EL USURPADOR ESTÁ PERDIDO.
Lo que Calderón no supo prever
Jorge Carrillo Olea
En una conversación con el ex presidente del gobierno español José María Aznar, Calderón le confesó: Al momento de tomar la decisión no tenía idea de las capacidades del crimen para expandirse, ni de las limitaciones de las fuerzas, ni de la magnitud de la corrupción. A esa muestra de ingenuidad presidencial, Aznar correspondió con una de perfidia: comunicó aquella conversación al embajador estadunidense en Madrid y éste lo hizo a Washington. Ahí entraron Wikileaks y La Jornada.
Esa fue la confesión cándida del jefe del Estado mexicano. De lo que no ha hablado, tal vez por ignorancia, es de los múltiples daños consecuencia de esa fatalidad llamada efecto dominó que él desató. Carente de experiencia de mando ejecutivo, decidió atacar sin saber con racionalidad a quién, en dónde, con qué fuerza y hasta cuándo y… lógicamente, lo primero, pero tampoco supo fijarlo: para qué. Cuál sería el objetivo último deseado.
Debió, es regla, estar perfectamente consciente de los advenimientos a provocar: personas inocentes muertas, con riesgo de morir, de ser heridas o desalojadas por el combate, del terreno a capturar y cómo ocuparlo en prevención de un contrataque. Lo más lastimoso: los efectos de descomposición política, distorsiones económicas y fractura del ánimo social.
En una conversación con el ex presidente del gobierno español José María Aznar, Calderón le confesó: Al momento de tomar la decisión no tenía idea de las capacidades del crimen para expandirse, ni de las limitaciones de las fuerzas, ni de la magnitud de la corrupción. A esa muestra de ingenuidad presidencial, Aznar correspondió con una de perfidia: comunicó aquella conversación al embajador estadunidense en Madrid y éste lo hizo a Washington. Ahí entraron Wikileaks y La Jornada.
Esa fue la confesión cándida del jefe del Estado mexicano. De lo que no ha hablado, tal vez por ignorancia, es de los múltiples daños consecuencia de esa fatalidad llamada efecto dominó que él desató. Carente de experiencia de mando ejecutivo, decidió atacar sin saber con racionalidad a quién, en dónde, con qué fuerza y hasta cuándo y… lógicamente, lo primero, pero tampoco supo fijarlo: para qué. Cuál sería el objetivo último deseado.
Debió, es regla, estar perfectamente consciente de los advenimientos a provocar: personas inocentes muertas, con riesgo de morir, de ser heridas o desalojadas por el combate, del terreno a capturar y cómo ocuparlo en prevención de un contrataque. Lo más lastimoso: los efectos de descomposición política, distorsiones económicas y fractura del ánimo social.