lajornada
Tres años después de la llegada de Felipe Calderón Hinojosa a la titularidad del Ejecutivo federal, el país se encuentra, en prácticamente todos los ámbitos y en casi todos los indicadores, peor que en diciembre de 2006.
El desempeño gubernamental ha sido deficiente y contraproducente en materia de seguridad pública y vigencia de la legalidad, en el manejo de la economía, la política social, la transparencia administrativa, los derechos humanos, la interacción institucional, el desarrollo político, la educación y la salud. Posiblemente el único punto del quehacer gubernamental en el que las cosas no han ido de mal en peor –sin que ello implique que hayan mejorado– sea el de la política exterior, donde las escandalosas catástrofes del foxismo han sido remplazadas por una discreta mediocridad.
En consecuencia, México es hoy menos soberano, menos transparente, menos seguro y menos justo, así como más violento, incierto e inequitativo que hace tres años. No hace falta demasiada perspicacia para percibir zozobra y desaliento crecientes en todos los sectores de la sociedad, ni para ver el severísimo desgaste al que la administración calderonista se ha sometido a sí misma y al país en el curso de este trienio.
El contraste entre el triunfalismo del discurso oficial y la crudeza de los desastres políticos, económicos y sociales es mayor que en tiempos de las viejas presidencias priístas, y mayor incluso que en el sexenio pasado, cuando el ingenio popular bautizó como Foxilandia al México próspero, armónico, justo y democrático, pero inexistente, que presentaba la retórica presidencial. Lo grave es que tras el optimismo discursivo hay una visión equivocada del país y de las dinámicas políticas y sociales.
Un ejemplo claro de este yerro es la incapacidad o la falta de voluntad del gobierno calderonista para comprender la relación entre desarrollo social y delincuencia. La actual administración comenzó con aparatosos despliegues policiales y con la militarización de los espacios públicos; medidas orientadas, se dijo, a contener y contrarrestar el poder de la delincuencia organizada. No se entendió, entonces, y sigue sin entenderse, que el poderío de ésta, a fin de cuentas, es un síntoma de otros problemas de fondo: pobreza, marginación, insalubridad, desempleo y falta de educación. Hoy, 16 mil muertos después, y sin una reducción perceptible de la presencia de la criminalidad, el gobierno federal hace cuentas alegres y proclama la proximidad de su triunfo sobre las bandas de delincuentes sin tomar en cuenta que el fenómeno delictivo seguirá creciendo, independientemente de las acciones represivas que se adopten, alimentado por una política económica que condena al desempleo a millones de personas y multiplica la pobreza y la miseria que existían hace tres años.
Sin duda, la crisis mundial ha sido un factor que gravita de manera adversa en el mal desempeño económico de la actual administración, pero también es cierto que ésta, con su temprana negativa a reconocer la dimensión y las consecuencias del problema que venía, agravó los impactos de la recesión mundial en el ámbito doméstico y dejó inerme al grueso de la población ante la debacle de la economía planetaria.
Calderón inició su gobierno con un déficit de legitimidad, producto del desaseado e incierto proceso electoral de 2006. Esa carencia se mantiene, con el agravante de que, a raíz de la severa derrota sufrida por Acción Nacional en los comicios de julio de este año, los márgenes de maniobra del Ejecutivo se redujeron en forma considerable –especialmente en el Congreso de la Unión– y el calderonismo perdió una parte de sus soportes políticos, particularmente en círculos empresariales, los cuales decidieron apostar al renovado poder de los priístas.
Los 36 meses transcurridos desde la conflictiva y cuestionada toma de posesión del político michoacano han sido suficientes –e incluso excesivos– para evidenciar que el país necesita un cambio radical en las prioridades de la administración. Hoy resulta urgente anteponer las necesidades de la mayor parte de la población a los intereses de las corporaciones privadas foráneas y nacionales y del grupo político-mediático-empresarial que detenta el poder con las formalidades de ley o por mera presencia fáctica; cortar de tajo con las crecientes tendencias autoritarias y represivas y recuperar el terreno que se ha perdido en soberanía y en el dominio de la nación sobre su territorio, su mar patrimonial y sus recursos naturales. No se trata de un empecinamiento ideológico, sino de crear las condiciones para impedir que México se precipite por una espiral de violencia y descomposición.
kikka-roja.blogspot.com/
El desempeño gubernamental ha sido deficiente y contraproducente en materia de seguridad pública y vigencia de la legalidad, en el manejo de la economía, la política social, la transparencia administrativa, los derechos humanos, la interacción institucional, el desarrollo político, la educación y la salud. Posiblemente el único punto del quehacer gubernamental en el que las cosas no han ido de mal en peor –sin que ello implique que hayan mejorado– sea el de la política exterior, donde las escandalosas catástrofes del foxismo han sido remplazadas por una discreta mediocridad.
En consecuencia, México es hoy menos soberano, menos transparente, menos seguro y menos justo, así como más violento, incierto e inequitativo que hace tres años. No hace falta demasiada perspicacia para percibir zozobra y desaliento crecientes en todos los sectores de la sociedad, ni para ver el severísimo desgaste al que la administración calderonista se ha sometido a sí misma y al país en el curso de este trienio.
El contraste entre el triunfalismo del discurso oficial y la crudeza de los desastres políticos, económicos y sociales es mayor que en tiempos de las viejas presidencias priístas, y mayor incluso que en el sexenio pasado, cuando el ingenio popular bautizó como Foxilandia al México próspero, armónico, justo y democrático, pero inexistente, que presentaba la retórica presidencial. Lo grave es que tras el optimismo discursivo hay una visión equivocada del país y de las dinámicas políticas y sociales.
Un ejemplo claro de este yerro es la incapacidad o la falta de voluntad del gobierno calderonista para comprender la relación entre desarrollo social y delincuencia. La actual administración comenzó con aparatosos despliegues policiales y con la militarización de los espacios públicos; medidas orientadas, se dijo, a contener y contrarrestar el poder de la delincuencia organizada. No se entendió, entonces, y sigue sin entenderse, que el poderío de ésta, a fin de cuentas, es un síntoma de otros problemas de fondo: pobreza, marginación, insalubridad, desempleo y falta de educación. Hoy, 16 mil muertos después, y sin una reducción perceptible de la presencia de la criminalidad, el gobierno federal hace cuentas alegres y proclama la proximidad de su triunfo sobre las bandas de delincuentes sin tomar en cuenta que el fenómeno delictivo seguirá creciendo, independientemente de las acciones represivas que se adopten, alimentado por una política económica que condena al desempleo a millones de personas y multiplica la pobreza y la miseria que existían hace tres años.
Sin duda, la crisis mundial ha sido un factor que gravita de manera adversa en el mal desempeño económico de la actual administración, pero también es cierto que ésta, con su temprana negativa a reconocer la dimensión y las consecuencias del problema que venía, agravó los impactos de la recesión mundial en el ámbito doméstico y dejó inerme al grueso de la población ante la debacle de la economía planetaria.
Calderón inició su gobierno con un déficit de legitimidad, producto del desaseado e incierto proceso electoral de 2006. Esa carencia se mantiene, con el agravante de que, a raíz de la severa derrota sufrida por Acción Nacional en los comicios de julio de este año, los márgenes de maniobra del Ejecutivo se redujeron en forma considerable –especialmente en el Congreso de la Unión– y el calderonismo perdió una parte de sus soportes políticos, particularmente en círculos empresariales, los cuales decidieron apostar al renovado poder de los priístas.
Los 36 meses transcurridos desde la conflictiva y cuestionada toma de posesión del político michoacano han sido suficientes –e incluso excesivos– para evidenciar que el país necesita un cambio radical en las prioridades de la administración. Hoy resulta urgente anteponer las necesidades de la mayor parte de la población a los intereses de las corporaciones privadas foráneas y nacionales y del grupo político-mediático-empresarial que detenta el poder con las formalidades de ley o por mera presencia fáctica; cortar de tajo con las crecientes tendencias autoritarias y represivas y recuperar el terreno que se ha perdido en soberanía y en el dominio de la nación sobre su territorio, su mar patrimonial y sus recursos naturales. No se trata de un empecinamiento ideológico, sino de crear las condiciones para impedir que México se precipite por una espiral de violencia y descomposición.