Horizonte político
José Antonio Crespo
Carranza, el fundador
Exactamente en un año más se celebrará el centenario del inicio de la Revolución Mexicana, tan trascendente en nuestra historia como mítica. Vendrán las loas a Francisco Madero, excelente líder social, pero pésimo gobernante (y no por corrupto o autoritario, sino por incapaz y falto de oficio político), buen reformista, aunque mal revolucionario. Pero cabe poner también la atención en quien podríamos considerar como fundador del régimen posrevolucionario, Venustiano Carranza. Calles instituyó el partido oficial, una idea que ya albergaba Álvaro Obregón. Y Lázaro Cárdenas construyó el sistema corporativo que nos dio estabilidad, aunque no democracia. Pero quien puso los cimientos del régimen posrevolucionario fue Carranza.
Recién fue publicada la biografía más completa de este personaje, por el historiador Luis Barrón, colega del CIDE (Carranza: el último reformista porfiriano, Tusquets). En el título subyace una de las principales tesis de Barrón. Carranza no era, como tampoco Madero, un revolucionario nato, sino un reformista formado en el porfiriato. No era porfirista propiamente (como algunos lo han catalogado), sino porfiriano, pues se formó políticamente dentro de los usos y costumbres de ese régimen (fue varias veces alcalde de Cuatro Ciénagas, diputado local, senador, y gobernador interino durante el gobierno porfirista), pero siempre poniendo sobre la mesa y aplicando (cuando era posible) un programa de reformas (educativas, de salud, carcelarias, laborales) que retomó y profundizó después, siendo ya presidente, como eje de la Constitución de 1917.
Otro elemento clave del estudio de Barrón consiste en que, precisamente, por haberse formado dentro del porfiriato, pudo ser puente entre el antiguo y el nuevo régimen. Conocía y aplicaba las pragmáticas reglas del porfirismo (que fueron heredadas y perfeccionadas por el régimen priista, como sabemos) y, al mismo tiempo, incorporó en la Constitución y en el ideario oficial algunas importantes reformas sociales que caracterizan al movimiento revolucionario. Y es que debemos recordar, con Alexis de Tocqueville, que aun en las rupturas políticas más estruendosas y espectaculares, como las grandes revoluciones sociales, se preservan varios elementos de continuidad del ancien régime. Nunca hay ruptura total, renovación absoluta, refundación radical, aunque esos principios sean dogmas y objetivos de todo movimiento revolucionario. Y eso es justo lo que representa —según Barrón— la figura de Carranza: el gozne entre continuidad y renovación.
Ya como gobernador constitucional de Coahuila, en el gobierno de Madero, fue el único en modificar la Constitución estatal, en la que se bosquejan algunas de las reformas políticas más importantes de la Federal de 1917 (las reformas sociales aparecían en las leyes secundarias). Poco después, mostró su habilidad y experiencia política en el momento clave del golpe de Victoriano Huerta, haciendo creer al nuevo secretario de Gobernación que exploraba reconocer al dictador (como lo hicieron todos los gobernadores menos él mismo y el de Chihuahua, Abraham González). Lo que llevó a muchos historiadores a considerar eso como oportunismo: ver primero si lograba sacar algo sustancial de Huerta y, en caso contrario, levantarse en armas. Hay elementos para pensar que mientras Carranza mostraba al secretario de Gobernación de Huerta su disposición a reconocer el gobierno, en corto afirmaba a los suyos que no lo haría, pero necesitaba tiempo para no ser detenido o asesinado por el usurpador. Poco después hizo abierta su oposición a Huerta, reclamando públicamente a Estados Unidos haberlo reconocido.
Se ha dicho también que en la Convención Constituyente de Querétaro fue derrotado políticamente por grupos más radicales (agraristas y obreristas), liderados por Obregón. En realidad, desde su discurso de Hermosillo, en 1913, don Venustiano reconocía como necesarios, no sólo el sufragio efectivo, abrir más escuelas, igualar y repartir las tierras y riquezas nacionales, sino “crear una nueva Constitución cuya acción benéfica sobre las masas, nada ni nadie, pueda evitar”. No era, desde luego, un radical al estilo de los hermanos Flores Magón, pero tampoco un conservador, como algunos lo han querido ver. Barrón presenta en esta esplendida biografía suficientes elementos que permiten concluir que, más que revolucionario, era un reformista de corte porfiriano, que no porfirista.
Desde su discurso de Hermosillo, en 1913, don Venustiano consideraba necesarios, no sólo el sufragio efectivo, sino otras metas.
Recién fue publicada la biografía más completa de este personaje, por el historiador Luis Barrón, colega del CIDE (Carranza: el último reformista porfiriano, Tusquets). En el título subyace una de las principales tesis de Barrón. Carranza no era, como tampoco Madero, un revolucionario nato, sino un reformista formado en el porfiriato. No era porfirista propiamente (como algunos lo han catalogado), sino porfiriano, pues se formó políticamente dentro de los usos y costumbres de ese régimen (fue varias veces alcalde de Cuatro Ciénagas, diputado local, senador, y gobernador interino durante el gobierno porfirista), pero siempre poniendo sobre la mesa y aplicando (cuando era posible) un programa de reformas (educativas, de salud, carcelarias, laborales) que retomó y profundizó después, siendo ya presidente, como eje de la Constitución de 1917.
Otro elemento clave del estudio de Barrón consiste en que, precisamente, por haberse formado dentro del porfiriato, pudo ser puente entre el antiguo y el nuevo régimen. Conocía y aplicaba las pragmáticas reglas del porfirismo (que fueron heredadas y perfeccionadas por el régimen priista, como sabemos) y, al mismo tiempo, incorporó en la Constitución y en el ideario oficial algunas importantes reformas sociales que caracterizan al movimiento revolucionario. Y es que debemos recordar, con Alexis de Tocqueville, que aun en las rupturas políticas más estruendosas y espectaculares, como las grandes revoluciones sociales, se preservan varios elementos de continuidad del ancien régime. Nunca hay ruptura total, renovación absoluta, refundación radical, aunque esos principios sean dogmas y objetivos de todo movimiento revolucionario. Y eso es justo lo que representa —según Barrón— la figura de Carranza: el gozne entre continuidad y renovación.
Ya como gobernador constitucional de Coahuila, en el gobierno de Madero, fue el único en modificar la Constitución estatal, en la que se bosquejan algunas de las reformas políticas más importantes de la Federal de 1917 (las reformas sociales aparecían en las leyes secundarias). Poco después, mostró su habilidad y experiencia política en el momento clave del golpe de Victoriano Huerta, haciendo creer al nuevo secretario de Gobernación que exploraba reconocer al dictador (como lo hicieron todos los gobernadores menos él mismo y el de Chihuahua, Abraham González). Lo que llevó a muchos historiadores a considerar eso como oportunismo: ver primero si lograba sacar algo sustancial de Huerta y, en caso contrario, levantarse en armas. Hay elementos para pensar que mientras Carranza mostraba al secretario de Gobernación de Huerta su disposición a reconocer el gobierno, en corto afirmaba a los suyos que no lo haría, pero necesitaba tiempo para no ser detenido o asesinado por el usurpador. Poco después hizo abierta su oposición a Huerta, reclamando públicamente a Estados Unidos haberlo reconocido.
Se ha dicho también que en la Convención Constituyente de Querétaro fue derrotado políticamente por grupos más radicales (agraristas y obreristas), liderados por Obregón. En realidad, desde su discurso de Hermosillo, en 1913, don Venustiano reconocía como necesarios, no sólo el sufragio efectivo, abrir más escuelas, igualar y repartir las tierras y riquezas nacionales, sino “crear una nueva Constitución cuya acción benéfica sobre las masas, nada ni nadie, pueda evitar”. No era, desde luego, un radical al estilo de los hermanos Flores Magón, pero tampoco un conservador, como algunos lo han querido ver. Barrón presenta en esta esplendida biografía suficientes elementos que permiten concluir que, más que revolucionario, era un reformista de corte porfiriano, que no porfirista.
Desde su discurso de Hermosillo, en 1913, don Venustiano consideraba necesarios, no sólo el sufragio efectivo, sino otras metas.
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