De secuestros y oportunismos jenaro villamil MEXICO, D.F., 12 de agosto (apro).- Quien hace la ley, pone la trampa. Esta suele ser una frase mordaz, socorrida entre abogados y criminalistas que descreen de la eficacia del “endurecimiento de las leyes” para inhibir a los delincuentes. No sólo eso. La frase también expresa el cinismo de quienes se dedican a violar la ley: a mayores penas, es más alto el rédito del negocio de la impunidad. Esta reflexión viene a cuento ante la oleada de reacciones sociales, mediáticas y políticas que se han generado a raíz del crimen del joven Fernando Martí, sobre todo, ante la discusión paralela que se ha generado en torno a la iniciativa presidencial para aprobar la cadena perpetua a secuestradores y las sugerencias mediáticamente rentables de establecer la pena de muerte a estos delincuentes. Paradójicamente, la opinión pública no ha reaccionado favorablemente a esta campaña de “mano dura” y sí, por el contrario, le puede cobrar una factura muy alta a los intentos de utilizar de manera oportunista la conmoción social generada por el caso. La historia de la familia Martí es brutal y no da espacio para el aliento ni el optimismo. Un grupo de secuestradores, perteneciente a La Banda de la Flor, enquistado en las estructuras policiacas capitalina y federal, extorsiona al padre de este joven de 14 años. Piden cinco millones de dólares por el rescate. Transcurren 57 días de pesadilla para la familia, conocida en el mundo empresarial y deportivo. Después de pagar una parte del rescate, el padre publica un desplegado en la prensa el 29 de julio: “Grupo La Flor yo les cumplí; llevamos dos meses esperando a nuestro hijo, tenemos dos millones de razones si nos lo regresan. Comuníquense”. La respuesta de los plagiarios fue bárbara. El 1 de agosto fue encontrado el cuerpo de Fernando, abandonado en la cajuela de un auto en la Colonia Villa Panamericana. Tenía un mes de muerto. “Por no pagar. Atentamente: la familia”. Era el mensaje que dejaron los secuestradores. La reacción de los medios fue inmediata. Los principales periódicos revelaron que detrás de la banda estaba un grupo de agentes judiciales no sólo pertenecientes a la PGJDF, sino también a la Agencia Federal de Investigaciones (AFI). También se reveló que existe un testigo clave, sobreviviente, que puede desentrañar el caso. Los dueños televisivos ordenaron a sus comentaristas que leyeran tremebundos mensajes en teleprompter, en un tono de pánico moral y de sobreactuada indignación, que generó el efecto deseado: una furia social con elevados índices de rating. Ni las Olimpiadas desplazaron esta oleada de editorialización que, como suele suceder en estos casos, simplifica en exceso y pretende que medidas exprés sean tomadas para calmar el ánimo vindicativo de las audiencias masivas. Explicable la reacción social ante la saturación mediática, el oportunismo político ha sido la parte más grosera, incluso para la propia familia Martí y para cientos de familiares de personas secuestradas que nunca recibieron ni siquiera un gesto de solidaridad o de compasión ni de las autoridades ni de los medios masivos ante sus propios casos. El oportunismo político se ha engarzado con la polarización partidista. Este contexto ha convertido el episodio de la discusión sobre los secuestros en una competencia de exaltaciones, de medidas efectistas –que no eficaces-- y de generalizaciones peligrosas. Una de esas generalizaciones es pretender que leyes más “duras” –como si existieran leyes “blandas”-- inhibirán la ola de secuestros, acabarán con la endémica corrupción en las áreas policiacas y resolverá el problema. Otra medida que no se ha discutido lo suficiente es convertir a ciudadanos en “espías” y guardianes de sus propios ciudadanos como una manera de sustituir la ineficacia policial. Otros datos, difundidos sobre todo en los medios impresos, revelan que la ola de secuestros y de levantotes –verdadera epidemia en las ciudades fronterizas-- no responde a una dinámica de competencia política entre el gobierno federal y el gobierno capitalino, sino a una descomposición social, económica y psicológica muy grave, para la cual no existen respuestas ni medidas fáciles. Algunos de estos datos y declaraciones merecen una revisión importante de los legisladores, antes de aprobar leyes exprés: 1.- El Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública en el Distrito Federal calcula que al menos 413 policías forman parte de las bandas delictivas (reportaje de Patricia Dávila, Proceso, No. 1658). Pero no sólo son los policías los únicos dedicados al secuestro. Existen contadores que llevan años con las familias de empresarios, médicos y hasta trabajadores bancarios involucrados en las bandas. Se trata de un negocio inserto en la economía criminal que se ha disparado en los últimos años. 2.- Entre 2004 y 2007 el Sistema Nacional de Seguridad Pública ha contabilizado 1,851 plagios. Los secuestradores exigieron 4 mil 982 millones de pesos de rescate. Sólo obtuvieron 237 millones de pesos. Sin embargo, estas cuentas no contabilizan otro rostro más pernicioso: los levantotes y secuestros exprés que han afectado, sobre todo, a entidades con fuerte presencia del narcotráfico (Durango, Chihuahua y Baja California). 3.- La vocera de México Unido contra la Delincuencia, María Elena Morera, destacó, en una entrevista con la revista Emequis, que los cuerpos policiacos e institutos de investigaciones penales carecen de estudios para saber si los secuestros realmente han crecido a partir de la “migración” de los narcos a esta industria o tienen una dinámica particular. Estos estudios bien pueden ser realizados por las comisiones legislativas antes de decidir si llevar a cadena perpetua a secuestradores va a inhibir en algo esta actividad. En otras palabras, la ola de secuestros y de crímenes vinculados a estos hechos merece que el Estado adopte medidas radicales, pero no efímeras ni efectistas. Buscar rédito político o electoral a la inseguridad pública está demostrado que sólo es un aliciente para puestas en escena mucho más perniciosas. jenarovi@yahoo.com.mx |
Kikka Roja
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