Agustín Basave
20-Abr-2009
Además de lesiones que no sabemos cuándo sanarán, las próximas elecciones y sus secuelas dejarán lecciones. Una de ellas será que el IFE no debe ser elefante pero sí debe ser blanco (y no tricolor, blanquiazul y amarillo). Y habrá otra, más importante, que será el imperativo de inyectar una dosis de parlamentarismo a nuestro régimen.
La rispidez del pleito entre el PAN y el PRI es del tamaño del poder que está en juego. La Cámara de Diputados, en efecto, se ha convertido en una institución clave para gobernar el país y para apuntalar las contiendas por la Presidencia, y ninguno de los dos va a perder curules por un escrúpulo de urbanidad política o un prurito de armonía. Panistas y priistas se darán con todo en los dos meses y medio que restan de una contienda que las encuestas vaticinan cerrada. Hay y habrá rudeza necesaria e innecesaria, golpes altos y bajos, patadas voladoras y zancadillas. La decisión de cuidar los puentes entre esos dos partidos y con ellos la viabilidad de su alianza legislativa estará supeditada a los respectivos análisis costo-beneficio.
Cada quien hace ya el suyo. El PAN pone en un lado de la balanza la necesidad del apoyo del PRI para desahogar su agenda y garantizar la gobernabilidad en la segunda mitad del sexenio, y en el otro la determinación de conservar la primacía de su fracción parlamentaria o al menos impedir que su adversario obtenga la mayoría absoluta. Yo creo que pesará más el segundo plato. Hace tiempo pronostiqué en este espacio que los priistas perderán ganando: subirán en número de diputados pero bajarán en influencia porque la fracción mayoritaria de la próxima bancada perredista no vacilará en negociar con los panistas. Además, es evidente que la actual estrategia del PAN es tan criticable como útil: no sólo le ha permitido remontar en los sondeos sino que ha puesto al PRI contra la pared. La decisión sobre escalar o no esos ataques se tomará con base en las encuestas; si se vuelve a abrir la brecha se hará uso de la PGR para golpear mediáticamente a algún conspicuo priista en el contexto de la lucha contra el crimen organizado.
El PRI, por su parte, empieza a contraatacar. Lo sorprendieron con los dedos detrás de la puerta y tiene la mano hinchada, pero no está manco. Usará la táctica del judo para tratar de derribar a su contrincante: dirá que el narcotráfico se desbordó a partir de la alternancia y reforzará en su propaganda la hasta ahora débil presencia de su mejor carta, que es la eficacia. Aprovechará el escándalo de la Lotería, las cuentas públicas de Vicente Fox más lo que se acumule cada semana. Subliminalmente enviará el mensaje de que no hay mayor diferencia en términos de corrupción entre los gobiernos priistas y panistas pero que los priistas sí saben dar resultados y mantener el país en orden. Blofeará sobre una ruptura de relaciones con el presidente y con el PAN y amenazará con aliarse al PRD, pero lo pensará dos veces antes de hacerlo. El PRI no se mantuvo en el poder siete décadas por tomar decisiones viscerales, y ha quedado claro que su planteamiento estratégico original —una suerte de oposición colaboradora— le ha rendido dividendos. Quizás en la recta final deba colaborar menos y oponerse más, pero sólo en un escenario de hecatombe económica le convendría vincularse a su rival de clientela electoral.
Por otra parte, los comicios del 5 de julio serán la prueba de fuego para la reforma electoral. Sus detractores se están frotando las manos porque anticipan que el mandato de evitar las guerras sucias fracasará y lo que se habrá conseguido es un alambicamiento que convierte al IFE en un organismo casi inmanejable. Me parece que la necesidad de hacer nuestro sistema electoral más simple, barato y eficiente es el siguiente e insoslayable paso; de 1996 a 2003 se erogó mucho dinero y se ganó mucha credibilidad, pero de entonces a la fecha el presupuesto ha seguido al alza mientras la confiabilidad ha ido a la baja, al grado que hoy dos terceras partes de la gente dudan de la limpieza de las elecciones. Pero no hay que claudicar en la lucha contra las campañas negativas. El Cofipe debe encarecer no tanto la injuria, ni siquiera la difamación, sino la calumnia, y tratarla con un criterio similar al de los códigos penales que tipifican las lesiones que tardan en sanar un determinado tiempo. Para que me entiendan los críticos neoliberales de la reforma: la mentira es una externality del mercado electoral y se requiere la intervención del Estado para que sus emisores asuman el costo. El electorado no suele detectar ni castigar a los mentirosos, que casi siempre se salen con la suya. Es difícil desenredar las mezclas de falacias y verdades pero no faltan datos duros a guisa de parámetros. Ahora bien, si se tienen pruebas de actos ilícitos en contra de un candidato, que se le denuncie públicamente y se le enjuicie, dentro o fuera de coyunturas electorales. Tan inmoral es calumniar a un inocente como dejar de actuar contra un culpable por cálculo político. Y cuando haya sospechas fundadas, que se difundan como lo que son.
Además de lesiones que no sabemos cuándo sanarán, las próximas elecciones y sus secuelas dejarán lecciones. Una de ellas será que el IFE no debe ser elefante pero sí debe ser blanco (y no tricolor, blanquiazul y amarillo). Y habrá otra, más importante, que será el imperativo de inyectar una dosis de parlamentarismo a nuestro régimen. Aunque algunos lo nieguen, nuestro presidencialismo ya es disfuncional. Sobran incentivos para que las mayorías parlamentarias sean casuísticas, efímeras e incoherentes. Su fragilidad, así como el parto de sus montes, empiezan a verse con claridad. Pronto lo corroboraremos.
A los blogueros: Aunque prefiero no interferir, leo y agradezco todos sus comentarios.
El Cofipe debe encarecer la calumnia. Para que me entiendan los críticos neoliberales de la reforma: la mentira es una externality del mercado electoral y se requiere la intervención del Estado para que sus emisores asuman el costo.
La rispidez del pleito entre el PAN y el PRI es del tamaño del poder que está en juego. La Cámara de Diputados, en efecto, se ha convertido en una institución clave para gobernar el país y para apuntalar las contiendas por la Presidencia, y ninguno de los dos va a perder curules por un escrúpulo de urbanidad política o un prurito de armonía. Panistas y priistas se darán con todo en los dos meses y medio que restan de una contienda que las encuestas vaticinan cerrada. Hay y habrá rudeza necesaria e innecesaria, golpes altos y bajos, patadas voladoras y zancadillas. La decisión de cuidar los puentes entre esos dos partidos y con ellos la viabilidad de su alianza legislativa estará supeditada a los respectivos análisis costo-beneficio.
Cada quien hace ya el suyo. El PAN pone en un lado de la balanza la necesidad del apoyo del PRI para desahogar su agenda y garantizar la gobernabilidad en la segunda mitad del sexenio, y en el otro la determinación de conservar la primacía de su fracción parlamentaria o al menos impedir que su adversario obtenga la mayoría absoluta. Yo creo que pesará más el segundo plato. Hace tiempo pronostiqué en este espacio que los priistas perderán ganando: subirán en número de diputados pero bajarán en influencia porque la fracción mayoritaria de la próxima bancada perredista no vacilará en negociar con los panistas. Además, es evidente que la actual estrategia del PAN es tan criticable como útil: no sólo le ha permitido remontar en los sondeos sino que ha puesto al PRI contra la pared. La decisión sobre escalar o no esos ataques se tomará con base en las encuestas; si se vuelve a abrir la brecha se hará uso de la PGR para golpear mediáticamente a algún conspicuo priista en el contexto de la lucha contra el crimen organizado.
El PRI, por su parte, empieza a contraatacar. Lo sorprendieron con los dedos detrás de la puerta y tiene la mano hinchada, pero no está manco. Usará la táctica del judo para tratar de derribar a su contrincante: dirá que el narcotráfico se desbordó a partir de la alternancia y reforzará en su propaganda la hasta ahora débil presencia de su mejor carta, que es la eficacia. Aprovechará el escándalo de la Lotería, las cuentas públicas de Vicente Fox más lo que se acumule cada semana. Subliminalmente enviará el mensaje de que no hay mayor diferencia en términos de corrupción entre los gobiernos priistas y panistas pero que los priistas sí saben dar resultados y mantener el país en orden. Blofeará sobre una ruptura de relaciones con el presidente y con el PAN y amenazará con aliarse al PRD, pero lo pensará dos veces antes de hacerlo. El PRI no se mantuvo en el poder siete décadas por tomar decisiones viscerales, y ha quedado claro que su planteamiento estratégico original —una suerte de oposición colaboradora— le ha rendido dividendos. Quizás en la recta final deba colaborar menos y oponerse más, pero sólo en un escenario de hecatombe económica le convendría vincularse a su rival de clientela electoral.
Por otra parte, los comicios del 5 de julio serán la prueba de fuego para la reforma electoral. Sus detractores se están frotando las manos porque anticipan que el mandato de evitar las guerras sucias fracasará y lo que se habrá conseguido es un alambicamiento que convierte al IFE en un organismo casi inmanejable. Me parece que la necesidad de hacer nuestro sistema electoral más simple, barato y eficiente es el siguiente e insoslayable paso; de 1996 a 2003 se erogó mucho dinero y se ganó mucha credibilidad, pero de entonces a la fecha el presupuesto ha seguido al alza mientras la confiabilidad ha ido a la baja, al grado que hoy dos terceras partes de la gente dudan de la limpieza de las elecciones. Pero no hay que claudicar en la lucha contra las campañas negativas. El Cofipe debe encarecer no tanto la injuria, ni siquiera la difamación, sino la calumnia, y tratarla con un criterio similar al de los códigos penales que tipifican las lesiones que tardan en sanar un determinado tiempo. Para que me entiendan los críticos neoliberales de la reforma: la mentira es una externality del mercado electoral y se requiere la intervención del Estado para que sus emisores asuman el costo. El electorado no suele detectar ni castigar a los mentirosos, que casi siempre se salen con la suya. Es difícil desenredar las mezclas de falacias y verdades pero no faltan datos duros a guisa de parámetros. Ahora bien, si se tienen pruebas de actos ilícitos en contra de un candidato, que se le denuncie públicamente y se le enjuicie, dentro o fuera de coyunturas electorales. Tan inmoral es calumniar a un inocente como dejar de actuar contra un culpable por cálculo político. Y cuando haya sospechas fundadas, que se difundan como lo que son.
Además de lesiones que no sabemos cuándo sanarán, las próximas elecciones y sus secuelas dejarán lecciones. Una de ellas será que el IFE no debe ser elefante pero sí debe ser blanco (y no tricolor, blanquiazul y amarillo). Y habrá otra, más importante, que será el imperativo de inyectar una dosis de parlamentarismo a nuestro régimen. Aunque algunos lo nieguen, nuestro presidencialismo ya es disfuncional. Sobran incentivos para que las mayorías parlamentarias sean casuísticas, efímeras e incoherentes. Su fragilidad, así como el parto de sus montes, empiezan a verse con claridad. Pronto lo corroboraremos.
A los blogueros: Aunque prefiero no interferir, leo y agradezco todos sus comentarios.
El Cofipe debe encarecer la calumnia. Para que me entiendan los críticos neoliberales de la reforma: la mentira es una externality del mercado electoral y se requiere la intervención del Estado para que sus emisores asuman el costo.
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