Las bocinas
Algunas anécdotas trascienden lo inmediato y se convierten en metáforas de la existencia. Unas bocinas de Guadalajara me llevaron a empezar el año 2008 pensando en la cultura cívica. Regresé a mi natal Jalisco y constaté la capacidad que tienen los usos y costumbres del pasado para sobrevivir. Un entrañable amigo organizó una comida en su casa; está metida en la mancha urbana, pero preserva el ambiente semi-rural. Antes de llegar a la sombra del árbol donde departiríamos ya sentía el impacto de la música a todo volumen que salía de unas bocinas colgadas en la casa del vecino. Era un recorrido interminable, sin interrupciones, por todos los estilos del folklore nacional.
Para los anfitriones era parte de la normalidad; para mí una agresión que impedía enhebrar recuerdos. Las bocinas se convirtieron en el tema y así supe que tenían años conviviendo con el ruido, que los vecinos prendían su aparato a las 6 o 7 de la mañana y lo apagaban a medianoche y que la única excepción se daba en los días festivos cuando empezaban antes y terminaban después. Me resultaba incomprensible que alguien con educación universitaria no defendiera sus derechos y exigiera reducir el volumen para, en caso contrario, llamar a la Policía. Tras la resignación estaba la idea de que la defensa de un derecho es una agresión al otro; preferían acumular la rabia que podía explotar en cualquier momento. Ya en una ocasión, contaron, uno de sus hijos estuvo a punto de sacar el arma para tumbar a balazos los altavoces.
Abusé de la amistad y de los privilegios del huésped para insistir en lo inaceptable de la situación. Me ofrecí de voluntario para hablar a la Policía o ir como embajador a solicitar silencio mencionando, de ser necesario, alguna justificación creíble; por ejemplo, que vivir en la capital me había alterado los nervios y que regresaba al terruño en busca de paz y tranquilidad. Después de varias evasivas, el anfitrión se fue con el vecino a quien contó no sé qué historia porque inmediatamente se redujo la contaminación auditiva. Sin la intromisión del ruido se inició una convivencia inolvidable por el festín de recuerdos y por la birria de chivo preparada en Poncitlán y acompañada de tortillas de maíz blanco. Un incidente como éstos hubiera servido para ilustrar la paupérrima cultura cívica del México autoritario. En junio-julio de 1959 dos académicos estadounidenses, Gabriel Almond y Sindey Verba, levantaron en México la primera encuesta sobre cultura cívica. Encontraron una sociedad mal informada y contradictoria: estaba orgullosa de la Revolución Mexicana y respetaba al presidente, pero ponía distancia de la política y la autoridad por considerarlos arbitrarios y corruptos. Tampoco había disposición a participar en organismos sociales o confiar en los vecinos; el refugio estaba en la familia. Ambiente propicio para la pasividad y el cinismo.
El régimen fue cambiando gracias a las minorías organizadas que desencadenaron ciclos de intensa movilización social. En este 2008 se cumplen 20 años del fraude electoral de 1988 y son evidentes las transformaciones. Se resquebrajó el presidencialismo y el federalismo es una realidad y el país se abrió al mundo y por doquier observamos la alternancia. Jalisco ha asumido su identidad conservadora y es territorio panista y sus avenidas antes limpias ahora rebosan de plásticos mugrosos. Pese a los cambios, el pasado se resiste a dejar el escenario. Ahora discutimos si hubo fraude en 2006 y las cifras confirman la resistencia al cambio de los valores cívicos. La participación ciudadana se retroalimenta con la confianza en instituciones dispuestas a tomar en cuenta las necesidades y demandas sociales. En México seguimos más cerca de 1959 que de la modernidad. Aquel año sólo el 30 por ciento estaba orgulloso del Gobierno y las instituciones públicas; la Encuesta Mundial de Valores en 2005 muestra un promedio idéntico. En el 59 sólo el 10 por ciento participaba en organismos ciudadanos y en 2005, según una encuesta de Gobernación, sólo llegó a un modesto 15 por ciento. Con otras encuestas podría urdirse el tapiz de la desconfianza hacia la Policía, el Gobierno y los partidos y el mínimo interés hacia la política (El Almanaque Mexicano 2008).
Resulta increíble la anorexia de la cultura cívica. Entre las explicaciones más evidentes estaría lo magro de la lectura, la mala educación en las aulas y el trabajo de unos medios de comunicación interesados en crear ejércitos de consumidores conformistas en lugar de ciudadanos involucrados. Las minorías dispuestas a participar enfrentan obstáculos monumentales. Para empezar, los partidos y los gobernantes tienen poco interés en la participación ciudadana independiente. Para demostrarlo estarían esas reformas electorales que ignoraron las candidaturas independientes, la iniciativa, el referéndum y el plebiscito. Estarían luego los riesgos asociados a la defensa de un derecho. Entre los muchísimos ejemplos que podría citar está el del Centro de Derechos Humanos de la Diócesis de Saltillo que encabeza el obispo Raúl Vera. El Centro se ha distinguido por su defensa de los familiares de los mineros muertos en Pasta de Conchos y de las trabajadoras sexuales violadas por miembros del Ejército. El 22 de diciembre recibieron como regalo navideño el asalto a sus instalaciones.
Que 2007 fue el año de la impunidad se confirma con la inoperancia de los organismos públicos de derechos humanos y la indiferencia del Gobierno de Felipe Calderón frente los abusos a los derechos humanos. Ahí está como ejemplo la incapacidad de la Secretaría de Gobernación para presentar un borrador aceptable del Programa Nacional de Derechos Humanos. Antes y ahora las mayorías pasivas y las minorías activas estamos a merced de esa trinidad creada por los monopolios, de los delincuentes y los gobernantes. Si entre ellos compiten para ver cuál nos maltrata más, cualquier hijo de vecino hará retumbar sus bocinas. Constatarlo y reiterarlo debe servir para armar la agenda de la investigación, la divulgación y la acción de 2008. Los abusivos viven de los dejados.
Para los anfitriones era parte de la normalidad; para mí una agresión que impedía enhebrar recuerdos. Las bocinas se convirtieron en el tema y así supe que tenían años conviviendo con el ruido, que los vecinos prendían su aparato a las 6 o 7 de la mañana y lo apagaban a medianoche y que la única excepción se daba en los días festivos cuando empezaban antes y terminaban después. Me resultaba incomprensible que alguien con educación universitaria no defendiera sus derechos y exigiera reducir el volumen para, en caso contrario, llamar a la Policía. Tras la resignación estaba la idea de que la defensa de un derecho es una agresión al otro; preferían acumular la rabia que podía explotar en cualquier momento. Ya en una ocasión, contaron, uno de sus hijos estuvo a punto de sacar el arma para tumbar a balazos los altavoces.
Abusé de la amistad y de los privilegios del huésped para insistir en lo inaceptable de la situación. Me ofrecí de voluntario para hablar a la Policía o ir como embajador a solicitar silencio mencionando, de ser necesario, alguna justificación creíble; por ejemplo, que vivir en la capital me había alterado los nervios y que regresaba al terruño en busca de paz y tranquilidad. Después de varias evasivas, el anfitrión se fue con el vecino a quien contó no sé qué historia porque inmediatamente se redujo la contaminación auditiva. Sin la intromisión del ruido se inició una convivencia inolvidable por el festín de recuerdos y por la birria de chivo preparada en Poncitlán y acompañada de tortillas de maíz blanco. Un incidente como éstos hubiera servido para ilustrar la paupérrima cultura cívica del México autoritario. En junio-julio de 1959 dos académicos estadounidenses, Gabriel Almond y Sindey Verba, levantaron en México la primera encuesta sobre cultura cívica. Encontraron una sociedad mal informada y contradictoria: estaba orgullosa de la Revolución Mexicana y respetaba al presidente, pero ponía distancia de la política y la autoridad por considerarlos arbitrarios y corruptos. Tampoco había disposición a participar en organismos sociales o confiar en los vecinos; el refugio estaba en la familia. Ambiente propicio para la pasividad y el cinismo.
El régimen fue cambiando gracias a las minorías organizadas que desencadenaron ciclos de intensa movilización social. En este 2008 se cumplen 20 años del fraude electoral de 1988 y son evidentes las transformaciones. Se resquebrajó el presidencialismo y el federalismo es una realidad y el país se abrió al mundo y por doquier observamos la alternancia. Jalisco ha asumido su identidad conservadora y es territorio panista y sus avenidas antes limpias ahora rebosan de plásticos mugrosos. Pese a los cambios, el pasado se resiste a dejar el escenario. Ahora discutimos si hubo fraude en 2006 y las cifras confirman la resistencia al cambio de los valores cívicos. La participación ciudadana se retroalimenta con la confianza en instituciones dispuestas a tomar en cuenta las necesidades y demandas sociales. En México seguimos más cerca de 1959 que de la modernidad. Aquel año sólo el 30 por ciento estaba orgulloso del Gobierno y las instituciones públicas; la Encuesta Mundial de Valores en 2005 muestra un promedio idéntico. En el 59 sólo el 10 por ciento participaba en organismos ciudadanos y en 2005, según una encuesta de Gobernación, sólo llegó a un modesto 15 por ciento. Con otras encuestas podría urdirse el tapiz de la desconfianza hacia la Policía, el Gobierno y los partidos y el mínimo interés hacia la política (El Almanaque Mexicano 2008).
Resulta increíble la anorexia de la cultura cívica. Entre las explicaciones más evidentes estaría lo magro de la lectura, la mala educación en las aulas y el trabajo de unos medios de comunicación interesados en crear ejércitos de consumidores conformistas en lugar de ciudadanos involucrados. Las minorías dispuestas a participar enfrentan obstáculos monumentales. Para empezar, los partidos y los gobernantes tienen poco interés en la participación ciudadana independiente. Para demostrarlo estarían esas reformas electorales que ignoraron las candidaturas independientes, la iniciativa, el referéndum y el plebiscito. Estarían luego los riesgos asociados a la defensa de un derecho. Entre los muchísimos ejemplos que podría citar está el del Centro de Derechos Humanos de la Diócesis de Saltillo que encabeza el obispo Raúl Vera. El Centro se ha distinguido por su defensa de los familiares de los mineros muertos en Pasta de Conchos y de las trabajadoras sexuales violadas por miembros del Ejército. El 22 de diciembre recibieron como regalo navideño el asalto a sus instalaciones.
Que 2007 fue el año de la impunidad se confirma con la inoperancia de los organismos públicos de derechos humanos y la indiferencia del Gobierno de Felipe Calderón frente los abusos a los derechos humanos. Ahí está como ejemplo la incapacidad de la Secretaría de Gobernación para presentar un borrador aceptable del Programa Nacional de Derechos Humanos. Antes y ahora las mayorías pasivas y las minorías activas estamos a merced de esa trinidad creada por los monopolios, de los delincuentes y los gobernantes. Si entre ellos compiten para ver cuál nos maltrata más, cualquier hijo de vecino hará retumbar sus bocinas. Constatarlo y reiterarlo debe servir para armar la agenda de la investigación, la divulgación y la acción de 2008. Los abusivos viven de los dejados.
La miscelánea
Cuanto terminaba 2007 murió un ciudadano ejemplar. Rafael Ruiz Harrell era como un oso bondadoso. Su alegría de vivir y su calidez de amigo no le impedían escribir libros y columnas donde descarnaba las ineptitudes e iniquidades de los gobernantes. Se fue dejándonos una herencia de afecto y compromiso.
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Kikka Roja
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