Combate al narco: estrategia equivocada
Ayer, a dos días del enfrentamiento entre grupos de presuntos narcotraficantes en una localidad del departamento de Huehuetenango, al oeste de Guatemala, en el que fueron asesinadas 17 personas, el presidente esa nación, Álvaro Colom, atribuyó los violentos sucesos a la presencia del cártel del Golfo en territorio de esa República. Dijo que los integrantes de esa organización “quieren acaparar todo el país” y admitió que “llevará tiempo” recuperar el control sobre las regiones que se encuentran bajo la influencia de las corporaciones criminales. En tanto, el fiscal general de Guatemala, José Amílcar Velásquez, informó que la Procuraduría General de la República de México ofreció su apoyo en las pesquisas correspondientes para esclarecer los hechos.
Las declaraciones del mandatario guatemalteco son sumamente preocupantes, pues, de ser ciertas, darían cuenta de que, a casi dos años de que el Ejecutivo federal mexicano (FELI PEDO CALDE RON) emprendió la llamada “guerra contra el narcotráfico”, las organizaciones criminales que operan en nuestro país no sólo no han disminuido su margen de maniobra, sino lo han extendido a otras latitudes, dentro y fuera del territorio nacional. Por añadidura, los sucesos del pasado domingo obligan a volver la atención a la compleja y conflictiva frontera entre México y Guatemala, región de tránsito para los estupefacientes que provienen del sur del continente, en la que persisten severos rezagos sociales –tanto del lado mexicano como del guatemalteco– y en la que convergen, además, otras actividades delictivas, como asaltos, secuestros, violaciones, tráfico de personas y asesinatos.
Tales consideraciones hacen pertinente y necesaria mayor cooperación en términos de seguridad entre las autoridades de ambos países, pero cualquier intento binacional por confrontar el fenómeno del narcotráfico –y el de la criminalidad en general– está destinado al fracaso si se lleva a cabo con la estrategia actual: a final de cuentas, se pretende enfrentar un poder de facto que hasta ahora no ha dado muestras de ser vulnerable a los despliegues militares, los decomisos, las capturas y demás acciones emprendidas por el gobierno mexicano en su contra, y que incluso parece robustecerse en forma proporcional a la fuerza con que se le combate. La colaboración internacional no puede ni debe limitarse a medidas policiales –como la anunciada ayer por el titular de la fiscalía general guatemalteca–; se requiere, en cambio, de políticas que ayuden a paliar las insultantes condiciones de miseria, desigualdad y marginación que prevalecen en ambos lados de la frontera, así como de un combate efectivo a la corrupción institucional –no sólo la policial– en los dos países.
En el caso de Guatemala, esas necesidades fueron soslayadas por los procesos de paz que pusieron fin a la guerra civil (1960-1996) y terminaron configurando un caldo de cultivo en el que convergieron y se desarrollaron diversas expresiones criminales, entre ellas el narcotráfico. Es urgente, por tanto, que se salde la deuda histórica que esa nación arrastra desde hace décadas.
Por lo demás, ante la evidente presencia de grupos de narcotraficantes en prácticamente todo el continente, resulta insostenible la versión de que no operan en Estados Unidos, sobre todo si se considera que ese país constituye el principal mercado de drogas en el mundo; la idea de que la vasta y compleja estructura de trasiego y distribución de drogas se interrumpe mágicamente al cruzar el río Bravo, y que hacia el norte no existen cárteles, ha servido para encubrir el incumplimiento de las responsabilidades gubernamentales de ese país en materia de combate a las adicciones, freno al tráfico de armas y de precursores químicos, y para impedir el esclarecimiento del enorme aparato de lavado de dinero que se ha enraizado en la economía estadunidense.
Las declaraciones del mandatario guatemalteco son sumamente preocupantes, pues, de ser ciertas, darían cuenta de que, a casi dos años de que el Ejecutivo federal mexicano (FELI PEDO CALDE RON) emprendió la llamada “guerra contra el narcotráfico”, las organizaciones criminales que operan en nuestro país no sólo no han disminuido su margen de maniobra, sino lo han extendido a otras latitudes, dentro y fuera del territorio nacional. Por añadidura, los sucesos del pasado domingo obligan a volver la atención a la compleja y conflictiva frontera entre México y Guatemala, región de tránsito para los estupefacientes que provienen del sur del continente, en la que persisten severos rezagos sociales –tanto del lado mexicano como del guatemalteco– y en la que convergen, además, otras actividades delictivas, como asaltos, secuestros, violaciones, tráfico de personas y asesinatos.
Tales consideraciones hacen pertinente y necesaria mayor cooperación en términos de seguridad entre las autoridades de ambos países, pero cualquier intento binacional por confrontar el fenómeno del narcotráfico –y el de la criminalidad en general– está destinado al fracaso si se lleva a cabo con la estrategia actual: a final de cuentas, se pretende enfrentar un poder de facto que hasta ahora no ha dado muestras de ser vulnerable a los despliegues militares, los decomisos, las capturas y demás acciones emprendidas por el gobierno mexicano en su contra, y que incluso parece robustecerse en forma proporcional a la fuerza con que se le combate. La colaboración internacional no puede ni debe limitarse a medidas policiales –como la anunciada ayer por el titular de la fiscalía general guatemalteca–; se requiere, en cambio, de políticas que ayuden a paliar las insultantes condiciones de miseria, desigualdad y marginación que prevalecen en ambos lados de la frontera, así como de un combate efectivo a la corrupción institucional –no sólo la policial– en los dos países.
En el caso de Guatemala, esas necesidades fueron soslayadas por los procesos de paz que pusieron fin a la guerra civil (1960-1996) y terminaron configurando un caldo de cultivo en el que convergieron y se desarrollaron diversas expresiones criminales, entre ellas el narcotráfico. Es urgente, por tanto, que se salde la deuda histórica que esa nación arrastra desde hace décadas.
Por lo demás, ante la evidente presencia de grupos de narcotraficantes en prácticamente todo el continente, resulta insostenible la versión de que no operan en Estados Unidos, sobre todo si se considera que ese país constituye el principal mercado de drogas en el mundo; la idea de que la vasta y compleja estructura de trasiego y distribución de drogas se interrumpe mágicamente al cruzar el río Bravo, y que hacia el norte no existen cárteles, ha servido para encubrir el incumplimiento de las responsabilidades gubernamentales de ese país en materia de combate a las adicciones, freno al tráfico de armas y de precursores químicos, y para impedir el esclarecimiento del enorme aparato de lavado de dinero que se ha enraizado en la economía estadunidense.
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