LORENZO MEYER
Ya no es lo que fue: el Estado el problema orginal
El examen de la historia de nuestro país o de cualquier otro, ofrece pruebas irrefutables de lo escaso de los momentos en que la vida pública alcanza niveles de grandeza. No sólo son pocos sino breves y espaciados. Normalmente, el proceso político está dominado por la mediocridad y con frecuencia por la injusticia, el abuso, la corrupción, la violencia y el crimen. En fin, lo que escasea son los ejemplos de la política como expresión de lo mejor del espíritu humano.
Entre los responsables de diseñar y poner en práctica las grandes decisiones de carácter político, la conducta basada en una elevada altura de miras y sentido de la responsabilidad es tan rara que cuando ocurre la celebramos como cosa extraordinaria y se toma como la excepción que confirma una regla: que el ejercicio del poder en la esfera pública es una actividad sórdida, incompatible por naturaleza con la honestidad y con el respeto a los códigos de la ética de cada época.
Hace ya más de dos milenios, Platón en su República, obra escrita alrededor del 380 A.C. y en otros de sus famosos diálogos, concluyó que los mejores gobernantes deberían ser los individuos más sabios, los más dedicados a la búsqueda y el respeto por la verdad. Justamente ese compromiso con la adquisición del conocimiento –que se equiparaba con la virtud-, llevaría a que tales personajes, en caso de ejercer el poder, lo hicieran en función no de su interés particular sino del bien del conjunto social. Sin embargo, el gran filósofo griego concluyó que en la práctica era muy improbable que una polis, cualquiera, permitiera a sus mejores ciudadanos desempeñar el papel de gobernantes. Y es que los valores e ideas de quienes Platón definió como mejores –los sabios y virtuosos- siempre serían diferentes de los que mantenían la gran mayoría de los ciudadanos. Irremediablemente esas diferencias se reflejaban en las divisiones y pugnas que caracterizaban el ejercicio del poder, que desembocaban en la hostilidad entre facciones e incluso en luchas civiles, lo que, para Platón, era el fracaso de la política.
El examen de la historia de nuestro país o de cualquier otro, ofrece pruebas irrefutables de lo escaso de los momentos en que la vida pública alcanza niveles de grandeza. No sólo son pocos sino breves y espaciados. Normalmente, el proceso político está dominado por la mediocridad y con frecuencia por la injusticia, el abuso, la corrupción, la violencia y el crimen. En fin, lo que escasea son los ejemplos de la política como expresión de lo mejor del espíritu humano.
Entre los responsables de diseñar y poner en práctica las grandes decisiones de carácter político, la conducta basada en una elevada altura de miras y sentido de la responsabilidad es tan rara que cuando ocurre la celebramos como cosa extraordinaria y se toma como la excepción que confirma una regla: que el ejercicio del poder en la esfera pública es una actividad sórdida, incompatible por naturaleza con la honestidad y con el respeto a los códigos de la ética de cada época.
Hace ya más de dos milenios, Platón en su República, obra escrita alrededor del 380 A.C. y en otros de sus famosos diálogos, concluyó que los mejores gobernantes deberían ser los individuos más sabios, los más dedicados a la búsqueda y el respeto por la verdad. Justamente ese compromiso con la adquisición del conocimiento –que se equiparaba con la virtud-, llevaría a que tales personajes, en caso de ejercer el poder, lo hicieran en función no de su interés particular sino del bien del conjunto social. Sin embargo, el gran filósofo griego concluyó que en la práctica era muy improbable que una polis, cualquiera, permitiera a sus mejores ciudadanos desempeñar el papel de gobernantes. Y es que los valores e ideas de quienes Platón definió como mejores –los sabios y virtuosos- siempre serían diferentes de los que mantenían la gran mayoría de los ciudadanos. Irremediablemente esas diferencias se reflejaban en las divisiones y pugnas que caracterizaban el ejercicio del poder, que desembocaban en la hostilidad entre facciones e incluso en luchas civiles, lo que, para Platón, era el fracaso de la política.