Ampliar la imagen Esta caricatura fue publicada por Hornet el 22 de marzo de 1871, tras la aparición de El origen del hombre. La imagen fue tomada del libro Darwin, la historia de un hombre extraordinario Londres, 11 de febero 2009. Charles Darwin descansa en una tumba de la abadía de Westminster, en Londres, algo inconcebible para muchos, pues fue quien refutó la teoría bíblica de la creación. Pero en el momento de su muerte hasta la Iglesia tuvo que reconocer la importancia de un hombre calificado de “hereje” y “mono” por su teoría de la evolución. La historia de Charles Darwin comenzó de forma nada revolucionaria el 12 de febrero de hace 200 años en la pequeña ciudad inglesa de Shrewsbury. Nadie en la familia acomodada podía imaginar que la pasión del pequeño Charles por coleccionar le daría fama mundial: escarabajos, moscas, gusanos, reunía todo lo que encontraba en las praderas. En vez de someterse a las estrictas reglas del internado donde fue enviado a los ocho años, tras la muerte de su madre, prefería hacer experimentos de química con su hermano, para enojo de su padre médico. “Serás una vergüenza para ti y tu familia”, le dijo una vez. Era imposible saber que no sería así. Tampoco cuando Darwin comenzó sus estudios de medicina en Edimburgo, en los que se aburría enormemente; los interrumpió después de dos años. Su segunda elección fue sorprendente vista desde el presente: se inscribió para estudiar teología en Cambridge, carrera que además terminó. El primer árbol genealógico Nunca se cumplió, sin embargo, su futuro como sacerdote de pueblo, gracias a un viaje que cambiaría la vida de Darwin y la visión del mundo impregnada por la Iglesia. En 1831 el capitán del Beagle, Robert FitzRoy, buscaba un acompañante científico para su viaje a Sudamérica. Aunque Darwin sufrió de inmediato terribles mareos por la navegación, estaba entusiasmado con todo lo que veía. Tras observar ciertos pájaros en las islas Galápagos, se preguntó por primera vez cómo estaban vinculadas las especies. En su pequeña libreta de anotaciones escribió a su regreso: I think (pienso), y debajo hizo un mini-diagrama de la evolución que semejaba un árbol genealógico de las especies. Pasaron, sin embargo, aún más de 20 años hasta que pudo presentar su teoría. Darwin trabajó como un poseso en Londres y más tarde en su residencia de Downe, al sur de la capital, en búsqueda de pruebas. No sólo analizó miles de especies reunidas y disecadas durante su viaje, sino todo lo que aparecía en su amplio jardín. Sin embargo, azotado constantemente por enfermedades, tenía que interrumpir su labor. Le daban consuelo su esposa Emma y sus numerosos hijos. El científico dudaba en publicar sus descubrimientos porque sabía las controversias que iba a generar en la sociedad victoriana. Inclusive a un investigador reconocido como él le resultaba muy difícil atacar la teoría de la creación de la Iglesia. Además, su esposa –prima de la reputada familia Wedgwood– era muy creyente. Su teoría equivalía a “reconocer un asesinato”, escribió en alguna ocasión. Fue la carta de un tal Alfred Russel Wallace la que al final asustó a Darwin, en junio de 1858. El joven naturalista había viajado por el sudeste de Asia y llegado a una teoría casi idéntica. Darwin no era un hombre arrogante y reconoció el trabajo de su colega, pero tampoco quería que el suyo quedara relegado. La selección natural Por eso, el 1º de julio de 1858 su teoría fue presentada en Londres junto con la de Wallace. La tesis central fue que no hace falta un poder sobrenatural para explicar el origen de las especies. Asimismo, que todas ellas tienen un antecesor común y se han desarrollado mediante la selección natural. Pero el día en que comenzó la mayor revolución desde Copérnico no estuvo presente su creador (Darwin estaba de duelo por la muerte de uno de sus 10 hijos) ni se produjo efecto alguno en el resto del planeta. Eso ocurrió un año después, cuando Darwin publicó, el 24 de noviembre de 1859, El origen de las especies, que en su quinto capítulo dice: “Las especies que sobreviven no son las más fuertes ni las más inteligentes, sino aquellas que se adaptan mejor al cambio”. El shock fue enorme; la imagen del mundo quedó destruida. ¿Era posible que el ser humano estuviera emparentado con los monos? Comenzaron a circular caricaturas de Darwin con cuerpo de mono. “¡Descendientes de los monos! ¡Esperemos que no sea cierto, pero, si lo es, recemos para que no se sepa!”, resumió el sentir de muchos la esposa del obispo de Worcester. Darwin escribió otros textos, como Las descendencias del hombre, publicado 12 años después, en el que extiende su teoría al hombre, que “con todas sus capacidades sublimes, sigue llevando en su construcción corporal la huella indeleble de su bajo origen”. En esa obra demuestra que la selección natural “ha favorecido en la evolución humana el desarrollo de instintos sociales y el aumento correlativo de las facultades racionales”, señala Patrick Tort, autor de un Diccionario del darwinismo. Opuesto a la esclavitud, Darwin usaba la palabra raza sólo para designar una forma entre otras de variabilidad dentro de la especie humana. Hace 150 años, el pensamiento darwiniano fue completado gracias a los aportes de la genética, descrita por vez primera por Gregor Mendel en 1866, pero que Darwin no tuvo nunca en cuenta. La biología evolutiva, eclipsada en los años 1950 por el descubrimiento del ADN y de los procesos fisicoquímicos en las moléculas, vive un nuevo auge desde hace dos décadas. |
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