Jaime Avilés
No todos sus lectores saben que Eduardo Galeano en realidad se llama Eduardo Hugues Galeano, o que nació un 2 de septiembre, o que a los catorce años trabajaba como mensajero de un banco donde preparaba café y después lo hervía para provocarle diarrea al director. Tampoco todos sus lectores saben que en aquellos tiempos de 1954, mientras se ganaba el pan como aprendiz de banquero, Galeano comenzó a dibujar cartones políticos que publicaba en El Sol, un periódico socialista de Montevideo, o que los firmaba como Gius , debido a las dificultades fonéticas del apellido galés Hugues, o que de alguna manera creía que su destino era ser artista plástico.
No todos sus lectores saben que en 1959, a los diecinueve años, ante la imposibilidad de ser Eduardo Hugues y expresarse dibujando, y agobiado por la incapacidad de escribir, pues nada deseaba más ardientemente que tejer ideas e historias con palabras, Galeano se encerró en un hotel de la calle Río Branco de Montevideo y se tragó puños de veneno “como para matar un caballo”, o que despertó varios días más tarde en la sala de presos del hospital Maciel, con la piel quemada, él mismo lo confiesa, “por el ácido de las meadas y la mierda que el cuerpo había seguido echando por su cuenta, mientras yo dormía mi muerte en el hotel”.
No todos sus lectores saben estas cosas porque forman parte de Días y noches de amor y de guerra, de todos sus libros mi favorito, aunque sea también el menos conocido en México, a juzgar por su corto número de reimpresiones en Ediciones Era (iban once en 2005), que no son nada comparadas con las que han acumulado a la fecha su temprano clásico, Las venas abiertas de América Latina, los tres tomos de Memoria del fuego, El libro de los abrazos y El futbol a sol y sombra.
Por todo lo anteriormente expuesto y actuado, muchos de sus lectores mexicanos ignoran que, al volver a la vida en aquel hospital, Galeano pensó que estaba en un mercado de Calcuta. “Veía tipos medio desnudos con turbantes, vendiendo baratijas. Se les salían los huesos, de tan flacos. Estaban sentados en cuclillas. Otros hacían danzar a las serpientes con una flauta.”
Pero no fue sino a raíz de aquella experiencia, aquel terrible rito de paso, del que salió “con los ojos lavados” para volver a mirar el mundo por primera vez, cuando descubrió algo fundamental para él como artista y para nosotros sus lectores, que nos beneficiamos de su trabajo: dejó atrás al dibujante Gius y al adolescente Hugues, para convertirse en Galeano. En Días y noches de amor y de guerra lo relata así: “Entonces pude escribir y empecé a firmar con mi segundo apellido, Galeano, los artículos y los libros.” Aunque sólo dieciocho años después, desterrado en Cataluña con su Helena propia, agrega, “me di cuenta de que llamarme Eduardo Galeano fue, desde fines de 1959, una manera de decir: soy otro, soy un recién nacido, he nacido de nuevo”.
LOS DÍAS Y LAS NOCHES
Días y noches de amor y de guerra apareció en 1978, bajo el sello de la editorial Laia, que en catalán significa eulalia, que en griego se traduce como “la bien hablada” o la que tiene “buena lengua”. Eduardo y Helena habían escapado de Argentina a finales de 1976 o muy al principio de '77, eso no lo tengo claro, pero no me cabe duda alguna de que si se hubieran quedado un poquitito más habrían corrido la suerte de Haroldo Conti y de Rodolfo Walsh, y de las 30 mil personas que la dictadura de Videla desapareció y asesinó, mientras la dictadura de Pinochet borraba del aire y de la luz a 5 mil chilenos, y la dictadura uruguaya hacía lo propio, en menor escala, toda proporción guardada, con sus mejores ciudadanos.
Fotos: José Carlo González/ archivo La Jornada
En la España de 1977, reconvertida apenas en reino de Juan Carlos i, tras la lenta y dolorosa y vengadora agonía del monstruo de Franco, apaleado por los golpes de tantas muertes, de tantas pérdidas, de tantos años de convivencia cotidiana con el terror, Galeano se refugió con Helena en Calella de la Costa , un puertito de Cataluña, y en un acto de catarsis para aliviarse de la asfixia, escribió de prisa, con visible urgencia, Días y noches de amor y de guerra, su libro de llegada al exilio, en el que recupera su fallida vocación de artista plástico, para construirlo pintando cuadros verbales de hondo aliento poético, cuadros independientes entre sí pero vinculados con el tema general de la nostalgia, de la derrota, del desgarramiento, pero nunca de la desesperanza.
Esos cuadros, que terminan colgados en las páginas del libro como si estuvieran en los muros de una galería, evocan muchas cosas importantes en la vida de ese joven escritor de treinta y siete años, pero no organizan, ni pretenden, los datos de su breve pero intensa hoja de vida marcada por la precocidad. Me explico: si a los catorce ya es mensajero de banco, caricaturista político y militante socialista, a los veinte, don Carlos Quijano, uno de los intelectuales más sólidos y respetados de Uruguay, que por cierto murió exiliado aquí en México, lo nombra jefe de redacción de la prestigiosa revista Marcha, en la que Juan Carlos Onetti escribía la columna de Periquito el Aguador. Allí Galeano se hizo amigo, confidente y, a veces, arcángel guardián de Onetti, que vivía deprimido. En Días y noches de amor y de guerra lo pinta de cuerpo entero en tres páginas que resumo en el siguiente párrafo:
Lo encontré tumbado en la cama. Pasaba largas épocas así. Creo que todavía tenía junto a la cama el alambique de cristal que le evitaba el esfuerzo de servirse vino. Le bastaba con mover apenitas la mano: el vaso presionaba una válvula y se llenaba de vino. Tomaba vino ordinario, de esos que te hacen mear violeta, y engullía pastillas para estar siempre dormido. Pero a veces estaba despierto y a eso él lo llamaba insomnio... Aquella vez le abrí la ventana y las persianas, y el golpe de la luz del día casi lo mata. Nos puteamos un buen rato. Le ofrecí murciélagos. Le conté chistes y chismes... Sabía, sé, porque lo conozco y lo leo, que el Viejo tiene su cuerpo huesudo lleno de demonios que lo acosan y le revuelven las tripas y le hunden puñales y es para ver si consigue marearlos que él se llena el cuerpo de vino y de humo, con los ojos clavados en las manchas de humedad del techo. Dormir, tal vez soñar, es una tregua. Las novelitas policiales que lee son una tregua. Escribir es también una tregua y, quizás, el único triunfo que le está permitido. Entonces, cuando escribe, él se alza y convierte en oro su mugre y su ruina, y es rey.
Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo son los dos más grandes narradores de habla hispana que dio el siglo XX, digan lo que digan al otro lado del charco, donde inventaron esta lengua que nos comunica pero que no fueron capaces de escribir, ni de lejos, como nuestros inmensos y atormentados Juanes. Galeano lo sabe y no por nada, en Días y noches de amor y de guerra colgó juntos los cuadros en que los pintó separados, cada cual en su respectivo infierno. Acerca de Rulfo son estas líneas:
Juan Rulfo dijo lo que tenía que decir en pocas páginas, puro hueso y carne sin grasa, y después guardó silencio. En 1974, en Buenos Aires, Rulfo me dijo que no tenía tiempo de escribir como quería, por el mucho trabajo que le daba su empleo en la administración pública. Para tener tiempo necesitaba una licencia y la licencia había que pedírsela a los médicos. Y uno no puede, me explicó Rulfo, ir al médico y decirle: “Me siento muy triste, porque por esas cosas no dan licencia los médicos.”
CON LAS VENAS ABIERTAS
En 1962, Galeano publica su única novela, Los días siguientes, que nunca he visto y de la que nada sé. En 1963 conoce a Salvador Allende y lo acompaña en un largo viaje por los fríos del sur de Chile. En 1964 renuncia a Marcha para asumir, teniendo sólo veinticuatro años, la dirección del periódico Época, y con ese cargo viaja a La Habana para entrevistar al Che Guevara, a quien encuentra vestido de beisbolista y, en nombre de la pasión congénita de los oriundos del Río de la Plata por el futbol, lo llama, en broma, “traidor”. Guevara le confiesa: “Cuando era presidente del Banco Central de Cuba firmé los billetes con la palabra Che, para burlarme, porque el dinero, fetiche de mierda, debe ser feo.”
En 1966, al salir de la dirección de Época , Galeano sigue haciendo periodismo, viaja a todas partes, se casa con Graciela, tiene tres hijos, que actualmente, según dice, “ya son más viejos que él”, y en 1971 publica Las venas abiertas de América Latina, que de inmediato se vuelve un clásico. Ese libro, que todos los lectores de Galeano conocemos bien, es el producto de una vasta investigación en los archivos de la dominación colonial española en este continente, pero también es una denuncia de la explotación y el saqueo que sufrieron nuestros pueblos, y del derroche absurdo que el trono de España cometió para financiar sus guerras y, sobre todo, sus pachangas, que acabaron hundiéndonos en la miseria, el atraso y la ignorancia, mientras ellos, en las cortes de Cádiz y en los palacios de Madrid, se miraban en los espejos y veían sus rostros deformados por el embrutecimiento, autoexcluidos de Europa y del futuro.
Con toda razón, cuando un amigo mío en Buenos Aires leyó Las venas abiertas ..., me dijo: “Si en lugar de España nos hubiera conquistado Inglaterra seríamos Australia.” Hoy, ese libro traducido a más de veinte lenguas, reactualiza su vigencia, porque las causas de la crisis económica del hoy por hoy son, otra vez, la concentración demencial de la riqueza en unas cuantas manos, el despilfarro ilimitado en cosas de lujo inútiles, el financiamiento de guerras perdidas de antemano y, antes y después de todo, el desprecio por los demás, empezando por los pobres, por los indios, por los negros y por todos los que no son blancos; es decir, el desprecio por la inmensa mayoría de la humanidad. Y vaya que de esto sabemos en México, donde más del ochenta por ciento del dinero depositado en los bancos se aglutina en menos del dos por ciento de las cuentas de ahorros.
LA MEMORIA Y EL FUEGO
Perseguido por la dictadura militar uruguaya, que quema y prohíbe sus libros, Galeano funda en 1973, en Buenos Aires, la revista Crisis , que exhala un aire de renovación en el periodismo latinoamericano y nos enseña a ver la realidad con otros ojos. Crisis no sólo publica los ensayos más deslumbrantes de los intelectuales del Cono Sur, sino que recoge los mensajes de las pintas callejeras, la voz de las bardas urbanas, y hace reportajes sobre temas que a nadie se le habían ocurrido. No creo que alguien pueda negar que la inteligencia, la elegancia, el humor irónico, la ruptura de Crisis con el punto de vista “objetivo” impuesto como falso dogma por el periodismo gringo, influyeron en la transformación que el periodismo mexicano empezó a experimentar a partir de 1977 con el nacimiento del unomásuno de Manuel Becerra Acosta, antecesor de La Jornada.
Crisis duró tres años. En 1976, tras la desaparición del escritor Haroldo Conti, Galeano y sus amigos cerraron la revista y tiraron la llave al Río de la Plata. En Calella de la Costa , alentado por la adquisición y el dominio de la nueva arquitectura literaria que descubrió en Días y noches de amor y de guerra, emprende la tarea de escribir una obra monumental: Memoria del fuego. Ésta, para no tardarse diez años en llegar a la imprenta, se divide en tres tomos. El primero, que aparece en 1982, es Los nacimientos, y constituye un esfuerzo de recopilación mitográfica sobre los orígenes de los animales, las plantas, los dioses, las lenguas, las distintas formas de la felicidad y las desgracias de América, apoyado en abundantes referencias bibliotecarias.
Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada
El segundo tomo, que sale a la calle en 1984, se titula Las caras y las máscaras, y con la misma técnica, el mismo rigor documental y la misma ambición de abarcarlo todo, cubre los siglos XVIII y XIX. Pero entonces, en el tiempo real que separa al día de la noche, suceden dos cosas o tres: se derrumban las dictaduras de Uruguay y de Argentina, de repente se acaba el exilio y, en los preparativos del regreso, a Galeano le da un infarto. Por fortuna, el menos literario y el más literal de los ataques al corazón que ha sufrido, no le impide seguir viviendo, cumplir sus propósitos, volar sobre África para aterrizar en el Cono Sur, instalarse con Helena en una casa del barrio Malvín, que hoy la gente que pasa por ahí la distingue con el hermoso nombre de “casa de los pájaros”, y no porque Eduardo y Helena pertenezcan al reino de las aves, sino por lo que voy a decir a renglón seguido.
En ese lugar, de una sola planta, cerca de la playa, Galeano escribe El siglo del viento, tercer tomo de Memoria del fuego que abre con una estampa de San José de Gracia, Michoacán, México, el 1 de enero de 1900, cuando ante la inminencia del fin del mundo “nadie quiso acabar sin confesión” y el cura del pueblo “pasó tres días y tres noches clavado en el confesionario, hasta que se desmayó por indigestión de pecados”.
El volumen y la trilogía llegan a su fin dos veces, con una estampa de Bluefields, Nicaragua, en 1984, durante el acoso de Reagan a la débil y efímera revolución sandinista, y con una carta de Galeano a Reynaldo Orfila, director de la editorial Siglo xxi , en 1986, en la que el autor le declara a su editor que se siente “más orgulloso que nunca de haber nacido en esta América, en esta mierda, en esta maravilla, durante el siglo del viento”.
EL REGRESO A CASA
En 1989 aparece El libro de los abrazos, que es también el del regreso a casa, el de la nostalgia por el exilio y la prolongación de una obra que se multiplica extendiéndose en todas direcciones, con la feracidad de la selva, mientras el éxito de Memoria del fuego, y de Las venas abiertas..., las traducciones, las reimpresiones, los premios, el éxito se reflejan en las alas y las plumas y los colores de la fachada de la casa de los pájaros y en la belleza del jardín que Helena va moldeando, esculpiendo para fortuna de todas y todos los que hemos pasado por allí a comer fainá y colita de cuadril con una copa de vino.
Pero Galeano de ningún modo parece satisfecho. En 1993 publica Las palabras andantes; en 1995, El futbol a sol y a sombra, que lo convierte en un escritor leído asiduamente por los nuevos jóvenes. Y no contento con todo lo logrado, en 2004, tras casi una década de silencio en la que sin embargo viaja, investiga y hace periodismo sin cesar, proclama la noticia más asombrosa de su inagotable imaginación poética: su nuevo libro, Bocas del tiempo, que durante años fue naciendo domingo a domingo en La Jornada con el título provisional de Ventanas; da a conocer la existencia de personas que escucharon el eco del Big Bang, fundador del universo, que sigue resonando a su paso por las galaxias infinitas.
Hoy en día, Galeano disfruta las repercusiones de Espejos, donde expone los cuadros que anduvo pintando en estos años sobre la historia y las cosas del resto del mundo, sin apartarse de América ni olvidarse de México, al que menciona en no pocos retablos, retratos, paisajes y viñetas. Podría extenderme hasta pasado mañana hablando de este inminente doctor honoris causa de la Universidad Veracruzana , referirme a su trabajo periodístico, a su costumbre de jugarse la vida en nombre de la solidaridad, acudiendo a países donde la presencia de un artista de su tamaño representa un escudo humano, un apoyo a los que tienen razón, una condena a quienes ejercen la injusticia. Podría referirme a su mirada crítica sobre la izquierda que a veces, como un día me dijo, “comete pecados contra la esperanza”. Podría hablar acerca de su entrañable paisito, donde una vez, en el mercado del puerto, un mesero al que le pedí sal me respondió: “para poner sal hay tiempo, para quitarla no”. Podría redondear la idea central de este discurso abundando con que las diversas exposiciones de cuadros que son los libros de Eduardo Galeano han formado a la vuelta del tiempo un museo con numerosos pabellones que permanece abierto las veinticuatro horas de los 365 días de todos los años. Podría, en fin, ejecutar múltiples variaciones adicionales sobre el tema Eduardo Galeano, pero quiero terminar compartiendo con ustedes una anécdota acerca de Onetti, que Galeano, hasta donde sé, no ha publicado todavía en ningún libro.
Resulta que dos estudiantes uruguayos fueron a Madrid, en donde el viejo también estaba exiliado. Le tocaron varias veces el timbre, pero él no quería recibirlos. Abrumado por la insistencia de los muchachos, les pasó un papelito por debajo de la puerta que decía: “Onetti no está.” Y cuando los jóvenes le contestaron que venían de parte de Galeano, ya no tuvo más remedio que abrirles. Era un día de mucho calor. Onetti llevaba puesto sólo el pantalón de la pijama, atado a la barriga con un mecate. La casa estaba hecha un desastre, platos sucios por doquier, ceniceros con montañas de colillas, y cuando Onetti habló para invitarlos a sentarse, los muchachos advirtieron que le quedaban apenas dos o tres dientes. Entonces Onetti les dijo: perdonen que los reciba con tan pocos dientes, pero los demás se los presté al Vargas Llosa.
No todos sus lectores saben que en 1959, a los diecinueve años, ante la imposibilidad de ser Eduardo Hugues y expresarse dibujando, y agobiado por la incapacidad de escribir, pues nada deseaba más ardientemente que tejer ideas e historias con palabras, Galeano se encerró en un hotel de la calle Río Branco de Montevideo y se tragó puños de veneno “como para matar un caballo”, o que despertó varios días más tarde en la sala de presos del hospital Maciel, con la piel quemada, él mismo lo confiesa, “por el ácido de las meadas y la mierda que el cuerpo había seguido echando por su cuenta, mientras yo dormía mi muerte en el hotel”.
No todos sus lectores saben estas cosas porque forman parte de Días y noches de amor y de guerra, de todos sus libros mi favorito, aunque sea también el menos conocido en México, a juzgar por su corto número de reimpresiones en Ediciones Era (iban once en 2005), que no son nada comparadas con las que han acumulado a la fecha su temprano clásico, Las venas abiertas de América Latina, los tres tomos de Memoria del fuego, El libro de los abrazos y El futbol a sol y sombra.
Por todo lo anteriormente expuesto y actuado, muchos de sus lectores mexicanos ignoran que, al volver a la vida en aquel hospital, Galeano pensó que estaba en un mercado de Calcuta. “Veía tipos medio desnudos con turbantes, vendiendo baratijas. Se les salían los huesos, de tan flacos. Estaban sentados en cuclillas. Otros hacían danzar a las serpientes con una flauta.”
Pero no fue sino a raíz de aquella experiencia, aquel terrible rito de paso, del que salió “con los ojos lavados” para volver a mirar el mundo por primera vez, cuando descubrió algo fundamental para él como artista y para nosotros sus lectores, que nos beneficiamos de su trabajo: dejó atrás al dibujante Gius y al adolescente Hugues, para convertirse en Galeano. En Días y noches de amor y de guerra lo relata así: “Entonces pude escribir y empecé a firmar con mi segundo apellido, Galeano, los artículos y los libros.” Aunque sólo dieciocho años después, desterrado en Cataluña con su Helena propia, agrega, “me di cuenta de que llamarme Eduardo Galeano fue, desde fines de 1959, una manera de decir: soy otro, soy un recién nacido, he nacido de nuevo”.
LOS DÍAS Y LAS NOCHES
Días y noches de amor y de guerra apareció en 1978, bajo el sello de la editorial Laia, que en catalán significa eulalia, que en griego se traduce como “la bien hablada” o la que tiene “buena lengua”. Eduardo y Helena habían escapado de Argentina a finales de 1976 o muy al principio de '77, eso no lo tengo claro, pero no me cabe duda alguna de que si se hubieran quedado un poquitito más habrían corrido la suerte de Haroldo Conti y de Rodolfo Walsh, y de las 30 mil personas que la dictadura de Videla desapareció y asesinó, mientras la dictadura de Pinochet borraba del aire y de la luz a 5 mil chilenos, y la dictadura uruguaya hacía lo propio, en menor escala, toda proporción guardada, con sus mejores ciudadanos.
Fotos: José Carlo González/ archivo La Jornada
En la España de 1977, reconvertida apenas en reino de Juan Carlos i, tras la lenta y dolorosa y vengadora agonía del monstruo de Franco, apaleado por los golpes de tantas muertes, de tantas pérdidas, de tantos años de convivencia cotidiana con el terror, Galeano se refugió con Helena en Calella de la Costa , un puertito de Cataluña, y en un acto de catarsis para aliviarse de la asfixia, escribió de prisa, con visible urgencia, Días y noches de amor y de guerra, su libro de llegada al exilio, en el que recupera su fallida vocación de artista plástico, para construirlo pintando cuadros verbales de hondo aliento poético, cuadros independientes entre sí pero vinculados con el tema general de la nostalgia, de la derrota, del desgarramiento, pero nunca de la desesperanza.
Esos cuadros, que terminan colgados en las páginas del libro como si estuvieran en los muros de una galería, evocan muchas cosas importantes en la vida de ese joven escritor de treinta y siete años, pero no organizan, ni pretenden, los datos de su breve pero intensa hoja de vida marcada por la precocidad. Me explico: si a los catorce ya es mensajero de banco, caricaturista político y militante socialista, a los veinte, don Carlos Quijano, uno de los intelectuales más sólidos y respetados de Uruguay, que por cierto murió exiliado aquí en México, lo nombra jefe de redacción de la prestigiosa revista Marcha, en la que Juan Carlos Onetti escribía la columna de Periquito el Aguador. Allí Galeano se hizo amigo, confidente y, a veces, arcángel guardián de Onetti, que vivía deprimido. En Días y noches de amor y de guerra lo pinta de cuerpo entero en tres páginas que resumo en el siguiente párrafo:
Lo encontré tumbado en la cama. Pasaba largas épocas así. Creo que todavía tenía junto a la cama el alambique de cristal que le evitaba el esfuerzo de servirse vino. Le bastaba con mover apenitas la mano: el vaso presionaba una válvula y se llenaba de vino. Tomaba vino ordinario, de esos que te hacen mear violeta, y engullía pastillas para estar siempre dormido. Pero a veces estaba despierto y a eso él lo llamaba insomnio... Aquella vez le abrí la ventana y las persianas, y el golpe de la luz del día casi lo mata. Nos puteamos un buen rato. Le ofrecí murciélagos. Le conté chistes y chismes... Sabía, sé, porque lo conozco y lo leo, que el Viejo tiene su cuerpo huesudo lleno de demonios que lo acosan y le revuelven las tripas y le hunden puñales y es para ver si consigue marearlos que él se llena el cuerpo de vino y de humo, con los ojos clavados en las manchas de humedad del techo. Dormir, tal vez soñar, es una tregua. Las novelitas policiales que lee son una tregua. Escribir es también una tregua y, quizás, el único triunfo que le está permitido. Entonces, cuando escribe, él se alza y convierte en oro su mugre y su ruina, y es rey.
Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo son los dos más grandes narradores de habla hispana que dio el siglo XX, digan lo que digan al otro lado del charco, donde inventaron esta lengua que nos comunica pero que no fueron capaces de escribir, ni de lejos, como nuestros inmensos y atormentados Juanes. Galeano lo sabe y no por nada, en Días y noches de amor y de guerra colgó juntos los cuadros en que los pintó separados, cada cual en su respectivo infierno. Acerca de Rulfo son estas líneas:
Juan Rulfo dijo lo que tenía que decir en pocas páginas, puro hueso y carne sin grasa, y después guardó silencio. En 1974, en Buenos Aires, Rulfo me dijo que no tenía tiempo de escribir como quería, por el mucho trabajo que le daba su empleo en la administración pública. Para tener tiempo necesitaba una licencia y la licencia había que pedírsela a los médicos. Y uno no puede, me explicó Rulfo, ir al médico y decirle: “Me siento muy triste, porque por esas cosas no dan licencia los médicos.”
CON LAS VENAS ABIERTAS
En 1962, Galeano publica su única novela, Los días siguientes, que nunca he visto y de la que nada sé. En 1963 conoce a Salvador Allende y lo acompaña en un largo viaje por los fríos del sur de Chile. En 1964 renuncia a Marcha para asumir, teniendo sólo veinticuatro años, la dirección del periódico Época, y con ese cargo viaja a La Habana para entrevistar al Che Guevara, a quien encuentra vestido de beisbolista y, en nombre de la pasión congénita de los oriundos del Río de la Plata por el futbol, lo llama, en broma, “traidor”. Guevara le confiesa: “Cuando era presidente del Banco Central de Cuba firmé los billetes con la palabra Che, para burlarme, porque el dinero, fetiche de mierda, debe ser feo.”
En 1966, al salir de la dirección de Época , Galeano sigue haciendo periodismo, viaja a todas partes, se casa con Graciela, tiene tres hijos, que actualmente, según dice, “ya son más viejos que él”, y en 1971 publica Las venas abiertas de América Latina, que de inmediato se vuelve un clásico. Ese libro, que todos los lectores de Galeano conocemos bien, es el producto de una vasta investigación en los archivos de la dominación colonial española en este continente, pero también es una denuncia de la explotación y el saqueo que sufrieron nuestros pueblos, y del derroche absurdo que el trono de España cometió para financiar sus guerras y, sobre todo, sus pachangas, que acabaron hundiéndonos en la miseria, el atraso y la ignorancia, mientras ellos, en las cortes de Cádiz y en los palacios de Madrid, se miraban en los espejos y veían sus rostros deformados por el embrutecimiento, autoexcluidos de Europa y del futuro.
Con toda razón, cuando un amigo mío en Buenos Aires leyó Las venas abiertas ..., me dijo: “Si en lugar de España nos hubiera conquistado Inglaterra seríamos Australia.” Hoy, ese libro traducido a más de veinte lenguas, reactualiza su vigencia, porque las causas de la crisis económica del hoy por hoy son, otra vez, la concentración demencial de la riqueza en unas cuantas manos, el despilfarro ilimitado en cosas de lujo inútiles, el financiamiento de guerras perdidas de antemano y, antes y después de todo, el desprecio por los demás, empezando por los pobres, por los indios, por los negros y por todos los que no son blancos; es decir, el desprecio por la inmensa mayoría de la humanidad. Y vaya que de esto sabemos en México, donde más del ochenta por ciento del dinero depositado en los bancos se aglutina en menos del dos por ciento de las cuentas de ahorros.
LA MEMORIA Y EL FUEGO
Perseguido por la dictadura militar uruguaya, que quema y prohíbe sus libros, Galeano funda en 1973, en Buenos Aires, la revista Crisis , que exhala un aire de renovación en el periodismo latinoamericano y nos enseña a ver la realidad con otros ojos. Crisis no sólo publica los ensayos más deslumbrantes de los intelectuales del Cono Sur, sino que recoge los mensajes de las pintas callejeras, la voz de las bardas urbanas, y hace reportajes sobre temas que a nadie se le habían ocurrido. No creo que alguien pueda negar que la inteligencia, la elegancia, el humor irónico, la ruptura de Crisis con el punto de vista “objetivo” impuesto como falso dogma por el periodismo gringo, influyeron en la transformación que el periodismo mexicano empezó a experimentar a partir de 1977 con el nacimiento del unomásuno de Manuel Becerra Acosta, antecesor de La Jornada.
Crisis duró tres años. En 1976, tras la desaparición del escritor Haroldo Conti, Galeano y sus amigos cerraron la revista y tiraron la llave al Río de la Plata. En Calella de la Costa , alentado por la adquisición y el dominio de la nueva arquitectura literaria que descubrió en Días y noches de amor y de guerra, emprende la tarea de escribir una obra monumental: Memoria del fuego. Ésta, para no tardarse diez años en llegar a la imprenta, se divide en tres tomos. El primero, que aparece en 1982, es Los nacimientos, y constituye un esfuerzo de recopilación mitográfica sobre los orígenes de los animales, las plantas, los dioses, las lenguas, las distintas formas de la felicidad y las desgracias de América, apoyado en abundantes referencias bibliotecarias.
Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada
El segundo tomo, que sale a la calle en 1984, se titula Las caras y las máscaras, y con la misma técnica, el mismo rigor documental y la misma ambición de abarcarlo todo, cubre los siglos XVIII y XIX. Pero entonces, en el tiempo real que separa al día de la noche, suceden dos cosas o tres: se derrumban las dictaduras de Uruguay y de Argentina, de repente se acaba el exilio y, en los preparativos del regreso, a Galeano le da un infarto. Por fortuna, el menos literario y el más literal de los ataques al corazón que ha sufrido, no le impide seguir viviendo, cumplir sus propósitos, volar sobre África para aterrizar en el Cono Sur, instalarse con Helena en una casa del barrio Malvín, que hoy la gente que pasa por ahí la distingue con el hermoso nombre de “casa de los pájaros”, y no porque Eduardo y Helena pertenezcan al reino de las aves, sino por lo que voy a decir a renglón seguido.
En ese lugar, de una sola planta, cerca de la playa, Galeano escribe El siglo del viento, tercer tomo de Memoria del fuego que abre con una estampa de San José de Gracia, Michoacán, México, el 1 de enero de 1900, cuando ante la inminencia del fin del mundo “nadie quiso acabar sin confesión” y el cura del pueblo “pasó tres días y tres noches clavado en el confesionario, hasta que se desmayó por indigestión de pecados”.
El volumen y la trilogía llegan a su fin dos veces, con una estampa de Bluefields, Nicaragua, en 1984, durante el acoso de Reagan a la débil y efímera revolución sandinista, y con una carta de Galeano a Reynaldo Orfila, director de la editorial Siglo xxi , en 1986, en la que el autor le declara a su editor que se siente “más orgulloso que nunca de haber nacido en esta América, en esta mierda, en esta maravilla, durante el siglo del viento”.
EL REGRESO A CASA
En 1989 aparece El libro de los abrazos, que es también el del regreso a casa, el de la nostalgia por el exilio y la prolongación de una obra que se multiplica extendiéndose en todas direcciones, con la feracidad de la selva, mientras el éxito de Memoria del fuego, y de Las venas abiertas..., las traducciones, las reimpresiones, los premios, el éxito se reflejan en las alas y las plumas y los colores de la fachada de la casa de los pájaros y en la belleza del jardín que Helena va moldeando, esculpiendo para fortuna de todas y todos los que hemos pasado por allí a comer fainá y colita de cuadril con una copa de vino.
Pero Galeano de ningún modo parece satisfecho. En 1993 publica Las palabras andantes; en 1995, El futbol a sol y a sombra, que lo convierte en un escritor leído asiduamente por los nuevos jóvenes. Y no contento con todo lo logrado, en 2004, tras casi una década de silencio en la que sin embargo viaja, investiga y hace periodismo sin cesar, proclama la noticia más asombrosa de su inagotable imaginación poética: su nuevo libro, Bocas del tiempo, que durante años fue naciendo domingo a domingo en La Jornada con el título provisional de Ventanas; da a conocer la existencia de personas que escucharon el eco del Big Bang, fundador del universo, que sigue resonando a su paso por las galaxias infinitas.
Hoy en día, Galeano disfruta las repercusiones de Espejos, donde expone los cuadros que anduvo pintando en estos años sobre la historia y las cosas del resto del mundo, sin apartarse de América ni olvidarse de México, al que menciona en no pocos retablos, retratos, paisajes y viñetas. Podría extenderme hasta pasado mañana hablando de este inminente doctor honoris causa de la Universidad Veracruzana , referirme a su trabajo periodístico, a su costumbre de jugarse la vida en nombre de la solidaridad, acudiendo a países donde la presencia de un artista de su tamaño representa un escudo humano, un apoyo a los que tienen razón, una condena a quienes ejercen la injusticia. Podría referirme a su mirada crítica sobre la izquierda que a veces, como un día me dijo, “comete pecados contra la esperanza”. Podría hablar acerca de su entrañable paisito, donde una vez, en el mercado del puerto, un mesero al que le pedí sal me respondió: “para poner sal hay tiempo, para quitarla no”. Podría redondear la idea central de este discurso abundando con que las diversas exposiciones de cuadros que son los libros de Eduardo Galeano han formado a la vuelta del tiempo un museo con numerosos pabellones que permanece abierto las veinticuatro horas de los 365 días de todos los años. Podría, en fin, ejecutar múltiples variaciones adicionales sobre el tema Eduardo Galeano, pero quiero terminar compartiendo con ustedes una anécdota acerca de Onetti, que Galeano, hasta donde sé, no ha publicado todavía en ningún libro.
Resulta que dos estudiantes uruguayos fueron a Madrid, en donde el viejo también estaba exiliado. Le tocaron varias veces el timbre, pero él no quería recibirlos. Abrumado por la insistencia de los muchachos, les pasó un papelito por debajo de la puerta que decía: “Onetti no está.” Y cuando los jóvenes le contestaron que venían de parte de Galeano, ya no tuvo más remedio que abrirles. Era un día de mucho calor. Onetti llevaba puesto sólo el pantalón de la pijama, atado a la barriga con un mecate. La casa estaba hecha un desastre, platos sucios por doquier, ceniceros con montañas de colillas, y cuando Onetti habló para invitarlos a sentarse, los muchachos advirtieron que le quedaban apenas dos o tres dientes. Entonces Onetti les dijo: perdonen que los reciba con tan pocos dientes, pero los demás se los presté al Vargas Llosa.
Muchas gracias, Eduardo, por tu obra y por tu vida.
kikka-roja.blogspot.com/