Octavio Rodríguez Araujo
El liberalismo nació siendo antiestatista: el Estado, se dijo hace más de 200 años, limita la libertad de los mercados. Con la crisis de 1929 los liberales tuvieron que aceptar la intervención del Estado como posible salvación del capitalismo, aunque no pudiera resolver los agudos problemas de pérdida económica de muchos capitalistas individuales. Lo que hizo el Estado en ese año y los siguientes fue reactivar la economía dando empleo a quienes lo habían perdido. Con el empleo aumentó el número de consumidores y con éstos la demanda de productos que había disminuido provocando la crisis. Para dar empleo se hicieron obras de infraestructura y, como dijo alguien entonces, se hicieron hoyos y luego los taparon. El punto era dar empleo y pagar la mano de obra, aunque no fuera mucho, para convertirla en mercado eficiente, en consumidora. La economía florecería de nuevo.
Cuando la crisis fue superada los liberales recuperaron su ideología y otra vez exigieron menos Estado. Sin embargo, la intervención de éste no desapareció del todo ni de golpe: sirvió para seguir obras de infraestructura, para subsidiar al capital con el seguro social más o menos generalizado, sobre todo en Europa; también con la educación gratuita y el seguro de desempleo. Fueron logros, probados durante la crisis y a consecuencia de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, que hasta los liberales más ortodoxos respetaron e incluso defendieron aun en contra de las opiniones de uno de los grandes teóricos del liberalismo moderno, Friedrich von Hayek. Aun en Gran Bretaña, cuna del liberalismo con la revolución industrial, el intervencionismo estatal para regular la economía y restar puntos a la injusticia social propia del capital con manos libres fue una realidad con los gobiernos laboristas.
En Estados Unidos la dinámica fue otra y los apoyos estatales a la población mayoritaria comenzaron a disminuir al mismo tiempo que las grandes empresas recibían beneficios y subsidios. Como eran tiempos de anticomunismo militante y obtuso, y se veía a la Unión Soviética como extremo del intervencionismo estatal (pues la economía dependía del Estado totalmente), los gobiernos de Washington iniciaron una lucha contra cualquier expresión más o menos organizada de sentimientos nacionalistas y estatistas en su patio trasero, desde gobiernos como el de Arbenz, en Guatemala, hasta sindicatos y organizaciones campesinas en otras muchas naciones. Se fomentó así, con el concurso de la CIA, la desestabilización de varios gobiernos de la región y se patrocinaron dictaduras militares que liquidaron la oposición, comenzando con la sindical. La idea era que el ejemplo de Cuba no se extendiera más allá de la isla. Fue así que el intervencionismo estatal, como parte de la estrategia del desarrollo económico de la segunda posguerra en América Latina, fue desmantelado en varios países, rompiendo las trincheras defensoras del nacionalismo económico. El mejor ejemplo de esta nueva política de Estados Unidos fue Chile y de ahí las dictaduras de otros países, principalmente del cono sur (la dictadura brasileña, que inició en 1964, fue nacionalista). En México no fue necesario un golpe de Estado: el Partido Revolucionario Institucional, subordinado al gobierno en turno, garantizaba que la mayoría de los sindicatos fueran sumisos y funcionales a las necesidades del capital. Igual las principales asociaciones campesinas.
A partir del experimento chileno y la asunción al poder de Reagan y Thatcher, el modelo de desarrollo nacional fue sustituido por otro basado en la globalización de la economía y en una nueva ideología que ha dado en llamarse neoliberalismo, que en lo que más se parece al liberalismo clásico es en su antiestatismo. México no sería excepción. Con el argumento de la deuda pública externa, impagable por muchos conceptos, el gobierno de López Portillo aceptó las condiciones del Fondo Monetario Internacional, es decir, la privatización de empresas públicas, la reducción del Estado y la disminución del déficit de las finanzas públicas, los topes salariales y el recorte de los contratos colectivos de trabajo y, de ser posible, la de-saparición de sindicatos, especialmente los de posiciones antiestadunidenses o de inclinaciones socialistas. Quien afianzó este nuevo régimen, inscrito en la globalización y basado en el neoliberalismo, fue Salinas, antes como secretario de Programación y Presupuesto y luego como presidente espurio, pero legal.
Con Salinas y sus sucesores, tanto Zedillo, teóricamente del PRI, como los panistas Fox y Calderón, continuó la misma política de desmantelamiento del Estado y la privatización del patrimonio nacional. Muy pocas voces en el tricolor y ninguna en el PAN se escucharon contra este proceso. Fueron el PRD y sus aliados los que dieron la nota de oposición a las privatizaciones, sobre todo de la industria energética, además de algunos cuantos sindicatos, destacadamente el Mexicano de Electricistas.
El expediente que han usado los gobernantes neoliberales mexicanos ha sido la privatización supuestamente marginal y complementaria por la vía de concesiones al capital y por sustitución de competencias en función de la demanda, y en los últimos años mediante subsidios a los grandes capitales, nacionales y extranjeros, exenciones fiscales en ciertos casos y, finalmente, la desaparición del organismo descentralizado Luz y Fuerza del Centro. Esto explica por qué el gobierno no actuará contra los trabajadores petroleros o de la educación: los tiene en la bolsa y siguen siendo funcionales, gracias a la antidemocracia interior y al sometimiento a las directrices gubernamentales a favor, sin lugar a dudas, del capital y muy al margen de las necesidades históricas de la nación y sus pobladores.
La decisión de Calderón en contra del SME no fue una humorada presidencial ni un acto de valentía. Se inscribe en la lógica del neoliberalismo, que él y su gabinete quieren seguir defendiendo, a pesar de que está en descrédito en los mismos países que lo impulsaron originalmente.
kikka-roja.blogspot.com/
Cuando la crisis fue superada los liberales recuperaron su ideología y otra vez exigieron menos Estado. Sin embargo, la intervención de éste no desapareció del todo ni de golpe: sirvió para seguir obras de infraestructura, para subsidiar al capital con el seguro social más o menos generalizado, sobre todo en Europa; también con la educación gratuita y el seguro de desempleo. Fueron logros, probados durante la crisis y a consecuencia de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, que hasta los liberales más ortodoxos respetaron e incluso defendieron aun en contra de las opiniones de uno de los grandes teóricos del liberalismo moderno, Friedrich von Hayek. Aun en Gran Bretaña, cuna del liberalismo con la revolución industrial, el intervencionismo estatal para regular la economía y restar puntos a la injusticia social propia del capital con manos libres fue una realidad con los gobiernos laboristas.
En Estados Unidos la dinámica fue otra y los apoyos estatales a la población mayoritaria comenzaron a disminuir al mismo tiempo que las grandes empresas recibían beneficios y subsidios. Como eran tiempos de anticomunismo militante y obtuso, y se veía a la Unión Soviética como extremo del intervencionismo estatal (pues la economía dependía del Estado totalmente), los gobiernos de Washington iniciaron una lucha contra cualquier expresión más o menos organizada de sentimientos nacionalistas y estatistas en su patio trasero, desde gobiernos como el de Arbenz, en Guatemala, hasta sindicatos y organizaciones campesinas en otras muchas naciones. Se fomentó así, con el concurso de la CIA, la desestabilización de varios gobiernos de la región y se patrocinaron dictaduras militares que liquidaron la oposición, comenzando con la sindical. La idea era que el ejemplo de Cuba no se extendiera más allá de la isla. Fue así que el intervencionismo estatal, como parte de la estrategia del desarrollo económico de la segunda posguerra en América Latina, fue desmantelado en varios países, rompiendo las trincheras defensoras del nacionalismo económico. El mejor ejemplo de esta nueva política de Estados Unidos fue Chile y de ahí las dictaduras de otros países, principalmente del cono sur (la dictadura brasileña, que inició en 1964, fue nacionalista). En México no fue necesario un golpe de Estado: el Partido Revolucionario Institucional, subordinado al gobierno en turno, garantizaba que la mayoría de los sindicatos fueran sumisos y funcionales a las necesidades del capital. Igual las principales asociaciones campesinas.
A partir del experimento chileno y la asunción al poder de Reagan y Thatcher, el modelo de desarrollo nacional fue sustituido por otro basado en la globalización de la economía y en una nueva ideología que ha dado en llamarse neoliberalismo, que en lo que más se parece al liberalismo clásico es en su antiestatismo. México no sería excepción. Con el argumento de la deuda pública externa, impagable por muchos conceptos, el gobierno de López Portillo aceptó las condiciones del Fondo Monetario Internacional, es decir, la privatización de empresas públicas, la reducción del Estado y la disminución del déficit de las finanzas públicas, los topes salariales y el recorte de los contratos colectivos de trabajo y, de ser posible, la de-saparición de sindicatos, especialmente los de posiciones antiestadunidenses o de inclinaciones socialistas. Quien afianzó este nuevo régimen, inscrito en la globalización y basado en el neoliberalismo, fue Salinas, antes como secretario de Programación y Presupuesto y luego como presidente espurio, pero legal.
Con Salinas y sus sucesores, tanto Zedillo, teóricamente del PRI, como los panistas Fox y Calderón, continuó la misma política de desmantelamiento del Estado y la privatización del patrimonio nacional. Muy pocas voces en el tricolor y ninguna en el PAN se escucharon contra este proceso. Fueron el PRD y sus aliados los que dieron la nota de oposición a las privatizaciones, sobre todo de la industria energética, además de algunos cuantos sindicatos, destacadamente el Mexicano de Electricistas.
El expediente que han usado los gobernantes neoliberales mexicanos ha sido la privatización supuestamente marginal y complementaria por la vía de concesiones al capital y por sustitución de competencias en función de la demanda, y en los últimos años mediante subsidios a los grandes capitales, nacionales y extranjeros, exenciones fiscales en ciertos casos y, finalmente, la desaparición del organismo descentralizado Luz y Fuerza del Centro. Esto explica por qué el gobierno no actuará contra los trabajadores petroleros o de la educación: los tiene en la bolsa y siguen siendo funcionales, gracias a la antidemocracia interior y al sometimiento a las directrices gubernamentales a favor, sin lugar a dudas, del capital y muy al margen de las necesidades históricas de la nación y sus pobladores.
La decisión de Calderón en contra del SME no fue una humorada presidencial ni un acto de valentía. Se inscribe en la lógica del neoliberalismo, que él y su gabinete quieren seguir defendiendo, a pesar de que está en descrédito en los mismos países que lo impulsaron originalmente.