editorial
En su calidad de presidente de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados, como coordinador de asesores del secretario de Energía, y en tanto que subsecretario de Electricidad, Juan Camilo Mouriño actuó en representación de una empresa de su familia para firmar contratos con Pemex, como reconoció recientemente él mismo. El que pueda hallarse, o no, una rendija legal para exonerar al actual secretario de Gobernación de los posibles delitos en que pudo incurrir (artículos 47 y 88 de la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos y artículos 214 y 221 del Código Penal, entre otros), dependerá, en primer lugar, de la voluntad del gobierno del que forma parte, y de las bancadas priístas en las cámaras de Diputados y de Senadores, para esclarecer ésas y otras transacciones. En caso de que las pesquisas tengan lugar, y en tanto no culminen en el hallazgo de responsabilidades específicas, el funcionario estará protegido, en lo jurídico, por el principio de presunción de inocencia.
En el ámbito de la opinión pública, en cambio, las reacciones defensivas del secretario de Gobernación y de sus entornos institucionales, partidistas, parlamentarios y mediáticos, no han hecho más que alimentar una presunción de culpabilidad y de inmoralidad que se incrementa conforme se multiplican los intentos por blindarlo ante procesos administrativos, políticos y penales. Las sospechas se han expandido mucho más allá del movimiento lopezobradorista y han desembocado en una crisis de gobierno que se hará más profunda mientras más tiempo tarde en reconocerla el grupo en el poder.
El propio Mouriño ha fallado en el fondo y en la forma de sus respuestas. Una vez divulgados los contratos que firmó en su doble calidad de funcionario público del sector energético y de apoderado de sus propias empresas del ramo de hidrocarburos, el secretario de Gobernación se limitó a ensayar, sin pruebas, una descalificación de su impugnador, y posteriormente, en vez de comparecer ante el conjunto de la opinión pública, se limitó a presentarse en algunos medios electrónicos –afectados, a su vez, en la percepción pública por su tendencia a favorecer al discurso oficial–, desde los que tampoco desvirtuó con documentos los señalamientos en su contra. En cambio, se exoneró a sí mismo y pidió a la sociedad creer que la divulgación de los contratos sospechosos es parte de “una apuesta por el fracaso de nuestro país”. Así, de paso, las réplicas del funcionario han sembrado dudas sobre su capacidad para ejercer en forma adecuada el cargo que ostenta y para manejar crisis que vayan más allá de las impugnaciones a su persona.
De manera inexorable, la circunstancia por la que atraviesa el secretario de Gobernación genera severos impactos en el conjunto del Ejecutivo federal. La contundencia de los cuestionamientos a su paso por la Cámara de Diputados y por la Secretaría de Energía coloca a Mouriño ante el dilema de defenderse, en la forma que sea, o dedicarse a procurar una gobernabilidad que, paradójicamente, tiene uno de sus principales desafíos inmediatos en la situación del propio funcionario impugnado. Por añadidura, el estrecho colaborador del titular del Ejecutivo viene a ser, en su calidad de coordinador del gabinete presidencial (el que “tramita lo relacionado con los nombramientos, remociones, renuncias y licencias de los secretarios de Estado” e “interviene en los nombramientos, aprobaciones, designaciones, destituciones renuncias y jubilaciones de servidores públicos que no se atribuyan expresamente por ley a otras dependencias del Ejecutivo”), el superior jerárquico de quienes tendrían que analizar sus posibles responsabilidades administrativas y penales: el procurador federal y el secretario de la Función Pública.
Así, a menos de dos meses de su llegada al Palacio de Cobián, Juan Camilo Mouriño ha dejado de ser un activo y se ha convertido en un pesado lastre para el gobierno federal, cuyo titular tendría que evaluar la conveniencia de mantenerlo en un cargo para el que perdió buena parte de su margen de maniobra –particularmente como operador de la privatización petrolera eufemísticamente llamada “reforma energética”–, no sólo porque la Presidencia tendría que operar por sí misma, sin mediaciones ni parapetos políticos, en la resolución de difíciles conflictos, sino también porque las sospechas ciudadanas sobre la moralidad y la legalidad de los contratos de Mouriño se convertirían en percepciones de inmoralidad, opacidad e ilegalidad del Ejecutivo federal en su conjunto, y con ello se incrementaría gravemente el déficit de legitimidad que padece de origen la actual administración.
En el ámbito de la opinión pública, en cambio, las reacciones defensivas del secretario de Gobernación y de sus entornos institucionales, partidistas, parlamentarios y mediáticos, no han hecho más que alimentar una presunción de culpabilidad y de inmoralidad que se incrementa conforme se multiplican los intentos por blindarlo ante procesos administrativos, políticos y penales. Las sospechas se han expandido mucho más allá del movimiento lopezobradorista y han desembocado en una crisis de gobierno que se hará más profunda mientras más tiempo tarde en reconocerla el grupo en el poder.
El propio Mouriño ha fallado en el fondo y en la forma de sus respuestas. Una vez divulgados los contratos que firmó en su doble calidad de funcionario público del sector energético y de apoderado de sus propias empresas del ramo de hidrocarburos, el secretario de Gobernación se limitó a ensayar, sin pruebas, una descalificación de su impugnador, y posteriormente, en vez de comparecer ante el conjunto de la opinión pública, se limitó a presentarse en algunos medios electrónicos –afectados, a su vez, en la percepción pública por su tendencia a favorecer al discurso oficial–, desde los que tampoco desvirtuó con documentos los señalamientos en su contra. En cambio, se exoneró a sí mismo y pidió a la sociedad creer que la divulgación de los contratos sospechosos es parte de “una apuesta por el fracaso de nuestro país”. Así, de paso, las réplicas del funcionario han sembrado dudas sobre su capacidad para ejercer en forma adecuada el cargo que ostenta y para manejar crisis que vayan más allá de las impugnaciones a su persona.
De manera inexorable, la circunstancia por la que atraviesa el secretario de Gobernación genera severos impactos en el conjunto del Ejecutivo federal. La contundencia de los cuestionamientos a su paso por la Cámara de Diputados y por la Secretaría de Energía coloca a Mouriño ante el dilema de defenderse, en la forma que sea, o dedicarse a procurar una gobernabilidad que, paradójicamente, tiene uno de sus principales desafíos inmediatos en la situación del propio funcionario impugnado. Por añadidura, el estrecho colaborador del titular del Ejecutivo viene a ser, en su calidad de coordinador del gabinete presidencial (el que “tramita lo relacionado con los nombramientos, remociones, renuncias y licencias de los secretarios de Estado” e “interviene en los nombramientos, aprobaciones, designaciones, destituciones renuncias y jubilaciones de servidores públicos que no se atribuyan expresamente por ley a otras dependencias del Ejecutivo”), el superior jerárquico de quienes tendrían que analizar sus posibles responsabilidades administrativas y penales: el procurador federal y el secretario de la Función Pública.
Así, a menos de dos meses de su llegada al Palacio de Cobián, Juan Camilo Mouriño ha dejado de ser un activo y se ha convertido en un pesado lastre para el gobierno federal, cuyo titular tendría que evaluar la conveniencia de mantenerlo en un cargo para el que perdió buena parte de su margen de maniobra –particularmente como operador de la privatización petrolera eufemísticamente llamada “reforma energética”–, no sólo porque la Presidencia tendría que operar por sí misma, sin mediaciones ni parapetos políticos, en la resolución de difíciles conflictos, sino también porque las sospechas ciudadanas sobre la moralidad y la legalidad de los contratos de Mouriño se convertirían en percepciones de inmoralidad, opacidad e ilegalidad del Ejecutivo federal en su conjunto, y con ello se incrementaría gravemente el déficit de legitimidad que padece de origen la actual administración.
Kikka Roja
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