Horizonte político
José A. Crespo
¿Ciudadanos versus partidos?
Nunca he comprado el discurso que califica a los políticos en general (y los partidos a los que pertenecen) como esencialmente “malos” o “corruptos”, en contraste con los ciudadanos de a pie (que conforman la sociedad civil), esencialmente “buenos” u “honestos”. En ambos lados (sociedad política y sociedad civil) puede haber y hay de todo. Los problemas tienen que ver más bien con las reglas del juego político: si sancionan y penalizan el abuso del poder, entonces partidos, políticos y gobernantes tendrán más cuidado de no incurrir en ello. Si prevalece la impunidad, entonces difícilmente se puede hablar de democracia, y políticos de cualquier origen, pero también ciudadanos no partidistas, fácilmente pueden caer en la tentación de la corrupción y la voracidad (cualquiera sea el ámbito en que se muevan: partidos, empresas, sindicatos, universidades, organizaciones cívicas). En efecto, hemos visto a ciudadanos que en su vida civil fueron rectos, incluso ejemplares, pero al ingresar a la política muy pronto perdieron sus principios e incurrieron en turbias componendas o incluso en franca corrupción. Y eso, bajo cualquier sigla partidista o ninguna. El poder es una droga que puede perder hasta al más cuerdo y sensato de los ciudadanos. Por eso debe regularse y contenerse con pesos y contrapesos institucionales. El problema no radica, pues, en “políticos malos” versus “ciudadanos buenos”. Es menos una cuestión de ética, y más de un diseño institucional que sea funcional.
Pero quien sí parece tener esa concepción esencialmente maniquea de políticos malos versus ciudadanos buenos es Felipe Calderón. Durante un evento de la organización que preside Alejandro Martí, señaló que “la ausencia de los mejores ciudadanos en la política también crea la presencia de los peores políticos en la vida pública”. Dicho maniqueísmo se refleja también al asegurar Felipe que “queremos mejores representantes, que haya mejores ciudadanos postulándose como representantes; queremos mejores partidos, hagamos esos partidos, participemos en los partidos, y si no convencen éstos, hagamos otros”. El problema no es de mejores ciudadanos participando en la política ni de partidos buenos que sustituyan a los malos. Es cuestión de las reglas del sistema partidario, de los incentivos perversos que hoy prevalecen y lo que provoca que nuevos partidos —incluso con una oferta fresca— de inmediato caigan en la voracidad y la rebatiña por la franquicia y los dineros que la acompañan.
Tampoco se resuelve gran cosa con que los ciudadanos de a pie militen masivamente en partidos, como propone Felipe; eso más bien complicaría las cosas (haciendo menos gobernables a los partidos). Lo que hace falta es democracia interna y transparencia en los partidos, los actuales y los nuevos, los grandes y los emergentes, los “malos” y los “buenos”. “¿Cuál ha sido la causa de la ausencia de los ciudadanos en los partidos y en los cargos”?, pregunta Calderón. ¿Pues no habíamos quedado que los militantes de partidos, los funcionarios y los legisladores eran también ciudadanos? Incluso la Presidencia de la República está ocupada por un ciudadano (su calificación moral o política queda al juicio de cada quien). No hay pues tal ausencia.
Con todo, Felipe reconoce el divorcio entre partidos y sociedad civil y que superar eso exige cambios institucionales, como la reelección legislativa que él mismo impulsó en 2002. Sin mencionar ni descalificar al movimiento anulista, hizo alusión al diagnóstico compartido por anulistas, abstencionistas activos y promotores del “voto comprometido”: hay una brecha creciente entre sociedad política y civil. La diferencia entre los tres grupos radica en cuál es el medio (si no el mejor, sí el más idóneo) para provocar un cambio en el sistema partidario: he sostenido que la abstención no se oye y que el voto por un partido es leído como respaldo al sistema partidista, mientras el voto nulo, que sí se oye, se lee como protesta e inconformidad. Lo bueno de todo esto es que Calderón ha tomado nota del hartazgo ciudadano con la clase política, a diferencia de los partidos, que persisten en su cerrazón.
Por su parte, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, afirmó que “la promoción del voto nulo no es una herramienta útil a la democracia” (26/VI/09). No estaría mal que nos explicara, entonces, por qué muchos países miembros de la OEA (incluido el suyo, Chile) tienen perfectamente regulado el voto nulo como un mecanismo legítimo de protesta y castigo a los partidos. Dijo también que “ningún movimiento de este tipo ha puesto en riesgo la democracia”. Eso sugiere que se tragó el cuento de que el movimiento anulista en México quiere destruir la democracia, cuando en realidad busca fortalecerla, imprimiéndole mayor calidad y eficacia. Pero, con tal afirmación, Insulza contraviene a quienes aseguran que ejercer un voto de protesta puede poner en riesgo la democracia. En efecto, no hay tal riesgo, a menos que los partidos persistan en hacer oídos sordos, en cuyo caso la brecha que nos separa terminará en abismo. Finalmente, asegura Insulza que, “si a alguien no le gusta lo que hay, que busque otras alternativas”. Ojalá no le tomen la palabra las guerrillas y otros grupos radicales, pues justo el voto nulo es un intento de cambiar lo que no nos gusta por una vía permitida por la ley y, en consecuencia, absolutamente legítima e institucional. Y si a lo que se refiere Insulza es a que si no nos gustan los partidos actuales formemos otros nuevos, pues tampoco ha entendido el problema de fondo. Lo que ocurrió de 2000 a la fecha en México —en materia de regresión y estancamiento político— le pasó de noche al despistado secretario general. Pero, en su caso, eso puede explicarse porque no es mexicano ni ha vivido aquí durante esos años, algo que no puede decirse de muchos otros que tampoco captan correctamente lo que aquí está sucediendo.
¿Pues no habíamos quedado que los militantes de partidos, los funcionarios y los legisladores eran también parte de la ciudadanía?
Pero quien sí parece tener esa concepción esencialmente maniquea de políticos malos versus ciudadanos buenos es Felipe Calderón. Durante un evento de la organización que preside Alejandro Martí, señaló que “la ausencia de los mejores ciudadanos en la política también crea la presencia de los peores políticos en la vida pública”. Dicho maniqueísmo se refleja también al asegurar Felipe que “queremos mejores representantes, que haya mejores ciudadanos postulándose como representantes; queremos mejores partidos, hagamos esos partidos, participemos en los partidos, y si no convencen éstos, hagamos otros”. El problema no es de mejores ciudadanos participando en la política ni de partidos buenos que sustituyan a los malos. Es cuestión de las reglas del sistema partidario, de los incentivos perversos que hoy prevalecen y lo que provoca que nuevos partidos —incluso con una oferta fresca— de inmediato caigan en la voracidad y la rebatiña por la franquicia y los dineros que la acompañan.
Tampoco se resuelve gran cosa con que los ciudadanos de a pie militen masivamente en partidos, como propone Felipe; eso más bien complicaría las cosas (haciendo menos gobernables a los partidos). Lo que hace falta es democracia interna y transparencia en los partidos, los actuales y los nuevos, los grandes y los emergentes, los “malos” y los “buenos”. “¿Cuál ha sido la causa de la ausencia de los ciudadanos en los partidos y en los cargos”?, pregunta Calderón. ¿Pues no habíamos quedado que los militantes de partidos, los funcionarios y los legisladores eran también ciudadanos? Incluso la Presidencia de la República está ocupada por un ciudadano (su calificación moral o política queda al juicio de cada quien). No hay pues tal ausencia.
Con todo, Felipe reconoce el divorcio entre partidos y sociedad civil y que superar eso exige cambios institucionales, como la reelección legislativa que él mismo impulsó en 2002. Sin mencionar ni descalificar al movimiento anulista, hizo alusión al diagnóstico compartido por anulistas, abstencionistas activos y promotores del “voto comprometido”: hay una brecha creciente entre sociedad política y civil. La diferencia entre los tres grupos radica en cuál es el medio (si no el mejor, sí el más idóneo) para provocar un cambio en el sistema partidario: he sostenido que la abstención no se oye y que el voto por un partido es leído como respaldo al sistema partidista, mientras el voto nulo, que sí se oye, se lee como protesta e inconformidad. Lo bueno de todo esto es que Calderón ha tomado nota del hartazgo ciudadano con la clase política, a diferencia de los partidos, que persisten en su cerrazón.
Por su parte, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, afirmó que “la promoción del voto nulo no es una herramienta útil a la democracia” (26/VI/09). No estaría mal que nos explicara, entonces, por qué muchos países miembros de la OEA (incluido el suyo, Chile) tienen perfectamente regulado el voto nulo como un mecanismo legítimo de protesta y castigo a los partidos. Dijo también que “ningún movimiento de este tipo ha puesto en riesgo la democracia”. Eso sugiere que se tragó el cuento de que el movimiento anulista en México quiere destruir la democracia, cuando en realidad busca fortalecerla, imprimiéndole mayor calidad y eficacia. Pero, con tal afirmación, Insulza contraviene a quienes aseguran que ejercer un voto de protesta puede poner en riesgo la democracia. En efecto, no hay tal riesgo, a menos que los partidos persistan en hacer oídos sordos, en cuyo caso la brecha que nos separa terminará en abismo. Finalmente, asegura Insulza que, “si a alguien no le gusta lo que hay, que busque otras alternativas”. Ojalá no le tomen la palabra las guerrillas y otros grupos radicales, pues justo el voto nulo es un intento de cambiar lo que no nos gusta por una vía permitida por la ley y, en consecuencia, absolutamente legítima e institucional. Y si a lo que se refiere Insulza es a que si no nos gustan los partidos actuales formemos otros nuevos, pues tampoco ha entendido el problema de fondo. Lo que ocurrió de 2000 a la fecha en México —en materia de regresión y estancamiento político— le pasó de noche al despistado secretario general. Pero, en su caso, eso puede explicarse porque no es mexicano ni ha vivido aquí durante esos años, algo que no puede decirse de muchos otros que tampoco captan correctamente lo que aquí está sucediendo.
¿Pues no habíamos quedado que los militantes de partidos, los funcionarios y los legisladores eran también parte de la ciudadanía?
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