Plaza Pública
Quizá hoy mismo el Senado haga suya la enmienda practicada el martes por la Cámara de Diputados a la minuta que los senadores remitieron a San Lázaro el primero de febrero, que a su vez contenía modificaciones a las normas aprobadas por la Cámara en diciembre pasado. Se consumará así la porción que corresponde al Congreso federal en el proceso de reforma constitucional en materia de justicia penal, que implicó una reconstrucción vasta y en ocasiones profunda de los artículos 16 al 22 de la Constitución General de la República. Comenzará entonces la intervención de las legislaturas estatales, donde no habrá oposición al trabajo de los legisladores federales. Cuando ese tramo del proceso concluya y el Ejecutivo publique la reforma será necesario que examinemos con el mayor detenimiento posible el conjunto de enmiendas y adiciones a normas que están muy próximas a la vida de los mexicanos.
Hoy solamente me referiré a la sesión de la Cámara en que fue, inesperada y afortunadamente, suprimido el undécimo párrafo del nuevo Artículo 16, que autorizaba el ingreso policiaco a los domicilios, sin orden judicial, “cuando exista una amenaza actual o inminente a la vida o la integridad corporal de las personas”, eufemística manera de avalar la arbitrariedad policiaca, posible no sólo por ineptitud sino también por corrupción.
Desde que los diputados se ocuparon por primera vez del tema, en diciembre pasado, varios puntos fueron desaprobados por más de noventa legisladores, que votaron en contra. Su posición fue tenida en cuenta por senadores que modificaron la minuta enviada desde San Lázaro, aunque su respuesta no alcanzó a satisfacer a los diputados objetores, que demandaron introducir nuevos cambios, especialmente en cuanto al allanamiento policial y el arraigo. Pero había una suerte de compromiso de aprobar la minuta como llegó de Xicoténcatl, y así lo determinó el dictamen de las comisiones el 19 de febrero. Ni una coma sería alterada.
Pero al acercarse el día de la votación creció una preocupación en las bancadas del PAN y del PRI. Por tratarse de una reforma constitucional se requerían dos tercios de los miembros presentes, es decir 332 de los quinientos integrantes de la Cámara. Si bien dos meses atrás se habían reunido 366 votos, se habían multiplicado las voces, sobre todo en la fracción priista, que expresaban dudas sobre lo antes aprobado y aun la confesión de un error que podía ser enmendado. Los diputados que así se manifestaban eran sensibles no sólo a los alegatos de sus compañeros del PRD, el PT y Convergencia, sino a las objeciones que nacían desde la militancia política (el Frente Nacional contra la Represión) hasta la convicción académica. Un amplio número de expertos, en efecto, se había mostrado contrario a las modificaciones impugnadas en San Lázaro, sin que ello implicara identificación alguna con las posiciones del Frente Amplio Progresista.
Se generó el temor, por lo tanto, de que esta vez la votación no alcanzara el porcentaje constitucional y fracasara la reforma. Por ello los impulsores de la misma –señaladamente el priista mexiquense César Camacho Quiroz— practicaron una retirada parcial, para no perder lo más por lo menos. Sin dejar que trasluciera su aprehensión por el quórum presentaron su nueva posición bajo la forma de la prudencia política, la atención al reclamo de los ciudadanos (que ya se había manifestado antes de diciembre sin que entonces causara mella en su ánimo). Y de ese modo consiguieron el apoyo de los renuentes, en una especie de canje no pactado, en que se aprobaron las más de las enmiendas objetadas a cambio de cancelar una sola, la más llamativa, la que más directamente ponía en riesgo a la sociedad.
El panista zacatecano Felipe Borrego Estrada, que presidió en su tierra el Tribunal superior de justicia y goza de merecida reputación (al punto de ser considerado posible ministro de la Suprema Corte), fue el encargado de dar al pleno la buena noticia que significó eliminar las líneas que autorizaban el allanamiento. De paso ponderó las bondades de la reforma, que las contiene sin duda, como los juicios orales, a los que llamó “una nueva forma de hacer justicia”, en que los procesos tienen “publicidad, inmediatez, igualdad de las partes, presunción de inocencia, defensa profesional, reconocimiento a los derechos de las víctimas, concentración, medios alternativos de solución”.
(A ese propósito, deseoso de hacerse grato a los oídos de sus oyentes, los miembros de la Cámara americana de comercio en cuyo seno se hallaba cuando tuvo noticia de la aprobación de la reforma en San Lázaro, el presidente Felipe Calderón dijo que los juicios orales que hora se instauran serán como los norteamericanos. Lejos de ello, pues la característica definitoria del procedimiento penal en Estados Unidos no es su oralidad, sino la institución de los jurados, mientras que en México seguirán actuando jueces profesionales).
Sin dejar de señalar otras enmiendas que debieron hacerse, que condujeran por lo menos a la eliminación del arraigo (una nueva forma de prisión preventiva que puede privar de su libertad hasta por ochenta días a una persona a la que se quiere acusar, pero no se sabe si merece ser acusada), los impugnadores que ya daban por perdida su causa se dieron por bien servidos y lo mostraron al votar: 462, de todos los partidos, aprobaron la minuta senatorial enmendada, mientras que sólo seis diputados votaron en contra y dos se abstuvieron.
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