EL MONERO DE LA DERECHA PACO CALDERON PIENSA QUE HUGO CHAVEZ ES EL ENEMIGO Y SE EQUIVOCA A LO BESTIA, ESTADOS UNIDOS EE UU HA MANTENIDO EN LA MISERIA A HONDURAS DURANTE UN SIGLO.
QUIEN NO SABE QUE LOS POBRES DE HONDURAS COMEN PLATANO ASADO Y SI BIEN LES VA COMPRAN UNA LEMPIRA DE CREMA. EL PLATANO ES LA CAJA CHICA DE LOS GRINGOS.
QUIEN NO SABE QUE LOS POBRES DE HONDURAS COMEN PLATANO ASADO Y SI BIEN LES VA COMPRAN UNA LEMPIRA DE CREMA. EL PLATANO ES LA CAJA CHICA DE LOS GRINGOS.
Honduras: república alquilada
Marcos Roitman Rosenmann
Con este título, Gregorio Selser identificó el papel desempeñado por Honduras durante la crisis centroamericana de los años 80 del siglo pasado. En plena guerra contra el primer sandinismo y las fuerzas insurgentes en El Salvador y Guatemala, Estados Unidos se parapetó bajo su territorio con el fin de destruir la experiencia nicaragüense. Así se crearon bases militares, como Puerto Castilla, desde la cual se impulsó la estrategia de guerra contrainsurgente y de baja intensidad. Sirva de ejemplo la votación para instalar la base de Puerto Castilla: a favor, 44 diputados del Partido Liberal Hondureño a favor y los 34 del Partido Nacional. Así, el entonces presidente Roberto Suazo Córdova y el general Gustavo Álvarez obtuvieron una suculenta recompensa por semejante acto de ignominia. Acabaron por asentarse en el poder político y dejar atrás la etapa de gobiernos militares.
El fantasma de los golpes de Estado, después de un siglo de intentonas, alzamientos y gobiernos afincados en la doctrina de la seguridad nacional, se difuminaba. Si habían sido escasos los momentos de reformas democráticas, ahora se avecinaba un tiempo de estabilidad institucional. En el recuerdo que-daba la experiencia del entonces presidente Villeda Morales (1957-63), liberal derrocado por el coronel Oswaldo López Arrellano bajo el pretexto de la siniestra amenaza que representa la infiltración de agitadores comunistas y de gue-rrilleros de tal tendencia, cuyas actividades han sido denunciadas en vano por el gobierno de la República, las cuales ponen en serio peligro nuestra vida institucional y la paz y tranquilidad de las repúblicas vecinas de Centroamérica.
La nueva alianza entre la oligarquía, las fuerzas armadas y Estados Unidos era aún más sólida que aquella emergente en los años 60. Presentaba menos fisuras. Se luchó sin tregua por evitar la emergencia de cualquier propuesta democrática, aplicando los criterios de una guerra preventiva, sin importar el costo en vidas humanas y en armamentos. No hubo tregua. Igualmente, en el ámbito regional, dieron rienda suelta a la contra para hostigar al gobierno constitucional del FSLN en Nicaragua desde sus fronteras. Estados Unidos se mostraba encantado con el grado de sumisión y acatamiento de las políticas di-señadas en el Pentágono y la Casa Blanca; para mostrar su agradecimiento, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial otorgaron un mayor volumen de dólares encubierto en el Plan Nacional de Desarrollo 1982-1986.
Así emergía un régimen político donde los militares pasaban a segundo plano en beneficio de una elite política entregada a la militarización de la sociedad. Se sacudían de la noche a la mañana el sambenito de ser un país propenso a golpes de Estado. La gobernabilidad venía de la mano de los procesos electorales y de un poder civil que conocía los límites de sus reformas. Mientras duró la guerra fría, todos tenían claro su cometido. La existencia de un régimen constitucional vigilado era funcional a los dos grandes partidos, liberales y nacionales, aunque desde las filas liberales hubiese voces descontentas que pedían a gritos un cambio.
La solución era perfecta, haciendo funcionar un sistema en el cual los go-biernos se sucedían sin poner en cuestión las estructuras oligárquicas de dominación, sin afectar los intereses de los terratenientes y los grandes empresarios. Y lo más destacado, sin tocar la estructura de las fuerzas armadas ni sus códigos de actuación. Su papel de vigilancia permanente sobre la sociedad civil y los gobiernos se mantiene impoluto. Durante la guerra fría aumentaron los índices de miseria, enfermedades sociales, la desnutrición y el hambre, tanto como las empresas de maquila, el narcotráfico y el poder de las oligarquías te-rratenientes aliadas al capital trasnacional, en un país con economía de enclave. Los efectos del cambio climático también se han cebado con Honduras. Pero nadie parecía tomar las riendas del problema. El sucesor de Suazo, el liberal José Azcona Hoyos, no se ruborizó al justificar el indecoroso papel que cumplía Honduras en la estrategia diseñada por Estados Unidos para la región, diciendo: un país pequeño como Honduras, no puede permitirse el lujo de tener dignidad.
Tales palabras parecen corroborar el apelativo de ser Honduras una república bananera. La pérdida de soberanía y la renuncia a ejercer el derecho de autodeterminación sobre su territorio escoció a los hondureños demócratas tanto como la pronunciada en 1929 por el entonces presidente de la Cuyamel Fruit, empresa más tarde anexionada a la United Fruit, Samuel Zemurray, refiriéndose al valor de los diputados hondureños a la hora de comprar sus servicios: un diputado en Honduras cuesta menos que una mula.
Hoy parece repetirse la historia. Un presidente demócrata que apoya las reformas y un proyecto constituyente se ve sometido a la presión de miembros de su propio partido a los que se unen las provenientes del partido opositor, el Nacional, la Iglesia, los grupos empresariales y la vieja oligarquía terrateniente, amén de las fuerzas armadas.
Pero los tiempos cambian. No hay nada que justifique un derrocamiento manu militari del presidente Manuel Zelaya Rosales, salvo si las directrices están marcadas por la administración estadunidense de Obama en connivencia con los sectores más retrógrados del país. No es extraño que Manuel Zelaya encuentre sus apoyos en las clases populares, los trabajadores, el proletariado, el campesinado y los pueblos indígenas, amén de un sector progresista de las clases medias y de su partido. Es necesario que los organismos internacionales y los gobiernos de América Latina, tanto como sus aliados occidentales, rechacen este golpe de Estado, mostrando solidaridad con el gobierno legítimo de Honduras. Si éste no es el camino tomado, se abren oscuros tiempos para el continente.
kikka-roja.blogspot.com/
El fantasma de los golpes de Estado, después de un siglo de intentonas, alzamientos y gobiernos afincados en la doctrina de la seguridad nacional, se difuminaba. Si habían sido escasos los momentos de reformas democráticas, ahora se avecinaba un tiempo de estabilidad institucional. En el recuerdo que-daba la experiencia del entonces presidente Villeda Morales (1957-63), liberal derrocado por el coronel Oswaldo López Arrellano bajo el pretexto de la siniestra amenaza que representa la infiltración de agitadores comunistas y de gue-rrilleros de tal tendencia, cuyas actividades han sido denunciadas en vano por el gobierno de la República, las cuales ponen en serio peligro nuestra vida institucional y la paz y tranquilidad de las repúblicas vecinas de Centroamérica.
La nueva alianza entre la oligarquía, las fuerzas armadas y Estados Unidos era aún más sólida que aquella emergente en los años 60. Presentaba menos fisuras. Se luchó sin tregua por evitar la emergencia de cualquier propuesta democrática, aplicando los criterios de una guerra preventiva, sin importar el costo en vidas humanas y en armamentos. No hubo tregua. Igualmente, en el ámbito regional, dieron rienda suelta a la contra para hostigar al gobierno constitucional del FSLN en Nicaragua desde sus fronteras. Estados Unidos se mostraba encantado con el grado de sumisión y acatamiento de las políticas di-señadas en el Pentágono y la Casa Blanca; para mostrar su agradecimiento, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial otorgaron un mayor volumen de dólares encubierto en el Plan Nacional de Desarrollo 1982-1986.
Así emergía un régimen político donde los militares pasaban a segundo plano en beneficio de una elite política entregada a la militarización de la sociedad. Se sacudían de la noche a la mañana el sambenito de ser un país propenso a golpes de Estado. La gobernabilidad venía de la mano de los procesos electorales y de un poder civil que conocía los límites de sus reformas. Mientras duró la guerra fría, todos tenían claro su cometido. La existencia de un régimen constitucional vigilado era funcional a los dos grandes partidos, liberales y nacionales, aunque desde las filas liberales hubiese voces descontentas que pedían a gritos un cambio.
La solución era perfecta, haciendo funcionar un sistema en el cual los go-biernos se sucedían sin poner en cuestión las estructuras oligárquicas de dominación, sin afectar los intereses de los terratenientes y los grandes empresarios. Y lo más destacado, sin tocar la estructura de las fuerzas armadas ni sus códigos de actuación. Su papel de vigilancia permanente sobre la sociedad civil y los gobiernos se mantiene impoluto. Durante la guerra fría aumentaron los índices de miseria, enfermedades sociales, la desnutrición y el hambre, tanto como las empresas de maquila, el narcotráfico y el poder de las oligarquías te-rratenientes aliadas al capital trasnacional, en un país con economía de enclave. Los efectos del cambio climático también se han cebado con Honduras. Pero nadie parecía tomar las riendas del problema. El sucesor de Suazo, el liberal José Azcona Hoyos, no se ruborizó al justificar el indecoroso papel que cumplía Honduras en la estrategia diseñada por Estados Unidos para la región, diciendo: un país pequeño como Honduras, no puede permitirse el lujo de tener dignidad.
Tales palabras parecen corroborar el apelativo de ser Honduras una república bananera. La pérdida de soberanía y la renuncia a ejercer el derecho de autodeterminación sobre su territorio escoció a los hondureños demócratas tanto como la pronunciada en 1929 por el entonces presidente de la Cuyamel Fruit, empresa más tarde anexionada a la United Fruit, Samuel Zemurray, refiriéndose al valor de los diputados hondureños a la hora de comprar sus servicios: un diputado en Honduras cuesta menos que una mula.
Hoy parece repetirse la historia. Un presidente demócrata que apoya las reformas y un proyecto constituyente se ve sometido a la presión de miembros de su propio partido a los que se unen las provenientes del partido opositor, el Nacional, la Iglesia, los grupos empresariales y la vieja oligarquía terrateniente, amén de las fuerzas armadas.
Pero los tiempos cambian. No hay nada que justifique un derrocamiento manu militari del presidente Manuel Zelaya Rosales, salvo si las directrices están marcadas por la administración estadunidense de Obama en connivencia con los sectores más retrógrados del país. No es extraño que Manuel Zelaya encuentre sus apoyos en las clases populares, los trabajadores, el proletariado, el campesinado y los pueblos indígenas, amén de un sector progresista de las clases medias y de su partido. Es necesario que los organismos internacionales y los gobiernos de América Latina, tanto como sus aliados occidentales, rechacen este golpe de Estado, mostrando solidaridad con el gobierno legítimo de Honduras. Si éste no es el camino tomado, se abren oscuros tiempos para el continente.