrucijada. O repite el error de hace seis años, se radicaliza y vuelve a acumular negativos —sin los cuales no habría arrancado de tan atrás y habría ganado pese a la compra de votantes priístas— o sale de su parálisis institucional y allana el arduo camino rumbo al 2018. Ojo: a AMLO no se le pudo pedir más en 2012, se le debió pedir menos en 2006. Comparto el planteamiento de Rosa Albina Garavito en su carta a La Jornada del pasado 3 de julio: la fuerza ganada en las urnas debe servir para impulsar una agenda de avanzada (incluyendo, agrego yo, una reforma electoral que entre otras cosas permita anular las elecciones cuando el ganador exceda los límites de gastos o medre electoralmente con la pobreza). La realidad no se cambia a partir de su desconocimiento sino de su reconocimiento. Por lo demás, si el renacimiento de México ha de llegar no será de un gobierno atávico, con más del 60% de los votos en contra y sin mayoría en el Congreso, sino de la presión social desatada por el movimiento estudiantil.
Twitter @abasaveDurante el proceso electoral se discutió si el antipejismo de Felipe Calderón Hinojosa era mayor que su antipriísmo. La discusión no era ociosa: se trataba de vaticinar por quién se inclinaría el presidente si Josefina Vázquez Mota se rezagaba al tercer lugar de la contienda. Pues bien, el tweet que FCH envió en el segundo debate para desmentir a Andrés Manuel López Obrador, la ulterior intervención de su secretario de Hacienda y su apresuramiento para felicitar a Enrique Peña Nieto el día de la elección sugieren que pudo más su aversión por AMLO y acaso su temor a ser perseguido por una procuraduría lopezobradorista, y que al parecer prefirió pactar una vez más con el PRI. De hecho, no suena descabellada la especie de que se decantó a favor de EPN desde el momento en que JVM ganó la candidatura, puesto que según varios panistas a ella le escamoteó los apoyos que le había prodigado a su delfín. Ironías de la vida: aunque uno actuó soterradamente y otro en forma descarada, FCH acabó hermanado en el voto útil por EPN con el mismísimo Vicente Fox, su pluma de vomitar. Yo, por mi parte, confieso que pequé de ingenuidad. Escribí que FCH le había empeñado su alma al diablo para llegar al poder y que tal vez al final de su mandato iría al monte de piedad fáustico a recuperarla. No lo hizo. Privilegió su seguridad sobre su redención histórica, y luego intentó, contradictoriamente, encarecer la negociación y salvar cara.
El proceso electoral se vició. Varios medios cuidaron la equidad cuantitativa pero actuaron con un obvio sesgo cualitativo, la mayoría de las encuestas engañaron de buena y mala fe a los electores y, sobre todo, los topes de gastos de las campañas fueron ostensiblemente rebasados para comprar sufragios. El recuento que se necesitaba no era de votos sino de pesos: las irregularidades giraron en torno al dinero, en buena medida proveniente de las arcas públicas. Cierto, todos los partidos suelen recurrir a esas prácticas (¿de veras cree alguien que alguno de ellos dejó de usar electoralmente el aparato gubernamental a su disposición o gastó menos de lo que la ley establece?). Lo que ocurre es que esta vez los operadores priístas, los grandes maestros del clientelismo y de las artes ocultas para financiarlo, llevaron sus trapacerías a dimensiones exorbitantes. Pero claro, ya sabemos que esto es muy difícil de probar y más lo es configurar las causales de nulidad o invalidez. Por un lado, las reglas consensuadas por la partidocracia para acotar su financiamiento no ayudan (¿por qué será?); por otro, como diría Luis Cabrera, “se les acusa de corruptos, no de pendejos”. El PAN apunta ya a una negociación con el PRI y el Movimiento Progresista, cuya pericia querellante en las calles suele volverse impericia en las instancias legales, comienza la impugnación. Ojalá me equivoque, pero todo parece indicar que el Tribunal Electoral hará buena la impertinente admonición de su titular y declarará presidente electo a EPN.
¿Qué pasaría en ese escenario? A quienes dicen que es imposible una regresión autoritaria yo les apuesto doble contra sencillo a que la habría. Por supuesto que no sería un retorno a los mismos esquemas: el Congreso de la Unión seguiría dividido en tercios, la Suprema Corte no se dejaría manipular como antes, la opinión pública “nacional” resistiría el embate del presidencialismo. La involución se daría vía los estados, esos nuevos señoríos feudales que hoy no tienen rey. Los gobernadores priístas —que manejarán más de dos terceras partes de las entidades y de la población del país— acabarían escriturando sus feudos al jefe nato de su partido. Es más, EPN podría recrear en un sexenio toda la historia de su instituto político: empezaría en el PNR (con una confederación de cacicazgos como la fundada en 1929), pasaría al PRM (concentrando el poder en la Presidencia como en 1938) y cerraría el ciclo en el PRI (la simbiosis gobierno-empresarios que se inició en 1946). Sin reeditar el callismo ni el cardenismo ni el alemanismo, se apoderaría del partido para recobrar el antiguo cetro.
Frente a la probable prolongación de nuestra democracia hemipléjica, la izquierda mexicana enfrentará una encrucijada. O repite el error de hace seis años, se radicaliza y vuelve a acumular negativos —sin los cuales no habría arrancado de tan atrás y habría ganado pese a la compra de votantes priístas— o sale de su parálisis institucional y allana el arduo camino rumbo al 2018. Ojo: a AMLO no se le pudo pedir más en 2012, se le debió pedir menos en 2006. Comparto el planteamiento de Rosa Albina Garavito en su carta a La Jornada del pasado 3 de julio: la fuerza ganada en las urnas debe servir para impulsar una agenda de avanzada (incluyendo, agrego yo, una reforma electoral que entre otras cosas permita anular las elecciones cuando el ganador exceda los límites de gastos o medre electoralmente con la pobreza). La realidad no se cambia a partir de su desconocimiento sino de su reconocimiento. Por lo demás, si el renacimiento de México ha de llegar no será de un gobierno atávico, con más del 60% de los votos en contra y sin mayoría en el Congreso, sino de la presión social desatada por el movimiento estudiantil.
https://twitter.com/abasave
Director de Posgrado de la Universidad Iberoamericana
kikka-roja.blogspot.com
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