Crisis en el PRD
La salida masiva de militantes y la deserción “hormiga” de algunos connotados personajes del Partido de la Revolución Democrática (PRD) constituyen indicadores indiscutibles de la grave crisis y la descomposición ética que enfrenta ese instituto político a raíz de la convalidación, por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), de los desaseados comicios internos que se celebraron en marzo pasado.
Ese hecho, lejos de restablecer la normalidad institucional en el PRD y de contribuir a sanear las heridas que se habían abierto en los últimos meses, profundizó el conflicto, dejó en un sector de la opinión pública la sensación de que se había legalizado la suciedad y la trampa electoral, y prefiguró una dirigencia marcada con el estigma de haber sido designada desde una instancia del poder público –situación desastrosa para un partido de oposición–, en sentido contrario a las resoluciones de los órganos internos del partido y, para colmo, con argumentos similares a los empleados para validar el desaseo que prevaleció durante el proceso electoral de 2006.
Esta situación, que de suyo ha implicado un costo altísimo en materia de credibilidad y autoridad moral para el PRD, se ve agravada cuando, como ocurrió el pasado miércoles durante la presentación oficial de Jesús Ortega como nuevo dirigente nacional, concurren representantes de los estamentos político-empresariales del país que hace dos años, cabe recordarlo, sumaron esfuerzos por impedir la llegada de un proyecto alternativo de gobierno y de nación, representado por la candidatura de Andrés Manuel López Obrador.
Es claro que la presidencia de un partido como el PRD debe tener tratos con los distintos actores políticos y económicos del país, pero la circunstancia actual demanda un mínimo de sensibilidad por parte de la nueva dirigencia, si lo que se quiere es salvar al instituto político de una mayor sangría de militantes y de una pérdida masiva de simpatizantes: a fin de cuentas, en las bases de apoyo electoral del perredismo persiste al día de hoy la impresión de que el voto ciudadano fue burlado en 2006 y la certeza de que los invitados a la ceremonia del pasado miércoles incurrieron en acciones –tanto legales como ilegales– que tergiversaron el sentir popular en torno al aspirante de la coalición Por el Bien de Todos.
Por lo demás, el anuncio de un acuerdo entre el Partido del Trabajo y Convergencia para ir con candidaturas comunes a los comicios del año entrante, sin el PRD y en el marco del Frente Amplio Progresista, da cuenta del aislamiento que enfrentará la nueva dirigencia de cara a unas elecciones que se adivinan por demás complicadas para ese instituto político, cuyas simpatías entre la población se han desgastado y que, además, con actitudes como la de esta semana, corre el riesgo de perder el apoyo de millones de ciudadanos independientes, sin movimiento y sin partido, que desconfían, y con razón, de los invitados a la toma de posesión de Jesús Ortega.
Ese hecho, lejos de restablecer la normalidad institucional en el PRD y de contribuir a sanear las heridas que se habían abierto en los últimos meses, profundizó el conflicto, dejó en un sector de la opinión pública la sensación de que se había legalizado la suciedad y la trampa electoral, y prefiguró una dirigencia marcada con el estigma de haber sido designada desde una instancia del poder público –situación desastrosa para un partido de oposición–, en sentido contrario a las resoluciones de los órganos internos del partido y, para colmo, con argumentos similares a los empleados para validar el desaseo que prevaleció durante el proceso electoral de 2006.
Esta situación, que de suyo ha implicado un costo altísimo en materia de credibilidad y autoridad moral para el PRD, se ve agravada cuando, como ocurrió el pasado miércoles durante la presentación oficial de Jesús Ortega como nuevo dirigente nacional, concurren representantes de los estamentos político-empresariales del país que hace dos años, cabe recordarlo, sumaron esfuerzos por impedir la llegada de un proyecto alternativo de gobierno y de nación, representado por la candidatura de Andrés Manuel López Obrador.
Es claro que la presidencia de un partido como el PRD debe tener tratos con los distintos actores políticos y económicos del país, pero la circunstancia actual demanda un mínimo de sensibilidad por parte de la nueva dirigencia, si lo que se quiere es salvar al instituto político de una mayor sangría de militantes y de una pérdida masiva de simpatizantes: a fin de cuentas, en las bases de apoyo electoral del perredismo persiste al día de hoy la impresión de que el voto ciudadano fue burlado en 2006 y la certeza de que los invitados a la ceremonia del pasado miércoles incurrieron en acciones –tanto legales como ilegales– que tergiversaron el sentir popular en torno al aspirante de la coalición Por el Bien de Todos.
Por lo demás, el anuncio de un acuerdo entre el Partido del Trabajo y Convergencia para ir con candidaturas comunes a los comicios del año entrante, sin el PRD y en el marco del Frente Amplio Progresista, da cuenta del aislamiento que enfrentará la nueva dirigencia de cara a unas elecciones que se adivinan por demás complicadas para ese instituto político, cuyas simpatías entre la población se han desgastado y que, además, con actitudes como la de esta semana, corre el riesgo de perder el apoyo de millones de ciudadanos independientes, sin movimiento y sin partido, que desconfían, y con razón, de los invitados a la toma de posesión de Jesús Ortega.
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