03-Jul-2009
Horizonte político
José Antonio CrespoGolpismo y presidencialismo
Lo ocurrido en Honduras es un nuevo aviso de lo frágiles que están las democracias latinoamericanas, pero probablemente también es una prueba más del mal diseño institucional con que hemos querido incorporarnos a la dinámica democrática. El de Roberto Micheletti no es un golpe de Estado tradicional. Es menos la movilización ilegal de un sector social contra una ideología que repudia, como en Brasil en 1964 o en Chile y Uruguay en 1973, y más la dificultad institucional del rígido régimen presidencial para resolver conflictos entre poderes estatales. No fueron aquí sólo las fuerzas armadas quienes removieron al presidente Juan Manuel Zelaya, diluyendo todos los poderes estatales, como es típico de un golpe de Estado militar. Fue una destitución presidencial (probablemente ilegal) respaldada y legitimada por el Poder Judicial y el Legislativo, lo que complica la comprensión política de este fenómeno. Se parece más a la deposición de Abdalá Bucaram en Ecuador en 1997 que al derrocamiento de Salvador Allende en Chile en 1973. El Loco Bucaram, como le llamaban, había descuidado sus responsabilidades presidenciales: era un hombre excéntrico e irresponsable que, con todo, había sido electo democráticamente. El Congreso no sabía cómo destituirlo, pues no tiene facultades para hacerlo, salvo que lo declarase afectado en sus facultades mentales, cosa que aprobó sin un dictamen profesional en la mano y sin la mayoría calificada que exigía la Constitución.
De regreso a Honduras, Zelaya buscaba reelegirse cambiando la Constitución, como muchos otros han hecho en esa zona. Forma parte de la “alianza bolivariana”, cuyos líderes buscan perpetuarse en el poder por las buenas, las malas o como sea. La pretensión reeleccionista no es ilegítima en sí misma, pero, para lograrla, Zelaya pretendía pasar por alto la Constitución, lo que generó un rechazo tajante del Poder Judicial y del Congreso mismo (incluido el Partido Liberal del presidente Zelaya). Dicen los defensores del interino, Roberto Micheletti, que Zelaya dictaminaría por decreto una Asamblea Constituyente, algo prohibido por la Constitución. Lo que se reclama a quienes removieron a Zelaya es no haberlo hecho conforme a las leyes, pues el procedimiento se asemeja más a un golpe de Estado que a un impeachment legal (como el que removió a Richard Nixon de la presidencia).
En todo caso, de lo que no hay duda es de que, ante un conflicto entre poderes, y si ninguno de ellos cede frente al otro, se crea una situación en la cual la tentación de alguno para deponer al otro es enorme, incluso por una vía no institucional. Fue el caso de Bucaram, como decíamos, o el de Aberto Fujimori, pero en sentido contrario: él disolvió al Congreso sin tener facultades para ello y convocó a comicios extraordinarios, para elegir legisladores a modo. Con semejantes “soluciones” a este tipo de conflictos, se pone en riesgo la estabilidad política y la legitimidad del sistema político. Y es que, además, la balanza a favor de uno u otro de los poderes suele inclinarla el Ejército, un actor que no debiera tener tal capacidad de decisión, pues el gobierno así surgido dependerá enormemente de las fuerzas armadas, más que de la ciudadanía.
Si en Honduras hubiera un sistema parlamentario en lugar de presidencialista, el Congreso hubiera emitido un voto de censura ante las desmesuras del jefe de gobierno (aunque, para empezar, en los parlamentarismos no suele haber límites a la reelección, que es decidida internamente por el partido al que pertenece el jefe de gobierno o bien por el electorado a través de las urnas, según el caso). Si Zelaya hubiera considerado que la censura parlamentaria era injusta y que su causa estaba respaldada por la mayoría ciudadana, entonces hubiera respondido disolviendo al Congreso (algo para lo cual está facultado un primer ministro en el parlamentarismo). Y, en ese caso, hubiera sido la ciudadanía, no el Ejército, quien inclinara la balanza a favor del jefe de gobierno o del Congreso que lo ha censurado. Así ocurrió con Junichiro Koizumi, ex premier japonés, al intentar en 2005 una importante reforma que afectaba los intereses de su partido, pero beneficiaba a la ciudadanía. Recibió censura parlamentaria, por lo que disolvió la Dieta y llamó a elecciones extraordinarias en tres meses, en las que los electores respaldaron a Koizumi y reconfiguraron la Dieta con diputados favorables al proyecto del primer ministro. Todo legal, todo institucional, todo legítimo, y sin peligros de inestabilidad o confrontación social. El parlamentarismo tiene un diseño más racional y menos riesgoso que el presidencialismo (al menos fuera de Estados Unidos). No es la panacea, pero permite dirimir los conflictos entre poderes sin costos de legitimidad y con poquísimas probabilidades de inestabilidad.
En Managua, muchos presidentes latinoamericanos defendieron la continuidad del gobierno de Zelaya ante al despojo del que fue víctima. Es algo positivo, en principio. Pero no deja de ser paradójico, y muy típico de Latinoamérica, oír que algunos de los defensores de la democracia hondureña fueron también golpistas, otros derrocaron gobiernos a través de movilizaciones extrainstitucionales, y otros más llegaron mediante comicios sumamente opacos y cuestionados.
Jefes de Estado más preocupados por la democracia en Honduras que por la de su respectivo país. Es que lo bananero no se nos puede quitar de un día para otro (ni, por lo visto, de un siglo a otro).
Muestrario. No debe extrañar que Felipe Calderón haya diagnosticado que Michael Jackson murió por sobredosis de drogas: tiene experiencia como forense, por ejemplo, cuando determinó que la anciana de Zongolica murió de una gastritis mal cuidada, diagnóstico al que se plegaron todo el aparato nacional y el veracruzano.
Si en Honduras hubiera un sistema parlamentario en vez de presidencialista, el Congreso habría emitido un voto de censura ante las desmesuras del jefe de gobierno.
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