La criminalidad y su contexto
El secuestro y asesinato de Fernando Martí Haik, hijo del empresario Alejandro Martí, cuyo cadáver fue encontrado el viernes pasado en un automóvil abandonado al sur de esta capital, es un hecho lamentable e inadmisible que ha detonado la indignación y la consternación ciudadanas, frente al claro ascenso de los índices de criminalidad en todo el país, como muestran el mayor número de secuestros en el Distrito Federal, así como las ejecuciones y levantones de policías en entidades como Guerrero, Nuevo León, Michoacán y San Luis Potosí.
Aunado al grado de barbarie que crecientemente exhiben las organizaciones delictivas, por añadidura resulta alarmante que esta situación se inserte en una profunda descomposición institucional. Al respecto, las declaraciones del titular de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, en el sentido de que la banda que secuestró al adolescente de 14 años estaba compuesta, al menos en parte, por policías, así como los resultados de las pesquisas en torno al asesinato de la familia Campos Cárdenas –ocurrido la semana pasada en Guadalajara y cuyo presunto autor intelectual es un agente de la fiscalía antisecuestros en Jalisco– configuran el esbozo de una realidad nacional que genera motivos justificados de alarma, temor y zozobra en una sociedad atrapada entre dos fuegos: el de las organizaciones criminales y el de las corporaciones policiacas que, se supone, deberían protegerla. En ese sentido, las distintas vertientes de la delincuencia, desde las que implican algún grado de violencia física hasta los llamados “delitos de cuello blanco”, comparten el impulso de la añeja mancuerna entre la corrupción que campea en todos los niveles de la administración pública y la impunidad de que suelen disfrutar los funcionarios que atropellan a la población.
Asimismo, en la actualidad, las crecientes manifestaciones de criminalidad y violencia ocurren con el telón de fondo de una profunda descomposición del tejido social, alimentada por factores sociales y económicos, como la miseria, la desigualdad, la falta de empleo y de educación, la ausencia de oportunidades de desarrollo y los ínfimos niveles de vida de grandes sectores de la población. Este panorama plantea un terreno propicio para el hampa y acaba por involucrar a las sociedades en dinámicas que destruyen la convivencia ciudadana, la normalidad de la vida pública y la confianza en las instituciones.
Por lo demás, la indignante muerte de Fernando Martí ha acabado por reabrir la discusión sobre la aplicación de castigos más severos para los delincuentes, en particular, sobre la pena capital. Al respecto, el coordinador de los diputados del PRI, Emilio Gamboa Patrón, se ha pronunciado –“a título personal”– en favor de la condena a muerte para los secuestradores. Existen sobradas consideraciones jurídicas, humanitarias y filosóficas contra esta pena, pero acaso convenga hacer hincapié en su falta de efectividad. Las llamadas políticas de mano dura no han demostrado en forma cabal su carácter disuasivo, lo cual no es de extrañar si se toma en cuenta que para evitar que se cometan delitos no es tan importante la severidad de la sanción como la certeza de que no habrá impunidad; esto, por desgracia, es lo que ha faltado en el país.
Adicionalmente, la aplicación de la pena de muerte implicaría para México un doble retroceso: para su propia historia y respecto de las tendencias de su abolición en muchos países. Debe tenerse cuidado, pues, con declaraciones de este tipo, que parecen obedecer, más que a una legítima preocupación por la seguridad de los mexicanos, a un oportunismo político ante una sociedad que se siente agraviada –con justa razón– por hechos tan lamentables como dolorosos.
Kikka Roja
Aunado al grado de barbarie que crecientemente exhiben las organizaciones delictivas, por añadidura resulta alarmante que esta situación se inserte en una profunda descomposición institucional. Al respecto, las declaraciones del titular de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, en el sentido de que la banda que secuestró al adolescente de 14 años estaba compuesta, al menos en parte, por policías, así como los resultados de las pesquisas en torno al asesinato de la familia Campos Cárdenas –ocurrido la semana pasada en Guadalajara y cuyo presunto autor intelectual es un agente de la fiscalía antisecuestros en Jalisco– configuran el esbozo de una realidad nacional que genera motivos justificados de alarma, temor y zozobra en una sociedad atrapada entre dos fuegos: el de las organizaciones criminales y el de las corporaciones policiacas que, se supone, deberían protegerla. En ese sentido, las distintas vertientes de la delincuencia, desde las que implican algún grado de violencia física hasta los llamados “delitos de cuello blanco”, comparten el impulso de la añeja mancuerna entre la corrupción que campea en todos los niveles de la administración pública y la impunidad de que suelen disfrutar los funcionarios que atropellan a la población.
Asimismo, en la actualidad, las crecientes manifestaciones de criminalidad y violencia ocurren con el telón de fondo de una profunda descomposición del tejido social, alimentada por factores sociales y económicos, como la miseria, la desigualdad, la falta de empleo y de educación, la ausencia de oportunidades de desarrollo y los ínfimos niveles de vida de grandes sectores de la población. Este panorama plantea un terreno propicio para el hampa y acaba por involucrar a las sociedades en dinámicas que destruyen la convivencia ciudadana, la normalidad de la vida pública y la confianza en las instituciones.
Por lo demás, la indignante muerte de Fernando Martí ha acabado por reabrir la discusión sobre la aplicación de castigos más severos para los delincuentes, en particular, sobre la pena capital. Al respecto, el coordinador de los diputados del PRI, Emilio Gamboa Patrón, se ha pronunciado –“a título personal”– en favor de la condena a muerte para los secuestradores. Existen sobradas consideraciones jurídicas, humanitarias y filosóficas contra esta pena, pero acaso convenga hacer hincapié en su falta de efectividad. Las llamadas políticas de mano dura no han demostrado en forma cabal su carácter disuasivo, lo cual no es de extrañar si se toma en cuenta que para evitar que se cometan delitos no es tan importante la severidad de la sanción como la certeza de que no habrá impunidad; esto, por desgracia, es lo que ha faltado en el país.
Adicionalmente, la aplicación de la pena de muerte implicaría para México un doble retroceso: para su propia historia y respecto de las tendencias de su abolición en muchos países. Debe tenerse cuidado, pues, con declaraciones de este tipo, que parecen obedecer, más que a una legítima preocupación por la seguridad de los mexicanos, a un oportunismo político ante una sociedad que se siente agraviada –con justa razón– por hechos tan lamentables como dolorosos.
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