Tras la agitación en la clausura de la Cumbre Iberoamericana en Santiago de Chile, en la que el rey de España, Juan Carlos de Borbón, intentó callar con malas maneras al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, es preciso ir más allá de los encontronazos verbales y ver que detrás de ellos hay un redimensionamiento inexorable de la presencia española –política, diplomática y económica– en nuestro hemisferio. Por principio de cuentas, sería necio desconocer que, tras la muerte de Franco, la antigua metrópoli desempeñó un papel positivo en América Latina, asolada entonces por sangrientas dictaduras militares alentadas desde Washington. Durante los años 80 del siglo pasado, España fue, junto con Francia, un contrapeso –pequeño y a veces tímido, pero siempre reconfortante– a los intereses hegemónicos de Estados Unidos en la región y tierra de asilo para opositores perseguidos.
En la década siguiente, conforme se colapsaban los regímenes militares en este lado del Atlántico y las nacientes democracias enfrentaban los saldos de desastre, se produjo una notable expansión de las inversiones peninsulares en América Latina. El flujo de capitales correspondiente resultó importante para la recuperación de economías devastadas por la crisis de la deuda externa. El avance de la integración española a la Europa comunitaria y la llegada de los posfranquistas del Partido Popular (PP) a La Moncloa implicó un realineamiento de la percepción de Latinoamérica en los órganos del Estado español. Desaparecieron los matices que diferenciaban a Madrid de Washington y los países de este hemisferio dejaron de ser vistos como parte de un universo idiomático y cultural común para ser considerados mercados, en los cuales era preciso aplicar las normas de rapiña y depredación características del modelo globalizador en curso. A medida que las economías salían del amargo trance de fin de siglo, de este lado del mar se cayó en la cuenta que las trasnacionales españolas, ya por entonces con fuerte presencia regional, no eran menos voraces ni menos implacables que las estadunidenses.
La rapacidad de las grandes corporaciones peninsulares –especialmente las que tienen intereses en los sectores hídricos y energéticos– les ha generado conflictos de diversos grados con gobiernos de Argentina, Bolivia y con las sociedades de casi todos los países en los que tienen presencia. Ante el surgimiento de gobiernos latinoamericanos con propuestas económicas alternativas al Consenso de Washington y con políticas exteriores independientes, el gobierno que encabezaba José María Aznar emprendió una política de abierta injerencia para favorecer a las fuerzas derechistas de este lado del Atlántico. En el encuentro de anteayer, el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, dio cuenta de cómo, ya en tiempos de Rodríguez Zapatero, en la embajada de España en Managua se conspiró para impedir el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional, lo que generó por segunda vez la ira del jefe del Estado español, quien abandonó con rudeza la sesión.
Ayer Chávez recordó que el gobierno de Aznar participó en la conjura que desembocó en el fallido golpe de Estado de 2002, que por un par de días alejó al presidente venezolano del poder. El ex jefe del gobierno español buscó, además, inducir a varios países latinoamericanos –con especial énfasis México y Chile– a la catastrófica y criminal aventura bélica de Estados Unidos en Irak (y antes en Afganistán), faltando con ello al elemental respeto a las soberanías nacionales y a las facultades exclusivas de cada país de fijar su política exterior.
No hay que equivocarse: no es que Chávez u Ortega le hayan colmado la paciencia al rey de España, es que algunos gobiernos de este hemisferio han sido demasiado pacientes ante el intervencionismo español. Ahora resulta fácil imputar al cavernario Aznar las responsabilidades por estos actos hostiles, inadmisibles y contrarios a la legalidad internacional; sin embargo, el ahora destemplado Juan Carlos de Borbón, en su calidad de jefe de Estado y responsable máximo de la política exterior de su país, no puede eludir su responsabilidad en las tropelías cometidas por el gobernante defenestrado luego de los atentados del 11 de marzo de 2004 en los trenes de Madrid.
Las autoridades españolas le deben una explicación a los gobiernos y pueblos de Venezuela y Nicaragua, deuda que posiblemente se quedará pendiente por tiempo indefinido, habida cuenta de la arrogancia y el desdén hacia América Latina que imperan en las altas esferas políticas de Madrid.
En la década siguiente, conforme se colapsaban los regímenes militares en este lado del Atlántico y las nacientes democracias enfrentaban los saldos de desastre, se produjo una notable expansión de las inversiones peninsulares en América Latina. El flujo de capitales correspondiente resultó importante para la recuperación de economías devastadas por la crisis de la deuda externa. El avance de la integración española a la Europa comunitaria y la llegada de los posfranquistas del Partido Popular (PP) a La Moncloa implicó un realineamiento de la percepción de Latinoamérica en los órganos del Estado español. Desaparecieron los matices que diferenciaban a Madrid de Washington y los países de este hemisferio dejaron de ser vistos como parte de un universo idiomático y cultural común para ser considerados mercados, en los cuales era preciso aplicar las normas de rapiña y depredación características del modelo globalizador en curso. A medida que las economías salían del amargo trance de fin de siglo, de este lado del mar se cayó en la cuenta que las trasnacionales españolas, ya por entonces con fuerte presencia regional, no eran menos voraces ni menos implacables que las estadunidenses.
La rapacidad de las grandes corporaciones peninsulares –especialmente las que tienen intereses en los sectores hídricos y energéticos– les ha generado conflictos de diversos grados con gobiernos de Argentina, Bolivia y con las sociedades de casi todos los países en los que tienen presencia. Ante el surgimiento de gobiernos latinoamericanos con propuestas económicas alternativas al Consenso de Washington y con políticas exteriores independientes, el gobierno que encabezaba José María Aznar emprendió una política de abierta injerencia para favorecer a las fuerzas derechistas de este lado del Atlántico. En el encuentro de anteayer, el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, dio cuenta de cómo, ya en tiempos de Rodríguez Zapatero, en la embajada de España en Managua se conspiró para impedir el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional, lo que generó por segunda vez la ira del jefe del Estado español, quien abandonó con rudeza la sesión.
Ayer Chávez recordó que el gobierno de Aznar participó en la conjura que desembocó en el fallido golpe de Estado de 2002, que por un par de días alejó al presidente venezolano del poder. El ex jefe del gobierno español buscó, además, inducir a varios países latinoamericanos –con especial énfasis México y Chile– a la catastrófica y criminal aventura bélica de Estados Unidos en Irak (y antes en Afganistán), faltando con ello al elemental respeto a las soberanías nacionales y a las facultades exclusivas de cada país de fijar su política exterior.
No hay que equivocarse: no es que Chávez u Ortega le hayan colmado la paciencia al rey de España, es que algunos gobiernos de este hemisferio han sido demasiado pacientes ante el intervencionismo español. Ahora resulta fácil imputar al cavernario Aznar las responsabilidades por estos actos hostiles, inadmisibles y contrarios a la legalidad internacional; sin embargo, el ahora destemplado Juan Carlos de Borbón, en su calidad de jefe de Estado y responsable máximo de la política exterior de su país, no puede eludir su responsabilidad en las tropelías cometidas por el gobernante defenestrado luego de los atentados del 11 de marzo de 2004 en los trenes de Madrid.
Las autoridades españolas le deben una explicación a los gobiernos y pueblos de Venezuela y Nicaragua, deuda que posiblemente se quedará pendiente por tiempo indefinido, habida cuenta de la arrogancia y el desdén hacia América Latina que imperan en las altas esferas políticas de Madrid.
Kikka RojaJUAN CAMILO MOURIÑO TERRAZO, ES ESPAÑOL Y ES EL NUMERO 2 EN LOS PINOS, NOS GOBIERNA UN ESPAÑOL QUE SE ROBA EL PETROLEO DE CAMPECHE, VIVE DEL ERARIO, Y SAQUEA A LA PATRIA, FELIPE CALDERON ES UN PELELE, ESPURIO Y TRAIDOR.