No se doblen, el que se aflige se afloja
MEXICO ¡NO SE RAJA!
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Por Óscar Camacho y Alejandro Almazán
Un recorrido de veinte años. Del Éxodo por la Democracia a la cruenta batalla por la Presidencia de la República. Dos décadas en las que Andrés Manuel López Obrador pasó por todo: la muerte de su esposa, la renuncia al PRI, la llegada al PRD, su triunfo en el Distrito Federal. Pero como en todo, la historia marca algunos momentos determinantes.
Los videoescándalos: “Las cosas se van a poner feas”
Al arrancar marzo de 2003 no existía político alguno en México que alcanzara la popularidad de López Obrador. Presumía las encuestas. Se jactaba de su suerte. Y hasta se permitía echar mano de las viejas reglas, al decir que no le interesaba la Presidencia de la República, que lo dieran “por muerto” en esa carrera. Pero la fortuna siempre tiene fecha de caducidad. El 1 de marzo toda su estrategia le estalló en la cara cuando veía el televisor: Gustavo Ponce, el secretario de Finanzas del gobierno capitalino, su colaborador, era exhibido, en el noticiero de Joaquín López Dóriga apostando en una mesa del hotel Bellagio, en Las Vegas. Esa misma noche el funcionario desapareció y Andrés Manuel sabría que los pactos con la fortuna no son eternos. Él, que creía tener controlado todo, tanto que a sus muy cercanos les confiaba sería hasta diciembre cuando anunciara su destape presidencial, se daba cuenta de que la guerra había llegado. Y ese 1 de marzo, en la reunión mañanera con su gabinete, percibió lo que nunca antes en sus más cercanos colaboradores: miedo. Había confusión. Varios de ellos no le dieron mayor importancia al tema, pensaron que era una noticia más, destinada a la anécdota, como la que había sacado a la luz el salario que ganaba Nicolás Mollinedo, el leal y eficiente chofer del tabasqueño. Pero López Obrador sabía que quienes pensaban así estaban equivocados. De hecho, unos días antes se reunió con un pequeño grupo de periodistas, a quienes les anunció lo que venía: “Las cosas se van a poner feas. Nos van a atacar con todo”.
El 3 de marzo lo confirmaría.
Luego del de Ponce, vendría el video de René Bejarano. Frente a las pantallas el ex secretario particular de Andrés Manuel se hacía de piedra mientras el payaso Brozo, convertido en ministerio público, le mostraba un video en el que Bejarano recibía fajos de billetes de parte de un hombre sin rostro, cuyo nombre luego se sabría: Carlos Ahumada, un empresario argentino venido de la nada, amor clandestino de Rosario Robles.
Algunos integrantes de su círculo cercano creyeron que aquello era el fin.
López Obrador, sin embargo, ordenó a sus colaboradores que se armara una investigación. Todo indicaba que los ataques eran parte de una estrategia para sacarlo de la carrera por la Presidencia. “Es un complot…”, diría hasta la saciedad. El escándalo creció al paso de los días. Carlos Ímaz sería exhibido; Ramón Sosamontes renunciaría al PRD por sus ligas con Ahumada; Rosario Robles también se iría cuando ya pesaba sobre ella la amenaza de expulsión.
Poco a poco López Obrador lograría administrar los daños. Investigó y demostró públicamente los lazos entre Carlos Salinas de Gortari, Diego Fernández de Cevallos, el ex procurador Rafael Macedo de la Concha y Carlos Ahumada, a quien las autoridades panistas le darían toda clase de facilidades para que denunciara al Gobierno del Distrito Federal en el lobby de un hotel. Al final, Bejarano abandonaría el reclusorio sur, absuelto de los cargos. Ímaz pagaría con una fianza su libertad, y con el destierro político su cercanía con Robles. Ahumada y Ponce terminaban en las celdas de la prisión. Robles abandonaba el PRD. Y Brozo buscaría que se le reconociera como periodista, pues ese año envió su video para concursar en el Premio Nacional de Periodismo. Ninguno de los jurados lo tomó en serio. Y López Obrador supo que ningún político cuenta con certificado de inmunidad. Que en la política no hay indestructibles aunque lo diga su “dedito”. El desafuero: “No te
quiebres, cabrón”
La mañana del 7 de abril de 2005, en el Salón Virreyes del edificio que alberga el gobierno del DF, Pío López Obrador abrazó a su hermano Andrés Manuel y le dijo: “No te quiebres, cabrón”. Al final de ese día, la maquinaria de los diputados panistas y priistas se echaría a andar y le arrebatarían el fuero a López Obrador. El plan era destituirlo, que enloqueciera en su casa, llevarlo a juicio penal, encerrarlo y matarlo políticamente.
Ahí te quedas, de ahí ya no sales.
Y todo por construir una vía de acceso a un hospital privado en los terrenos de un predio (El Encino, de Santa Fe) cuya propiedad era reclamada por un tal Enrique Arcipreste, asesorado por los abogados de la familia Salinas y por el despacho de Fernández de Cevallos. La justicia acusaba a Andrés Manuel de haber cometido “desacato” a la orden de un juez, pues se había negado a suspender la obra. Y aunque nunca se demostró que López Obrador fuera la autoridad directamente responsable de tal desacato, el gobierno de Vicente Fox y el titular de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Mariano Azuela, consideraron que había elementos para procesarlo. Eso bastó para que desde Los Pinos se enviara a la Cámara de Diputados la petición de desafuero. Y aunque cada uno por su lado negaría haber hecho acuerdo alguno, pronto se sabría que Fox y Azuela habían sostenido un encuentro para discutir el curso del caso.
La decisión era simple: desaforar a López Obrador, someterlo a proceso penal y, con ello, suspender sus derechos políticos el tiempo que durara el juicio. Con sus derechos políticos suspendidos, López Obrador no podría inscribirse como candidato presidencial. De nada valdría que se demostrara que en la ley no existía, en el último de los casos, sanción alguna que penalizara la supuesta falta. De nada valdría que el diputado Horacio Duarte demostrara en la Comisión Instructora de la Cámara de Diputados la fragilidad de los argumentos del PAN y PRI. Ese día, 7 de abril, en su casa del Copilco, al sur del DF, López Obrador se sentiría roto, vacío, y confirmaría que nadie es políticamente indestructible. Por eso, ese 7 de abril sabía que comenzaba otra batalla. La de la resistencia y movilización. Pero la de la movilización pacífica. Estaba seguro de que tenía a la opinión pública de su lado porque no había razones para desaforarlo y porque la maniobra para sacarlo de la carrera presidencial era burda. Pero también sabía que la intención de desaforarlo lo haría crecer desmesuradamente en las encuestas, y que incluso mucha gente que no votaría por él, estaba decidida a defenderlo del desafuero. Andrés Manuel dejó que corrieran los días. Se asumió y se presentó como mártir. Y rechazó cuanta eventual propuesta de negociación llegó a recibir. Como cuando el subcoordinador de los diputados panistas, Germán Martínez, le propondría al abogado Javier Quijano exonerar a López Obrador, pero sancionar a quien fuera secretario de Gobierno del DF, José Agustín Ortiz Pinchetti. “No”, respondería López Obrador, mientras saboreaba cada mañana las encuestas que lo encumbraban más y más.
A eso le apostó.
Y por eso, al término de aquel multitudinario mitin en el Zócalo, que llenó la plancha y las calles aledañas con más de un millón de personas, López Obrador pudo sonreír y decirle a la gente que los quería “desaforadamente”. Ya luego, desde la tribuna de la Cámara baja, pudo restregarles al presidente Fox, a los panistas y a los priistas, su necedad de enjuiciarlo, y se marcharía antes de que lo lincharan los votos de los legisladores. El gobierno federal sabría, a partir de ese momento, que en política no hay enemigo pequeño. Y con el paso de los días, Vicente Fox terminaría por sufrir el mayor desgaste político de los seis años de su mandato. La ciudadanía y la opinión pública “desaforaron” a Fox a su manera. Lo descalificaron como presidente demócrata y los ecos del desafuero llevaron su descrédito hasta el extranjero.
No pudo más.
Colaboradores de Fox contactaron a gente como Ricardo Monreal y Manuel Camacho Solís. Se buscó una negociación. Y aunque hasta ahora no se sabe si hubo o no un trueque, lo que sí está confirmado es que ambas partes se sentaron a dialogar. Monreal, Camacho, Leonel Cota, por un lado; Emilio Goicoechea y Carlos Abascal, por el otro. El caso es que el presidente terminó apareciendo en cadena nacional para anunciarle a la nación que se indultaba a López Obrador, que el caso sería revisado y que nunca sería él quien le cerrara el paso a ningún mexicano en sus aspiraciones presidenciales. A la mañana siguiente, el diario Monitor sería el único que supo cabecear la esencia del anuncio: “Fox le da la candidatura a López Obrador”. Soberbia y guerra sucia: “¡Ya no estén diciendo, háganlo!”
La soberbia cegaría entonces a López Obrador. Con diez puntos de ventaja en las encuestas, López Obrador entró a la campaña presidencial más inflado que un globo. “No voy a gastar en medios” electrónicos, dijo retador en el arranque, en los primeros días de enero. Pero como en muchas otras cosas que anuncia como parte de sus principios, López Obrador tuvo que comerse sus palabras. Conforme su principal adversario, Felipe Calderón, reconocía errores, relanzaba su campaña y comenzaba a subir en las encuestas, el tabasqueño anunció que tendría un programa de media hora por TV Azteca, en un horario infame: las seis de la mañana. ¿Para qué gastaba más dinero en televisión?
Pero muy pronto se toparía con la realidad. El PAN había pasado a la ofensiva y lanzaba un ataque por dos flancos: el presidente Vicente Fox se subía al ring y no había día que no sacara decenas y cientos de spots en las televisoras y radiodifusoras del país, al tiempo en que Felipe Calderón desataba una andanada de anuncios y ataques verbales.
Era la guerra sucia, la que ellos gustan llamar “campaña de contraste”. Y esa estrategia, en pocas semanas, rendía frutos a los panistas. Calderón no sólo se acercaba, sino que llegaría a empatar a López Obrador. En la casa de campaña del candidato del PRD, gente como Ricardo Monreal, Jesús Ortega y Manuel Camacho Solís, tímidamente, propusieron responder al PAN. Pero Andrés Manuel insistía: ni para bien ni para mal. Personalmente él se encargaría: se lanzaría en sus discursos contra Fox y Calderón (“¡cállese, señor presidente!” y “cállate, chachalaca”, fue lo mejor de su repertorio lingüístico), y autorizaría a Elena Poniatowska para que apareciera en un spot y les dijera a los panistas que mentían, que en su gobierno no se había endeudado la capital. Pero cuando hubo un corte en las encuestas internas —y Andrés Manuel se rige por los sondeos—, López Obrador se dio cuenta de que la estrategia no era la correcta. ¿Fue lo de chachalaca? ¿Fue lo de “cállese, señor presidente”? ¿Eran los candidatos externos, los priistas cooptados con pasados cuestionables? Las encuestas decían que sí, pero sólo una parte. Pero lo que más le estaba pegando era la comparación que se hacía de Andrés Manuel con Hugo Chávez y que se hablara sobre el presunto mal manejo de las finanzas y la deuda del gobierno capitalino. —Debemos contestarles, nos están fregando —le dijo un colaborador. —¡Pues ya no estén diciendo, háganlo! —les respondió un López Obrador desencajado. Tere Struck, la publicista de la campaña, no entendió el mensaje, pero Gerardo Fernández Noroña, Martí Batres y Jesús Ortega sí. Y con ayuda del cineasta Luis Mandoki y la producción de Ricardo Rocha, los tres maquinaron spots más agresivos. Mientras, Horacio Duarte, como representante del PRD en el IFE, exigiría que se retiraran los spots en los que se comparaba a López Obrador con el presidente de Venezuela; lo logró. Era tarde. La ofensiva panista había funcionado: el candidato del PRD había perdido dos puntos, seguía a la baja y por primera vez se colocaba en segundo lugar. El miedo volvía a aparecer en la campaña del tabasqueño. La ausencia en el debate: “Al final decimos que no” El sábado 21 de enero la Cámara de la Industria de la Radio y la Televisión invitó a los candidatos a debatir; los exhortaba a que aceptaran un encuentro en las semanas siguientes para que los electores conocieran sus propuestas. Horacio Duarte no perdió tiempo: como representante de la coalición Por el Bien de Todos en el IFE debía recibir instrucciones para saber qué hacer, qué responder. Ese mismo sábado alcanzó a López Obrador en la caseta de Puerto Morelos, en los límites de Guerrero y Morelos. En diez minutos, Andrés Manuel le explicó que no iría al primer debate, que si acudía, tanto Calderón como Madrazo lo despedazarían y terminaría perdiendo puntos. Puso el ejemplo del boxeador que es campeón mundial y va a pelear con un sparring. Duarte no lo contradijo, pero le comentó que la consecuencia de no asistir sería también una caída en las encuestas.
“Ya lo decidí: no voy a ir. Pero digamos que lo estamos valorando. Al final decimos que no”.
El 6 de mayo, sin embargo, Calderón ganó el debate y el posdebate. Se apoderó de la agenda de los medios. Todo era Calderón. Las encuestas de Reforma, Milenio, Mitofsky y María de las Heras lo decían: Calderón había superado a López Obrador.
Era cierto, y aunque el propio López Obrador decía que no, las encuestas internas, las elaboradas por Parametría, decían que Felipe Calderón lo había rebasado, que tenía 36 puntos, y Andrés Manuel había bajado a 34.
Todos sabían que Andrés Manuel se había equivocado en su estrategia. Pero nadie se lo decía. Mucho menos le hablaban de la necesidad de dejar a un lado la soberbia con que arrancó la campaña.
Pero el caso es que el globo se había desinflado y había que echarlo de nuevo a volar. Abajo en las encuestas:
“El que se aflige, se afloja”
Todos los perredistas, entonces, voltearon a ver la tele.
Y López Obrador se tuvo que comer sus palabras. Y Televisa volvió a ser dueño y señor al que había que rendirle tributo.
Y las pautas de publicidad comenzarían a fluir. Y se designaron cuatro voceros: Claudia Sheinbaum, Porfirio Muñoz Ledo, Jesús Ortega y Horacio Duarte. En el cuarto de guerra, López Obrador era incluso otro: tenso y malhumorado. El ánimo general no era el mejor. Todos estaban hechos un nudo de nervios. Ahora sabían por qué los empresarios ya no querían aportar dinero para la campaña.
Después de un rato de recriminaciones mutuas, Andrés Manuel trazó la nueva estrategia: que Batres, Fernández Noroña y Ortega produjeran más spots donde se hablara del pasado de Calderón. El Fobaproa y esas cosas. Pero que fuera el CEN el que se hiciera responsable.
Los spots irían también para los mandos medios del partido, que a esas alturas parecían desalentados ante la falta de respuesta. La idea era clara: no mostrar debilidad, no hablar de que, en efecto, estaban debajo de las encuestas. Y, por si fuera poco, los cuatro voceros se encargarían de contestar cada una de las intervenciones de los panistas. Habría un equipo de monitoreo para ayudar a entrar al aire, en radio y en tv, y buscar replicar los comentarios. Mientras, esperarían a que el PAN regresara a la curva de la campana y le apostarían a no bajar más, una vez que Fox dejara de promover los logros del sexenio. Pero nadie mejor que López Obrador definiría la estrategia a seguir por esos días: “No se doblen, el que se aflige, se afloja”. La contraofensiva del PRD había empezado. Y en pocas semanas estaría respondiendo, en la tele, spot por spot, golpe por golpe. Segundo debate y el cuñado incómodo: “No te enojes…”
A fines de mayo, un grupo de hombres llegó a la casa de campaña de López Obrador. Querían verlo, con urgencia. Pero el candidato no estaba. La gente de prensa los subestimó y terminaron con Alberto Pérez Mendoza, el más fiel de los amigos de Andrés Manuel. Le dijeron que eran trabajadores de la empresa Hildebrando, cuyo director era Diego Zavala, cuñado de Felipe Calderón. Se desahogaron con Pérez Mendoza; le comentaron que eran empleados por honorarios y que tenían problemas para cobrar. Más allá de las frustraciones laborales, lo que había en el fondo era oro molido: la compañía había sido beneficiada por Calderón cuando éste había sido secretario de Energía.
Por si fuera poco, gracias al tráfico de influencias, la empresa había conseguido grandes contratos en Pemex, en el IFE y en varios gobiernos estatales. Pérez Mendoza reunió toda la información en secreto. Hasta que la tuvo completa se la proporcionó a López Obrador, quien también la mantuvo reservada para evitar alguna filtración.
Entonces llegaron los días del segundo debate. Andrés Manuel no hizo entrenamiento alguno: sólo pidió tarjetas informativas con temas y alguna sugerencia para responder. Fue entonces que les comunicó a sus colaboradores sobre la información de Hildebrando. “¿La información de Hildebrando? ¿De qué está hablando…?”, se preguntaron varios de sus más cercanos colaboradores, quienes sabrían de qué se trataba hasta la parte final del segundo debate.
Antes de entrar a escena, sólo se le pidió un favor a López Obrador: “No te enojes… si te enojas, Calderón va a ganar el debate”. Al final, como estaba previsto, López Obrador soltó lo de Hildebrando, lo del cuñado de Felipe Calderón, lo de los contratos con que se ha beneficiado el hermano de la esposa de Felipe. Y aunque las primeras reacciones de intelectuales y politólogos decían que Calderón había ganado el segundo debate, la realidad, terca, terminó por dictar cátedra. López Obrador había asestado un golpe tan certero y explosivo que el tema del cuñado incómodo de Calderón no se ha apagado aún.
Los panistas no supieron qué hacer con el petardo en las manos.
Nunca pudieron convencer de que no había nada y nunca pudieron contrarrestar el spot producido por el PRD en el que aparecía el propio Diego Hildebrando Zavala reconociendo que sólo se había beneficiado con ocho millones en contratos con Pemex cuando Felipe Calderón fue secretario de Energía.
El candidato panista dejó entonces de sonreír y López Obrador volvió a respirar y a creer en las encuestas que antes negaba. Poco margen, escasos tres, cuatro o cinco puntos, pero ventaja al fin y al cabo. Llegaba en la punta. Epílogo: mensajes a la nación Alguien, en la reunión de los lunes, comentó: “¿Por qué no le hacemos caso a Madrazo? Dice que sólo los jefes de Estado mandan mensajes a la nación. Que Andrés envíe uno”. Al principio, a López Obrador le pareció una locura, pero luego, pensándolo bien, concluyó que era una buena idea: no importa el mensaje que se dé, sino la expectativa que se genere. Era un arma propagandística. Entonces el cineasta Luis Mandoki, el equipo del periodista-publicista-perredista Ricardo Rocha y Tere Struck se pusieron a trabajar. Lo único que hacía falta era el dinero: un millón de pesos por cada spot, en cuatro canales. Darían cuatro millones de pesos por un minuto. Hicieron cuentas. No les alcanzaba. Y rápida, una orden recorrió el país, dirigida a comités estatales, municipales, senadores, diputados y a cuanto miembro del PRD pudiera: hay que aportar a la campaña para la recta final. Hasta que lo lograron.
Los reportes decían que cada uno de los tres spots tuvo en promedio siete puntos de rating. En las encuestas internas, eso les dio dos puntos y medio. Sólo faltaba el tránsito de llenar el Zócalo. Y lo hicieron, como en los mejores días del Frente Democrático Nacional del 88; como en los difíciles tiempos en que Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD se confrontaron con Carlos Salinas; como en los estrujantes momentos del desafuero. Como en ese miércoles 28 de junio de cierre de campaña. De esa campaña que López Obrador comenzaría aquella tarde de 1999, cuando decidió que aceptaría la candidatura a la jefatura de Gobierno del DF, luego de un mes de no saber qué rumbo le daría a su carrera política.
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López Obrador. Su defensa en el proceso de desafuero ante oídos sordos en San Lázaro. |
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