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- Vientos del Cambio en Mayo de 1968
- París, mayo, 1968: la fiesta de la libertad Berlín 1967-París 1968 Cuando lo insólito se hizo cotidiano
- París, mayo, 1968: la fiesta de la libertad
En los años sesenta del pasado siglo el mundo rejuvenece. Dejando atrás el consumismo epidérmico que envolvía para regalo el ánimo taciturno de la generación marcada por la segunda gran guerra, una nueva generación irreverente y airada toma por asalto los campus, las fábricas, las calles, los sueños.
Es tiempo de oposición extraparlamentaria y movimientos sociales, tiempo de comunas, de comités, de brigadas; tiempo en que el Barrio Latino de París es rebautizado Barrio del Vietnam Heroico, el Free Speech Movement sacude a la Universidad de Berkeley, los estudiantes Zengakuren tunden a la policía japonesa con bastones de kendo, la autogestión obrera subvierte la disciplina fabril en Turín. Por el mundo soplan vientos de antiimperialismo militante, de poder negro, de revolución cultural. Son los años en que el David vietnamita humilla al Goliat yanqui, en que los barbones de la revolución cubana bailan rumba en las narices del tío Sam, en que la promisoria y cristalina Primavera de Praga desafía al coloso ruso. Son días privilegiados, días de carnaval en que el mundo anda desfajado y patas arriba; en que el pobre puede más que el rico, el negro más que el blanco, el joven más que el viejo, el débil más que el fuerte. Son tiempos contestatarios, alebrestados, salidores, respondones; tiempos de feroz irreverencia y de imaginación desmecatada. Bien decían los entrañables ilusos del Barrio Latino durante el Mayo francés: “Millonarios del mundo, unios. Los tiempos están cambiando”.
El 22 de marzo de 1968 la agresión fascista a una manifestación estudiantil provoca la ocupación de la universidad francesa de Nanterre por los jóvenes. La efervescencia se extiende a la Sorbona y cuando los rectores cierran ambas universidades –presumiblemente por órdenes del presidente Charles De Gaulle–, el activismo se radicaliza, hay choques con la policía, y el 7 de mayo marchan en París más de 30 mil estudiantes. Al día siguiente los jóvenes airados toman del emblemático Barrio Latino al grito de “¡Fuera De Gaulle!” A raíz de querellas menores ha estallado una versión adolescente de la Comuna de París.
Un fantasma adolescente recorre el mundo
El mayo francés no brotó de la nada: en noviembre de 1967, los estudiantes de Nanterre se habían ido a la huelga por problemas de sobrepoblación y en febrero de 1968 hubo manifestaciones parisinas contra la guerra de Vietnam. Pero el verdadero caldo de cultivo es la emergencia global, a mediados de los sesenta, de una nueva izquierda estudiantil que en España cuestiona al franquismo con manifestaciones, huelgas y ocupación de las universidades de Barcelona y Madrid; que en Italia toma la Universidad de Turín; que en Alemania se estructura en torno a la Liga de Estudiantes Socialistas, con ramificaciones en toda Europa; que en Japón milita en la organización Zengakuren, ala izquierda del Partido Socialista; que en Estados Unidos conforma Estudiantes por una Sociedad Democrática, con presencia mayor en California.
Y también cunde en América Latina: en Ecuador los disturbios estudiantiles de Guayaquil son enfrentados con ley marcial; en Venezuela el gobierno responde a las movilizaciones ocupando militarmente la universidad Central y más tarde la de Maracaibo; en Colombia 40 tanques toman la universidad de Bogotá; en Bolivia hay estado de sitio contra la agitación estudiantil; en Brasil estudiantes y policías chocan en Río de Janeiro; en Argentina los universitarios resisten la dictadura militar de Juan Carlos Onganía. En México el Ejército desaloja a los “comunistas” que ocupaban la Universidad de San Nicolás, en Michoacán, entre ellos el rector.
Son igualmente jóvenes afroamericanos quienes protagonizan las algaradas raciales de 1964 en Nueva York, Nueva Jersey, Chicago y Filadelfia; quienes en 1965, en Los Ángeles, saquean, incendian y atacan a la policía, y quienes militan en los Panteras Negras. Son cientos de miles de jóvenes chinos quienes en 1965 conforman los Guardias Rojos que se rebelan contra alcaldes y funcionarios, animando la primera fase de la Revolución Cultural. El mismo año, pero en Checoslovaquia, son principalmente jóvenes quienes impulsan la Primavera de Praga con el reformista Alexander Dubcek, quienes transforman la Plaza Wenceslao en ágora democrática y quienes, más tarde, enfrentan desarmados a los tanques soviéticos. En Polonia, son los estudiantes de la Universidad de Varsovia y obreros siderúrgicos quienes, a principios de1968, integran los comités que demandan libertad de expresión, asociación y cultos. Y son estudiantes quienes a mediados de ese mismo año, en Yugoslavia, se movilizan durante una semana por reformas democráticas.
Menos directamente políticas pero igualmente caladoras en el imaginario de la juventud globalizada son las comunas jipis de California, la conversión del sicólogo Timothy Leary en profeta del LSD y la desmelenada beatlemanía.
Y como telón de fondo, el movimiento contra la guerra en Vietnam. Una desigual confrontación que el internacionalismo mediático llevó a todos los hogares de la “aldea global”, haciendo posible que deviniera causa planetaria.
En el principio eran los jóvenes
En 1967, en la Universidad Libre de Berlín, el filósofo Herbert Marcuse agitaba a los estudiantes: “Está en juego la vida de todos. La creciente producción es creciente destrucción y creciente despilfarro”. Enfrentamos la “amenaza de destrucción total”. Y señalaba las que, según él, eran fuerzas del cambio: “la oposición se concentra cada vez más en los marginales” y también “entre los privilegiados que son conscientes del precio que la sociedad opulenta hace pagar a sus víctimas”. Meses después los “privilegiados” estudiantes franceses de educación media y superior parecían darle la razón protagonizando un inédito movimiento altermundista.
Sin embargo la revolución de mayo en Francia fue trascendente no tanto por el indudable vanguardismo universitario como por la amplia convergencia de estudiantes y obreros, con lo que, de paso, el proletariado galo desmintió su presunta aristocratización.
Pero al principio son únicamente los jóvenes; las grandes centrales sindicales les dan la espalda, el Partido Comunista Francés los llama “provocadores”, y el 10 de mayo están solos en la defensa del Barrio Latino: una feroz batalla de barricadas que deja casi 600 heridos y cerca de 500 detenidos. Al día siguiente se solidarizan con la “Comuna de París” las facultades universitarias de Toulouse, Lyon, Grenoble, Burdeos, Clermont-Ferrand, Nevres y la insurgencia se torna nacional.
Tras 10 días de combates juveniles y en riesgo de ser rebasados por sus bases, las centrales obreras y el PCF saludan al movimiento y anuncian una huelga solidaria de 24 horas. Por su parte De Gaulle cede y el 13 reabre la universidad. La manifestación triunfante congrega a 800 mil personas y en la recuperada Sorbona se celebra la Noche de la Libertad, donde se acuerda boicotear los estresantes y memorísticos exámenes, luchar por una universidad popular y democrática, y exigir la dimisión del jefe de la policía y del ministro del Interior. Se debate también la organicidad del movimiento en comités de acción, de los que a finales de la tercera semana de mayo ya operan 400.
“Algunos quieren utilizar la crisis para obligar al gobierno a reformas universitarias. Otros queremos utilizar las facultades conquistadas como base roja de donde partan los grupos de propaganda a los barrios populares”, declaran los comités. Y tienen respuesta: los obreros no sólo extienden el paro, ocupan los centros de trabajo. Fábricas de aviones, de barcos, de camiones, de automóviles, de motores; empresas textiles, siderúrgicas; centros que controlan el tráfico aéreo y ferroviario, establecimientos comerciales, son tomados pasando por encima de las dirigencias gremiales.
Para el 16 ya son 6 millones los obreros en paro y las centrales, una vez mas rebasadas, tienen que llamar a la huelga general para el 23. Se adhieren también los sindicatos agrarios y para el 17 la Federación Nacional Francesa de Agricultores convoca a luchar por la regulación europea de los precios agropecuarios. El 24 hay manifestaciones campesinas y en los días siguientes dos millones de trabajadores agrícolas toman granjas y centros de producción. En Nantes los labriegos transforman la Plaza Royal en Plaza del Pueblo.
“¡Que se vaya el viejo!”
El “milagro francés” de De Gaulle hace agua, descarrila el “capitalismo popular” que pretendía reclutar al proletariado para el sistema mediante participación de utilidades en forma de acciones de las empresas, la “sociedad opulenta” exhibe sus íntimas miserias. Con tasas del 7% anual la economía francesa se había más que duplicado en una década y en el mismo lapso los estudiantes de educación superior pasaron de 170 mil a más de 600 mil. Pero el “neocapitalista” “Estado de bienestar” resultó un orden inhóspito. A la postre, el “consumismo” se mostró tan opresivo como la escasez crónica, pues por él interiorizamos “el aparato”. A la opresión de los órganos represivos convencionales y reconocidos se añade la que ejerce la escuela, la fábrica, las instituciones de salud, la moral sexual, los medios de comunicación. Resuelto el problema del hambre queda la joda existencial, el poder interiorizado, la violencia menuda, las angustias de la vida cotidiana. Lo desarrolló Foucault en su “analítica del poder”, lo anunció Marcuse en textos como El hombre unidimensional, lo proclaman a voces los rabiosos del 68.
“El país está paralizado; creo que debo retirarme –le confiesa De Gaulle en privado al general Massu el 21 de mayo–; no soporto más esta efebocracia que se ha adueñado de las calles”. Y efectivamente, con 10 millones de huelguistas –muchos ocupando las fábricas– y los estudiantes marchando sobre La Bastilla y armando barricadas, lo que está en cuestión no es el sistema educativo, la semana de 40 horas o el alza de salarios, es el gaullismo. En este caldeado ambiente las bases obreras rechazan la negociación de las cúpulas sindicales y demandan control obrero de las fábricas, mientras que el 27, en el estadio de Charlety, los estudiantes fundan lo que llaman el “Partido de los Jóvenes”. “Vivimos una situación prerrevolucionaria”, declara Daniel Cohn-Bendit, vocero del Movimiento 22 de Marzo. “Nuestra meta no es un cambio de gobierno, es hacer la revolución”, proclama Alain Geismar, del Sindicato de Enseñanza Superior”. Y el 29 de mayo un cuarto de millón de franceses desplegados entre La Bastilla y la Estación de Saint-Lazare demanda la caída del gobierno: “¡De Gaulle, asesino!, ¡Que se vaya el viejo!”
Sumisión o guerra civil
Ese día “el viejo” sale de París, pero no para redactar su dimisión sino para reunirse con el alto mando militar. El 30 de mayo a las 4.30 de la tarde De Gaulle se dirige a los franceses: “Tomé una decisión (...) no me retiraré (...) Francia está amenazada por una dictadura ejercida por grupos organizados (...) Y bien; no, la República no abdicará”. Mientras tanto los tanques se desplazan por los suburbios de París. Durante los días siguientes las fábricas van siendo desocupadas por la fuerza y el 6 de junio se reanuda el servicio de transporte público. Las últimas huelgas se levantan el 24, después de 42 días de estalladas. Los jóvenes, de nuevo solos y disminuidos por la represión, resisten en las barricadas. El 12 de junio el ejército ocupa el Barrio Latino. Cuatro días después la policía toma la Sorbona. Los grupos políticos estudiantiles son declarados ilegales.
Tras una campaña electoral del miedo donde la derecha reclama “mano dura” y “gobierno fuerte”, en los comicios del 24 y el 30 de junio el gaullismo y sus aliados, con más del 50% de los votos, ganan 350 de las 487 bancas de la Asamblea Nacional. La normalidad ha regresado.
*
“Después de lo que hemos vivido durante este mes, ni el mundo ni la vida volverán a ser lo que eran”, dice Cohn-Bendit el 29 de mayo. Tiene razón. Impuestos a hacer la historia a su aire y por su pie, los jóvenes del 68 remachan el estentóreo protagonismo de la sociedad en movimiento por sobre estados, iglesias, partidos y gremios esclerosados. En las izquierdas el ánimo narodniki se impone al espíritu volcheviki y la consigna de “marchar al pueblo” desplaza a la obsesión por construir el “partido de vanguardia”. Y, lo más importante: la ruptura epistemológica del 68 permite leer la historia de otra manera: descubrir que la revolución también es una fiesta, que la imaginación tiene poder y que la única forma de ser realistas es proponerse lo imposible.
*A mediados de 1968, semanas antes de que estallara en México el movimiento juvenil, me volví asiduo de la Librería Francesa, donde conseguía el diario Le Monde, con información fresca y análisis de Edgar Morin, entre otros. Con eso escribí un apurado balance del 68 galo que se publicó ese mismo año como La revolución de mayo en Francia. Esos diarios, ahora amarillentos, sirvieron para el presente artículo.
Es tiempo de oposición extraparlamentaria y movimientos sociales, tiempo de comunas, de comités, de brigadas; tiempo en que el Barrio Latino de París es rebautizado Barrio del Vietnam Heroico, el Free Speech Movement sacude a la Universidad de Berkeley, los estudiantes Zengakuren tunden a la policía japonesa con bastones de kendo, la autogestión obrera subvierte la disciplina fabril en Turín. Por el mundo soplan vientos de antiimperialismo militante, de poder negro, de revolución cultural. Son los años en que el David vietnamita humilla al Goliat yanqui, en que los barbones de la revolución cubana bailan rumba en las narices del tío Sam, en que la promisoria y cristalina Primavera de Praga desafía al coloso ruso. Son días privilegiados, días de carnaval en que el mundo anda desfajado y patas arriba; en que el pobre puede más que el rico, el negro más que el blanco, el joven más que el viejo, el débil más que el fuerte. Son tiempos contestatarios, alebrestados, salidores, respondones; tiempos de feroz irreverencia y de imaginación desmecatada. Bien decían los entrañables ilusos del Barrio Latino durante el Mayo francés: “Millonarios del mundo, unios. Los tiempos están cambiando”.
El 22 de marzo de 1968 la agresión fascista a una manifestación estudiantil provoca la ocupación de la universidad francesa de Nanterre por los jóvenes. La efervescencia se extiende a la Sorbona y cuando los rectores cierran ambas universidades –presumiblemente por órdenes del presidente Charles De Gaulle–, el activismo se radicaliza, hay choques con la policía, y el 7 de mayo marchan en París más de 30 mil estudiantes. Al día siguiente los jóvenes airados toman del emblemático Barrio Latino al grito de “¡Fuera De Gaulle!” A raíz de querellas menores ha estallado una versión adolescente de la Comuna de París.
Un fantasma adolescente recorre el mundo
El mayo francés no brotó de la nada: en noviembre de 1967, los estudiantes de Nanterre se habían ido a la huelga por problemas de sobrepoblación y en febrero de 1968 hubo manifestaciones parisinas contra la guerra de Vietnam. Pero el verdadero caldo de cultivo es la emergencia global, a mediados de los sesenta, de una nueva izquierda estudiantil que en España cuestiona al franquismo con manifestaciones, huelgas y ocupación de las universidades de Barcelona y Madrid; que en Italia toma la Universidad de Turín; que en Alemania se estructura en torno a la Liga de Estudiantes Socialistas, con ramificaciones en toda Europa; que en Japón milita en la organización Zengakuren, ala izquierda del Partido Socialista; que en Estados Unidos conforma Estudiantes por una Sociedad Democrática, con presencia mayor en California.
Y también cunde en América Latina: en Ecuador los disturbios estudiantiles de Guayaquil son enfrentados con ley marcial; en Venezuela el gobierno responde a las movilizaciones ocupando militarmente la universidad Central y más tarde la de Maracaibo; en Colombia 40 tanques toman la universidad de Bogotá; en Bolivia hay estado de sitio contra la agitación estudiantil; en Brasil estudiantes y policías chocan en Río de Janeiro; en Argentina los universitarios resisten la dictadura militar de Juan Carlos Onganía. En México el Ejército desaloja a los “comunistas” que ocupaban la Universidad de San Nicolás, en Michoacán, entre ellos el rector.
Son igualmente jóvenes afroamericanos quienes protagonizan las algaradas raciales de 1964 en Nueva York, Nueva Jersey, Chicago y Filadelfia; quienes en 1965, en Los Ángeles, saquean, incendian y atacan a la policía, y quienes militan en los Panteras Negras. Son cientos de miles de jóvenes chinos quienes en 1965 conforman los Guardias Rojos que se rebelan contra alcaldes y funcionarios, animando la primera fase de la Revolución Cultural. El mismo año, pero en Checoslovaquia, son principalmente jóvenes quienes impulsan la Primavera de Praga con el reformista Alexander Dubcek, quienes transforman la Plaza Wenceslao en ágora democrática y quienes, más tarde, enfrentan desarmados a los tanques soviéticos. En Polonia, son los estudiantes de la Universidad de Varsovia y obreros siderúrgicos quienes, a principios de1968, integran los comités que demandan libertad de expresión, asociación y cultos. Y son estudiantes quienes a mediados de ese mismo año, en Yugoslavia, se movilizan durante una semana por reformas democráticas.
Menos directamente políticas pero igualmente caladoras en el imaginario de la juventud globalizada son las comunas jipis de California, la conversión del sicólogo Timothy Leary en profeta del LSD y la desmelenada beatlemanía.
Y como telón de fondo, el movimiento contra la guerra en Vietnam. Una desigual confrontación que el internacionalismo mediático llevó a todos los hogares de la “aldea global”, haciendo posible que deviniera causa planetaria.
En el principio eran los jóvenes
En 1967, en la Universidad Libre de Berlín, el filósofo Herbert Marcuse agitaba a los estudiantes: “Está en juego la vida de todos. La creciente producción es creciente destrucción y creciente despilfarro”. Enfrentamos la “amenaza de destrucción total”. Y señalaba las que, según él, eran fuerzas del cambio: “la oposición se concentra cada vez más en los marginales” y también “entre los privilegiados que son conscientes del precio que la sociedad opulenta hace pagar a sus víctimas”. Meses después los “privilegiados” estudiantes franceses de educación media y superior parecían darle la razón protagonizando un inédito movimiento altermundista.
Sin embargo la revolución de mayo en Francia fue trascendente no tanto por el indudable vanguardismo universitario como por la amplia convergencia de estudiantes y obreros, con lo que, de paso, el proletariado galo desmintió su presunta aristocratización.
Pero al principio son únicamente los jóvenes; las grandes centrales sindicales les dan la espalda, el Partido Comunista Francés los llama “provocadores”, y el 10 de mayo están solos en la defensa del Barrio Latino: una feroz batalla de barricadas que deja casi 600 heridos y cerca de 500 detenidos. Al día siguiente se solidarizan con la “Comuna de París” las facultades universitarias de Toulouse, Lyon, Grenoble, Burdeos, Clermont-Ferrand, Nevres y la insurgencia se torna nacional.
Tras 10 días de combates juveniles y en riesgo de ser rebasados por sus bases, las centrales obreras y el PCF saludan al movimiento y anuncian una huelga solidaria de 24 horas. Por su parte De Gaulle cede y el 13 reabre la universidad. La manifestación triunfante congrega a 800 mil personas y en la recuperada Sorbona se celebra la Noche de la Libertad, donde se acuerda boicotear los estresantes y memorísticos exámenes, luchar por una universidad popular y democrática, y exigir la dimisión del jefe de la policía y del ministro del Interior. Se debate también la organicidad del movimiento en comités de acción, de los que a finales de la tercera semana de mayo ya operan 400.
“Algunos quieren utilizar la crisis para obligar al gobierno a reformas universitarias. Otros queremos utilizar las facultades conquistadas como base roja de donde partan los grupos de propaganda a los barrios populares”, declaran los comités. Y tienen respuesta: los obreros no sólo extienden el paro, ocupan los centros de trabajo. Fábricas de aviones, de barcos, de camiones, de automóviles, de motores; empresas textiles, siderúrgicas; centros que controlan el tráfico aéreo y ferroviario, establecimientos comerciales, son tomados pasando por encima de las dirigencias gremiales.
Para el 16 ya son 6 millones los obreros en paro y las centrales, una vez mas rebasadas, tienen que llamar a la huelga general para el 23. Se adhieren también los sindicatos agrarios y para el 17 la Federación Nacional Francesa de Agricultores convoca a luchar por la regulación europea de los precios agropecuarios. El 24 hay manifestaciones campesinas y en los días siguientes dos millones de trabajadores agrícolas toman granjas y centros de producción. En Nantes los labriegos transforman la Plaza Royal en Plaza del Pueblo.
“¡Que se vaya el viejo!”
El “milagro francés” de De Gaulle hace agua, descarrila el “capitalismo popular” que pretendía reclutar al proletariado para el sistema mediante participación de utilidades en forma de acciones de las empresas, la “sociedad opulenta” exhibe sus íntimas miserias. Con tasas del 7% anual la economía francesa se había más que duplicado en una década y en el mismo lapso los estudiantes de educación superior pasaron de 170 mil a más de 600 mil. Pero el “neocapitalista” “Estado de bienestar” resultó un orden inhóspito. A la postre, el “consumismo” se mostró tan opresivo como la escasez crónica, pues por él interiorizamos “el aparato”. A la opresión de los órganos represivos convencionales y reconocidos se añade la que ejerce la escuela, la fábrica, las instituciones de salud, la moral sexual, los medios de comunicación. Resuelto el problema del hambre queda la joda existencial, el poder interiorizado, la violencia menuda, las angustias de la vida cotidiana. Lo desarrolló Foucault en su “analítica del poder”, lo anunció Marcuse en textos como El hombre unidimensional, lo proclaman a voces los rabiosos del 68.
“El país está paralizado; creo que debo retirarme –le confiesa De Gaulle en privado al general Massu el 21 de mayo–; no soporto más esta efebocracia que se ha adueñado de las calles”. Y efectivamente, con 10 millones de huelguistas –muchos ocupando las fábricas– y los estudiantes marchando sobre La Bastilla y armando barricadas, lo que está en cuestión no es el sistema educativo, la semana de 40 horas o el alza de salarios, es el gaullismo. En este caldeado ambiente las bases obreras rechazan la negociación de las cúpulas sindicales y demandan control obrero de las fábricas, mientras que el 27, en el estadio de Charlety, los estudiantes fundan lo que llaman el “Partido de los Jóvenes”. “Vivimos una situación prerrevolucionaria”, declara Daniel Cohn-Bendit, vocero del Movimiento 22 de Marzo. “Nuestra meta no es un cambio de gobierno, es hacer la revolución”, proclama Alain Geismar, del Sindicato de Enseñanza Superior”. Y el 29 de mayo un cuarto de millón de franceses desplegados entre La Bastilla y la Estación de Saint-Lazare demanda la caída del gobierno: “¡De Gaulle, asesino!, ¡Que se vaya el viejo!”
Sumisión o guerra civil
Ese día “el viejo” sale de París, pero no para redactar su dimisión sino para reunirse con el alto mando militar. El 30 de mayo a las 4.30 de la tarde De Gaulle se dirige a los franceses: “Tomé una decisión (...) no me retiraré (...) Francia está amenazada por una dictadura ejercida por grupos organizados (...) Y bien; no, la República no abdicará”. Mientras tanto los tanques se desplazan por los suburbios de París. Durante los días siguientes las fábricas van siendo desocupadas por la fuerza y el 6 de junio se reanuda el servicio de transporte público. Las últimas huelgas se levantan el 24, después de 42 días de estalladas. Los jóvenes, de nuevo solos y disminuidos por la represión, resisten en las barricadas. El 12 de junio el ejército ocupa el Barrio Latino. Cuatro días después la policía toma la Sorbona. Los grupos políticos estudiantiles son declarados ilegales.
Tras una campaña electoral del miedo donde la derecha reclama “mano dura” y “gobierno fuerte”, en los comicios del 24 y el 30 de junio el gaullismo y sus aliados, con más del 50% de los votos, ganan 350 de las 487 bancas de la Asamblea Nacional. La normalidad ha regresado.
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“Después de lo que hemos vivido durante este mes, ni el mundo ni la vida volverán a ser lo que eran”, dice Cohn-Bendit el 29 de mayo. Tiene razón. Impuestos a hacer la historia a su aire y por su pie, los jóvenes del 68 remachan el estentóreo protagonismo de la sociedad en movimiento por sobre estados, iglesias, partidos y gremios esclerosados. En las izquierdas el ánimo narodniki se impone al espíritu volcheviki y la consigna de “marchar al pueblo” desplaza a la obsesión por construir el “partido de vanguardia”. Y, lo más importante: la ruptura epistemológica del 68 permite leer la historia de otra manera: descubrir que la revolución también es una fiesta, que la imaginación tiene poder y que la única forma de ser realistas es proponerse lo imposible.
*A mediados de 1968, semanas antes de que estallara en México el movimiento juvenil, me volví asiduo de la Librería Francesa, donde conseguía el diario Le Monde, con información fresca y análisis de Edgar Morin, entre otros. Con eso escribí un apurado balance del 68 galo que se publicó ese mismo año como La revolución de mayo en Francia. Esos diarios, ahora amarillentos, sirvieron para el presente artículo.
Kikka Roja
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