Perder gobierno y partido
Roberto Zamarripa
6 Jul. 09
La consigna que catapultó a Felipe Calderón hacia el liderazgo nacional hace 13 años y que mantuvo como una divisa en su rumbo hacia la Presidencia de la República era garantizarle al panismo la simbiosis entre el proyecto gubernamental y el proyecto partidista. Ganar el gobierno sin perder el partido era el lema.
Este lunes, el presidente Calderón ha amanecido con menos gobierno y con un partido maltrecho. El saldo de las elecciones de ayer domingo es la antípoda de su lema. Ha perdido gobierno y ha perdido al partido.
La derrota -abrumadora- en la elección de diputados federales y las consecuentes en gobiernos estatales incluidos los bastiones blanquiazules de San Luis Potosí y Querétaro más las estrepitosas caídas en Jalisco (Guadalajara, Tlaquepaque, Zapopan y Tonalá), estado de México y Morelos, no sólo son el cobro de facturas múltiples (agravios, malas gestiones, desatención social), sino la confirmación de que la herida de legitimidad adquirida en el 2006 no ha podido ser suturada.
El gobierno y el partido de Felipe Calderón sufren hoy la inconsistencia en su estrategia política que primero pactó con el priismo (otrora tercer lugar electoral) la posibilidad de hacerse del gobierno de la República, tras los polémicos comicios del 2006, para luego denostarlo y encararlo como enemigo principal. En menos de tres años cambió de aliados. Tras usar al PRI para la gobernabilidad en el 2006 y la reforma energética después, promovió la recuperación de una fracción del PRD que, a la postre, se hizo de la dirigencia del Sol Azteca; pero en medio de la campaña atizó el avispero de la persecución narcopolítica justo en las zonas del perredismo dialogante.
La estrategia de consentir y maltratar no pareció cobrar réditos. El gobierno y partido de Calderón perdonaron las ilegalidades de gobernadores priistas como Ulises Ruiz o Mario Marín y al final sucumbieron frente a sus artimañas. También auxiliaron al posicionamiento de la fracción moderada del PRD en el intento de aislamiento del movimiento político de Andrés Manuel López Obrador y, ahora, no sólo hundieron al perredismo, sino que favorecieron la recuperación de espacio político y mediático del líder tabasqueño cuyo movimiento minimizaron.
Sin duda que la crisis económica fue un factor demoledor en la elección. Los ciudadanos votaron con el estómago frente a un gobierno y un partido que insistieron en colocar el tema de la inseguridad como el asunto principal de angustia nacional, olvidándose de ofrecer alternativas viables ante la desesperación económica.
La estrategia fracasó. Más que ánimo, la arenga por buscar apoyos al Presidente en su lucha contra el narcotráfico generó incertidumbre. Miedo no. Ése ya se portaba antes de los comicios. La hilera de cabezas decapitadas, de ejecutados, de secuestros concluidos en muertes fue el ruido persistente en los comicios; la pólvora y la metralla fueron el antídoto a esa estrategia electoral que jugaba, literalmente, con fuego.
El gobierno y el partido de Calderón extremaron su discurso cuando las condiciones críticas, de crisis económica e inseguridad, clamaban por certidumbres, por luces, por mitigaciones. Mientras el blanquiazul levantó la voz, el PRI guardó silencio. Mientras los panistas polarizaron, los priistas agacharon la cabeza. Y así, en silencio, agachados, con sus maquinarias intactas, ganaron los comicios.
La paradoja es que la exigencia de cambio tuvo un resultado electoral de inmovilismo. Y quienes ofrecían cambio, los anulistas, auxiliaron con su indiscutible éxito al fortalecimiento del voto duro del tricolor.
Sin duda, el voto nulo se convirtió en animador de ideas, creatividades, inquietudes y desfogues. Obtuvieron el apoyo suficiente para un registro de partido político. Su heterogeneidad, dispersión y concentración regional hacen de ese impresionante testimonio una huella de resistencia convertida a la vez en un involuntario apoyo del no cambio.
El PRI ha vuelto erigido sobre las cenizas del perredismo desgajado y del debilitamiento del gobierno y del panismo. Son suyos los poderes y los acuerdos. Vaya dilema: tiene el mandato del hartazgo y del cambio y el ropaje del cinismo y el atraso.
Este lunes, el presidente Calderón ha amanecido con menos gobierno y con un partido maltrecho. El saldo de las elecciones de ayer domingo es la antípoda de su lema. Ha perdido gobierno y ha perdido al partido.
La derrota -abrumadora- en la elección de diputados federales y las consecuentes en gobiernos estatales incluidos los bastiones blanquiazules de San Luis Potosí y Querétaro más las estrepitosas caídas en Jalisco (Guadalajara, Tlaquepaque, Zapopan y Tonalá), estado de México y Morelos, no sólo son el cobro de facturas múltiples (agravios, malas gestiones, desatención social), sino la confirmación de que la herida de legitimidad adquirida en el 2006 no ha podido ser suturada.
El gobierno y el partido de Felipe Calderón sufren hoy la inconsistencia en su estrategia política que primero pactó con el priismo (otrora tercer lugar electoral) la posibilidad de hacerse del gobierno de la República, tras los polémicos comicios del 2006, para luego denostarlo y encararlo como enemigo principal. En menos de tres años cambió de aliados. Tras usar al PRI para la gobernabilidad en el 2006 y la reforma energética después, promovió la recuperación de una fracción del PRD que, a la postre, se hizo de la dirigencia del Sol Azteca; pero en medio de la campaña atizó el avispero de la persecución narcopolítica justo en las zonas del perredismo dialogante.
La estrategia de consentir y maltratar no pareció cobrar réditos. El gobierno y partido de Calderón perdonaron las ilegalidades de gobernadores priistas como Ulises Ruiz o Mario Marín y al final sucumbieron frente a sus artimañas. También auxiliaron al posicionamiento de la fracción moderada del PRD en el intento de aislamiento del movimiento político de Andrés Manuel López Obrador y, ahora, no sólo hundieron al perredismo, sino que favorecieron la recuperación de espacio político y mediático del líder tabasqueño cuyo movimiento minimizaron.
Sin duda que la crisis económica fue un factor demoledor en la elección. Los ciudadanos votaron con el estómago frente a un gobierno y un partido que insistieron en colocar el tema de la inseguridad como el asunto principal de angustia nacional, olvidándose de ofrecer alternativas viables ante la desesperación económica.
La estrategia fracasó. Más que ánimo, la arenga por buscar apoyos al Presidente en su lucha contra el narcotráfico generó incertidumbre. Miedo no. Ése ya se portaba antes de los comicios. La hilera de cabezas decapitadas, de ejecutados, de secuestros concluidos en muertes fue el ruido persistente en los comicios; la pólvora y la metralla fueron el antídoto a esa estrategia electoral que jugaba, literalmente, con fuego.
El gobierno y el partido de Calderón extremaron su discurso cuando las condiciones críticas, de crisis económica e inseguridad, clamaban por certidumbres, por luces, por mitigaciones. Mientras el blanquiazul levantó la voz, el PRI guardó silencio. Mientras los panistas polarizaron, los priistas agacharon la cabeza. Y así, en silencio, agachados, con sus maquinarias intactas, ganaron los comicios.
La paradoja es que la exigencia de cambio tuvo un resultado electoral de inmovilismo. Y quienes ofrecían cambio, los anulistas, auxiliaron con su indiscutible éxito al fortalecimiento del voto duro del tricolor.
Sin duda, el voto nulo se convirtió en animador de ideas, creatividades, inquietudes y desfogues. Obtuvieron el apoyo suficiente para un registro de partido político. Su heterogeneidad, dispersión y concentración regional hacen de ese impresionante testimonio una huella de resistencia convertida a la vez en un involuntario apoyo del no cambio.
El PRI ha vuelto erigido sobre las cenizas del perredismo desgajado y del debilitamiento del gobierno y del panismo. Son suyos los poderes y los acuerdos. Vaya dilema: tiene el mandato del hartazgo y del cambio y el ropaje del cinismo y el atraso.
Correo electrónico: tolvanera06@yahoo.com.mx
kikka-roja.blogspot.com/