la jornada
Ayer por la mañana, el secretario federal de Salud, José Ángel Córdova Villalobos, exhortó a la población a mantenernos tranquilos ante los casos recientes de influenza estacionaria –unos 120 casos de infección en el Distrito Federal, 13 de ellos con desenlace fatal, 44 en el estado de México, cerca de dos decenas de muertes en todo el país en varias semanas, cuatro de ellas en San Luis Potosí–, dijo que se trataba de los casos habituales, que no se está ante una epidemia descontrolada y formuló algunas recomendaciones para evitar el contagio. Pero al filo de las 11 de la noche de ayer, tras una reunión entre autoridades de Salud, Educación Pública y Seguridad, Villalobos anunció una medida sin precedente en la historia del país: la suspensión de las clases en toda la zona metropolitana del valle de México, en todos los niveles –desde prescolar hasta universidad– y tanto en los planteles públicos como en los privados (lo que implica afectar a más de 5 millones de alumnos, más centenares de miles de maestros y personal administrativo), y recomendó evitar las concentraciones. El funcionario aseguró que los casos de contagio y los fallecimientos son consecuencia de un nuevo virus.
Sin desconocer la importancia de las medidas epidemiológicas oportunas, resulta obligado preguntarse si las autoridades federales calcularon las consecuencias de disparar la alarma social y de provocar caos y zozobra de modo tan irresponsable como lo hicieron, es decir, menos de ocho horas antes de que empezaran las clases de hoy, cuando muchos padres de familia y maestros ya no tenían oportunidad de enterarse –salvo por medio de los obligados rumores que distorsionan, para colmo, los poquísimos datos disponibles–, sin ofrecer información precisa, con un discurso que pasa de manera abrupta de tranquilizador a alarmista y con un desaseo tal que la medida fue adoptada sin consultar al Consejo de Salubridad General, como habría debido hacerse.
No hay –porque el gobierno federal no los ha proporcionado– elementos de juicio para que la sociedad pueda darse una idea de las dimensiones del problema, ni para saber si asistimos a un mero ejercicio preventivo o al intento por contener una catástrofe. No hay tampoco forma de saber por qué se decidió implantar la suspensión de clases en el Distrito Federal y los municipios mexiquenses conurbados y no en otras entidades, como el propio San Luis Potosí, en donde las muertes por el nuevo virus son proporcionalmente mayores; lo único que puede asentarse, por ahora, es que la autoridad ha actuado en una forma que es, inevitablemente, generadora de pánico, y que ha tomado medidas en las que confluyen la precipitación, la desinformación y la más exasperante opacidad.
Si es cierta la peligrosidad que se esgrime para cancelar las clases con unas horas de anticipación y cuando muchos de los habitantes del área metropolitana ya estaban dormidos, si recomienda evitar muchedumbres, contacto con personas que tengan cualquier síntoma de gripe –hasta saludos de mano–, resulta obligado preguntarse si no tendrían que tomarse medidas mucho más drásticas; es decir, si la gravedad de la situación ameritaba la cancelación de cursos este viernes, habría debido suponer también el establecimiento de una cuarentena general de la población y la prohibición de hacinamientos más intensos que los que tienen lugar en los salones de clases de las escuelas públicas, como los del transporte público y los espectáculos masivos.
Finalmente, si la situación epidemiológica es realmente tan grave como para cancelar las clases, resulta inverosímil la posibilidad de conjurar los peligros entre el viernes y el sábado, a fin de que las autoridades pudieran anunciar, el domingo, el regreso a clases para el lunes próximo.
La población de la capital de la República y de su zona conurbada ha sido víctima, de una determinación oficial que, lejos de inducir tranquilidad, concierto y certidumbre, puede echar a andar una oleada de pánico, zozobra y desorden.
kikka-roja.blogspot.com/
Sin desconocer la importancia de las medidas epidemiológicas oportunas, resulta obligado preguntarse si las autoridades federales calcularon las consecuencias de disparar la alarma social y de provocar caos y zozobra de modo tan irresponsable como lo hicieron, es decir, menos de ocho horas antes de que empezaran las clases de hoy, cuando muchos padres de familia y maestros ya no tenían oportunidad de enterarse –salvo por medio de los obligados rumores que distorsionan, para colmo, los poquísimos datos disponibles–, sin ofrecer información precisa, con un discurso que pasa de manera abrupta de tranquilizador a alarmista y con un desaseo tal que la medida fue adoptada sin consultar al Consejo de Salubridad General, como habría debido hacerse.
No hay –porque el gobierno federal no los ha proporcionado– elementos de juicio para que la sociedad pueda darse una idea de las dimensiones del problema, ni para saber si asistimos a un mero ejercicio preventivo o al intento por contener una catástrofe. No hay tampoco forma de saber por qué se decidió implantar la suspensión de clases en el Distrito Federal y los municipios mexiquenses conurbados y no en otras entidades, como el propio San Luis Potosí, en donde las muertes por el nuevo virus son proporcionalmente mayores; lo único que puede asentarse, por ahora, es que la autoridad ha actuado en una forma que es, inevitablemente, generadora de pánico, y que ha tomado medidas en las que confluyen la precipitación, la desinformación y la más exasperante opacidad.
Si es cierta la peligrosidad que se esgrime para cancelar las clases con unas horas de anticipación y cuando muchos de los habitantes del área metropolitana ya estaban dormidos, si recomienda evitar muchedumbres, contacto con personas que tengan cualquier síntoma de gripe –hasta saludos de mano–, resulta obligado preguntarse si no tendrían que tomarse medidas mucho más drásticas; es decir, si la gravedad de la situación ameritaba la cancelación de cursos este viernes, habría debido suponer también el establecimiento de una cuarentena general de la población y la prohibición de hacinamientos más intensos que los que tienen lugar en los salones de clases de las escuelas públicas, como los del transporte público y los espectáculos masivos.
Finalmente, si la situación epidemiológica es realmente tan grave como para cancelar las clases, resulta inverosímil la posibilidad de conjurar los peligros entre el viernes y el sábado, a fin de que las autoridades pudieran anunciar, el domingo, el regreso a clases para el lunes próximo.
La población de la capital de la República y de su zona conurbada ha sido víctima, de una determinación oficial que, lejos de inducir tranquilidad, concierto y certidumbre, puede echar a andar una oleada de pánico, zozobra y desorden.
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