“Las causas de la actual crisis de inseguridad se pueden saber, lo difícil es encontrar la voluntad para combatirlas”
Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA
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Con Nosotros de Tiempo Atrás. Nuestro Himno Nacional es una convocatoria a la guerra contra un “extraño enemigo” que pone en peligro a la patria. En los tiempos que corren, y como sociedad nacional, nos suponemos empeñados en una guerra contra un enemigo que si bien pareciera extraño –el crimen organizado- en realidad no debería serlo puesto que ha surgido de entre nosotros mismos, de nuestras brutales contradicciones sociales y rampante corrupción institucional.
El Caldo de Cultivo. México, como sociedad nacional, nació teniendo como uno de los grandes enemigos de su viabilidad a la dura herencia de un sistema colonial de explotación: las enormes diferencias de intereses entre sus grupos y clases sociales.
La diferencia interna fundamental y raíz de casi todos los males de la joven nación no serían el choque entre monárquicos y republicanos, centralistas y federalistas o liberales y conservadores, sino el abismo que existía entre el puñado de ricos y la multitud de pobres. Se trataba de un abismo donde una relativamente pequeña e insegura clase media no podía servir de puente o intermediario entre los extremos.
La pobreza extrema de la mayoría de sus habitantes, fue una de las características de México que desde el inicio impactó a los viajeros extranjeros y, sobre todo, fue una de las razones que por mucho tiempo impidió a esa mayoría reconocerse como mexicanos, como parte de un proyecto nacional. En realidad, hay razones para sostener que incluso hoy, la identidad como mexicanos de algunos de los sectores más pobres, es débil o de plano inexistente. Esa miseria y rupturas sociales resultaron un buen ambiente para que floreciera la criminalidad y el desorden.
El Pasado Inicial. El México colonial había sido gran fuente de riqueza para su metrópoli y sus clases dominantes –comerciantes y mineros, sobre todo- pero no para las masas indias y mestizas. Humboldt, en su Ensayo Político, de inicios del XIX, recogió unas observaciones hechas por las autoridades de Michoacán al rey de España en 1799 y en la que se advertía de “este odio recíproco que tan fácilmente nace entre los que poseen todo y los que nada tienen”.
Con la independencia y la caída de la actividad económica, la miseria de los muchos resultó la “marca de la casa”. A fines de los 1830, la marquesa Calderón de la Barca, que puso énfasis en la descripción de todo lo mexicano, no pudo dejar de retratar a esos miserables cuyos harapos apenas se sostenían por la fuerza de la atracción que unos jirones ejercían sobre los otros. Los años pasaron, pero las condiciones no. En 1870, José María Castillo Velasco generalizó: “El indio sigue sirviendo de bestia de carga, continúa viviendo en la esclavitud, hundido en la ignorancia, víctima de la miseria, legando a sus hijos un porvenir de dolores”.
En su libro City of Suspects, (Duke University Press, 2001), y donde se examina el problema del crimen en la capital mexicana, Pablo Piccato cita a un criminalista que en 1900 explica la persistencia del crimen a pesar de la dureza del castigo en el régimen porfirista –la deportación a los trabajos forzados en Valle Nacional-, por la combinación de inmoralidad, miseria y salarios tan magros que para un pobre era racional arriesgarse y tratar de sobrevivir, de una manera bastante mejor que la mayoría, por medio del desafío individual o del pequeño grupo organizado al orden establecido.
El Siglo del PRI. La caída del régimen porfirista en 1911 y la revolución social que siguió, fue explicada entonces y después como resultado de la enorme injusticia social que imperó en el porfiriato. Un sistema político cuyo verdadero lema no era “orden y progreso”, sino orden más o menos efectivo para todos vía la negociación o la represión, mejoría relativa para algunos y progreso rápido y efectivo apenas para una oligarquía.
El discurso del orden revolucionario se centró en su proyecto de cerrar la brecha histórica entre pobres y ricos, en su compromiso por hacer de México un país menos injusto y disminuir de manera sustantiva ese caldo de cultivo del crimen: la miseria. Uno de los hombres de la revolución, el ingeniero Alberto J. Pani, escribió en su libro de 1916, La higiene en México, que las vecindades donde moraban los pobres urbanos eran auténticos focos de enfermedad física y moral, el escenario de todas las miserias, vicios y crímenes urbanos. Para quien sería ministro y uno de los primeros tecnócratas del nuevo régimen, estaba claro que la tarea de la revolución en materia de combate a las raíces del crimen estaba clara, al menos en teoría: combatir la pobreza para cambiar las actitudes y formas de vida antisistémicas.
Como bien sabemos, finalmente la revolución no cumplió con su promesa. Pasada la etapa cardenista, perdió fuerza el compromiso por llevar adelante el cambio social. Tras la II Guerra Mundial, el proyecto fue centrar las energías del Gobierno y del país en lograr una industrialización protegida como idea general y, sobre todo, en hacer del ejercicio del poder autoritario un instrumento eficaz para el enriquecimiento descarado de la alta clase política y de sus aliados o socios empresariales. La corrupción y la desigualdad se acentuaron –véase la obra de Stephen Niblo, Mexico in the 1940’s. Modernity, Politics and Corruption, (1999)- y se consolidaron los rasgos de la geografía de la marginación.
En 1964 apareció en español la obra de un antropólogo norteamericano, Oscar Lewis, que bajo el título de Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una familia mexicana, examinó la penuria urbana mexicana y uno de sus resultados más negativos: la cultura de la pobreza. Una cultura resultado de la escasez de oportunidades de trabajo digno, de educación, de intimidad, de salud, de desarrollo personal y de un exceso de violencia en todo el entorno que rodeaba a esta miseria. La pobreza y su cultura se heredaba de padres a hijos en un ciclo casi imposible de romper.
Entre las características de esa cultura de los pobres –en muchos puntos la antítesis de la cultura de la clase media-, Lewis enumeró la baja autoestima, la imposibilidad de imaginar un futuro distinto, la ausencia de un sentido de la historia, una profunda desconfianza de toda la estructura de autoridad pública y un enorme potencial de violencia.
El Factor Detonante. Esa cultura de la pobreza descrita por Lewis –que en su momento le valió ser declarado un enemigo de México por “denigrar” al país- es un medio ideal, perfecto, para dar forma a las personalidades y vocaciones de quienes hoy integran a las organizaciones criminales que dan el tono al tiempo mexicano. Las filas de quienes se dedican al robo, al secuestro, al narcotráfico y conforman el violento ejército de “extraños enemigos” que mantienen en jaque a la sociedad mexicana, se nutren mayoritariamente de jóvenes socializados en este tipo de desesperanza e injusticia.
Ahora bien, aunque las masas de destituidos han estado con nosotros desde el inicio de los tiempos nacionales no siempre ha existido el alto grado de violencia que hoy ahoga a la sociedad mexicana ¿Cuál ha sido el factor que ha llevado a que un buen número de “los hijos de Sánchez” ya no mantengan la resignación que aquellos examinados por Lewis hace sesenta años y hayan decidido poner en juego su potencial de violencia para declarar la guerra al resto de la sociedad?
La respuesta es muy compleja pero, sin duda, parte de ella se encuentra en el fracaso de la política. Fue justo aquel presidente al que se le quebró entre las manos el delicado sistema de equilibrios autoritarios priistas, José López Portillo, quien poco antes había puesto a Durazo Moreno, un amigo y criminal ¡al cargo de la Policía en la Ciudad de México! Cuando se inició la crisis final del sistema priista, la diferencia entre criminales y policías se había borrado al punto que Miguel de la Madrid tuvo que desaparecer a la Federal de Seguridad porque esa Policía y los narcotraficantes ya formaban una unidad. Y mientras se seguían perdiendo los hilos del control policiaco sobre el mundo criminal, se disparó la corrupción en las altas esferas. Cuando el PAN tomó el poder en 2000 la situación estaba ya fuera de control, pero la frivolidad, incompetencia y corrupción del nuevo grupo no hicieron nada efectivo por enfrentarla. El resultado está a la vista.
En conclusión, sabemos, a grandes rasgos cómo se gestó el gran problema de inseguridad que hoy enfrentamos, pero no tenemos ninguna claridad de cómo, en tanto país, podemos enfrentar con efectividad al no tan “extraño enemigo” que de tiempo atrás nos declaró la guerra; no hay voluntad política para enfrentar las causas de fondo de la pobreza y su cultura.
El Caldo de Cultivo. México, como sociedad nacional, nació teniendo como uno de los grandes enemigos de su viabilidad a la dura herencia de un sistema colonial de explotación: las enormes diferencias de intereses entre sus grupos y clases sociales.
La diferencia interna fundamental y raíz de casi todos los males de la joven nación no serían el choque entre monárquicos y republicanos, centralistas y federalistas o liberales y conservadores, sino el abismo que existía entre el puñado de ricos y la multitud de pobres. Se trataba de un abismo donde una relativamente pequeña e insegura clase media no podía servir de puente o intermediario entre los extremos.
La pobreza extrema de la mayoría de sus habitantes, fue una de las características de México que desde el inicio impactó a los viajeros extranjeros y, sobre todo, fue una de las razones que por mucho tiempo impidió a esa mayoría reconocerse como mexicanos, como parte de un proyecto nacional. En realidad, hay razones para sostener que incluso hoy, la identidad como mexicanos de algunos de los sectores más pobres, es débil o de plano inexistente. Esa miseria y rupturas sociales resultaron un buen ambiente para que floreciera la criminalidad y el desorden.
El Pasado Inicial. El México colonial había sido gran fuente de riqueza para su metrópoli y sus clases dominantes –comerciantes y mineros, sobre todo- pero no para las masas indias y mestizas. Humboldt, en su Ensayo Político, de inicios del XIX, recogió unas observaciones hechas por las autoridades de Michoacán al rey de España en 1799 y en la que se advertía de “este odio recíproco que tan fácilmente nace entre los que poseen todo y los que nada tienen”.
Con la independencia y la caída de la actividad económica, la miseria de los muchos resultó la “marca de la casa”. A fines de los 1830, la marquesa Calderón de la Barca, que puso énfasis en la descripción de todo lo mexicano, no pudo dejar de retratar a esos miserables cuyos harapos apenas se sostenían por la fuerza de la atracción que unos jirones ejercían sobre los otros. Los años pasaron, pero las condiciones no. En 1870, José María Castillo Velasco generalizó: “El indio sigue sirviendo de bestia de carga, continúa viviendo en la esclavitud, hundido en la ignorancia, víctima de la miseria, legando a sus hijos un porvenir de dolores”.
En su libro City of Suspects, (Duke University Press, 2001), y donde se examina el problema del crimen en la capital mexicana, Pablo Piccato cita a un criminalista que en 1900 explica la persistencia del crimen a pesar de la dureza del castigo en el régimen porfirista –la deportación a los trabajos forzados en Valle Nacional-, por la combinación de inmoralidad, miseria y salarios tan magros que para un pobre era racional arriesgarse y tratar de sobrevivir, de una manera bastante mejor que la mayoría, por medio del desafío individual o del pequeño grupo organizado al orden establecido.
El Siglo del PRI. La caída del régimen porfirista en 1911 y la revolución social que siguió, fue explicada entonces y después como resultado de la enorme injusticia social que imperó en el porfiriato. Un sistema político cuyo verdadero lema no era “orden y progreso”, sino orden más o menos efectivo para todos vía la negociación o la represión, mejoría relativa para algunos y progreso rápido y efectivo apenas para una oligarquía.
El discurso del orden revolucionario se centró en su proyecto de cerrar la brecha histórica entre pobres y ricos, en su compromiso por hacer de México un país menos injusto y disminuir de manera sustantiva ese caldo de cultivo del crimen: la miseria. Uno de los hombres de la revolución, el ingeniero Alberto J. Pani, escribió en su libro de 1916, La higiene en México, que las vecindades donde moraban los pobres urbanos eran auténticos focos de enfermedad física y moral, el escenario de todas las miserias, vicios y crímenes urbanos. Para quien sería ministro y uno de los primeros tecnócratas del nuevo régimen, estaba claro que la tarea de la revolución en materia de combate a las raíces del crimen estaba clara, al menos en teoría: combatir la pobreza para cambiar las actitudes y formas de vida antisistémicas.
Como bien sabemos, finalmente la revolución no cumplió con su promesa. Pasada la etapa cardenista, perdió fuerza el compromiso por llevar adelante el cambio social. Tras la II Guerra Mundial, el proyecto fue centrar las energías del Gobierno y del país en lograr una industrialización protegida como idea general y, sobre todo, en hacer del ejercicio del poder autoritario un instrumento eficaz para el enriquecimiento descarado de la alta clase política y de sus aliados o socios empresariales. La corrupción y la desigualdad se acentuaron –véase la obra de Stephen Niblo, Mexico in the 1940’s. Modernity, Politics and Corruption, (1999)- y se consolidaron los rasgos de la geografía de la marginación.
En 1964 apareció en español la obra de un antropólogo norteamericano, Oscar Lewis, que bajo el título de Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una familia mexicana, examinó la penuria urbana mexicana y uno de sus resultados más negativos: la cultura de la pobreza. Una cultura resultado de la escasez de oportunidades de trabajo digno, de educación, de intimidad, de salud, de desarrollo personal y de un exceso de violencia en todo el entorno que rodeaba a esta miseria. La pobreza y su cultura se heredaba de padres a hijos en un ciclo casi imposible de romper.
Entre las características de esa cultura de los pobres –en muchos puntos la antítesis de la cultura de la clase media-, Lewis enumeró la baja autoestima, la imposibilidad de imaginar un futuro distinto, la ausencia de un sentido de la historia, una profunda desconfianza de toda la estructura de autoridad pública y un enorme potencial de violencia.
El Factor Detonante. Esa cultura de la pobreza descrita por Lewis –que en su momento le valió ser declarado un enemigo de México por “denigrar” al país- es un medio ideal, perfecto, para dar forma a las personalidades y vocaciones de quienes hoy integran a las organizaciones criminales que dan el tono al tiempo mexicano. Las filas de quienes se dedican al robo, al secuestro, al narcotráfico y conforman el violento ejército de “extraños enemigos” que mantienen en jaque a la sociedad mexicana, se nutren mayoritariamente de jóvenes socializados en este tipo de desesperanza e injusticia.
Ahora bien, aunque las masas de destituidos han estado con nosotros desde el inicio de los tiempos nacionales no siempre ha existido el alto grado de violencia que hoy ahoga a la sociedad mexicana ¿Cuál ha sido el factor que ha llevado a que un buen número de “los hijos de Sánchez” ya no mantengan la resignación que aquellos examinados por Lewis hace sesenta años y hayan decidido poner en juego su potencial de violencia para declarar la guerra al resto de la sociedad?
La respuesta es muy compleja pero, sin duda, parte de ella se encuentra en el fracaso de la política. Fue justo aquel presidente al que se le quebró entre las manos el delicado sistema de equilibrios autoritarios priistas, José López Portillo, quien poco antes había puesto a Durazo Moreno, un amigo y criminal ¡al cargo de la Policía en la Ciudad de México! Cuando se inició la crisis final del sistema priista, la diferencia entre criminales y policías se había borrado al punto que Miguel de la Madrid tuvo que desaparecer a la Federal de Seguridad porque esa Policía y los narcotraficantes ya formaban una unidad. Y mientras se seguían perdiendo los hilos del control policiaco sobre el mundo criminal, se disparó la corrupción en las altas esferas. Cuando el PAN tomó el poder en 2000 la situación estaba ya fuera de control, pero la frivolidad, incompetencia y corrupción del nuevo grupo no hicieron nada efectivo por enfrentarla. El resultado está a la vista.
En conclusión, sabemos, a grandes rasgos cómo se gestó el gran problema de inseguridad que hoy enfrentamos, pero no tenemos ninguna claridad de cómo, en tanto país, podemos enfrentar con efectividad al no tan “extraño enemigo” que de tiempo atrás nos declaró la guerra; no hay voluntad política para enfrentar las causas de fondo de la pobreza y su cultura.
Kikka Roja
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