Juan Villoro
24 Abr. 09
En su autobiografía, Miracles of Life (2008), James Graham Ballard habla con afecto del médico que lo acompañará en sus últimos días. Fue el último gesto de aceptación de un fabulador de desastres.
J. G. Ballard estudió medicina en Cambridge y en sus años de estudiante vivió con un esqueleto bajo la cama. El deterioro y la muerte fueron sus inevitables compañías. Nacido en Shangai en 1930, estuvo internado en un campo de prisioneros japonés de 1943 a 1945. Ahí entendió el valor de las cosas que se acaban para siempre. Sus textos se poblarían de piscinas vacías, aeropuertos abandonados, carreteras invadidas por la vegetación, gente que debe huir.
A los 13 años conoció la solidaridad de quienes comparten el peligro y supo lo que puede hacer un hombre acorralado. Ésta sería la inagotable cantera de su escritura.
Su llegada a Inglaterra le deparó un impacto aún más fuerte: una isla de caras blancas, donde se vivía puertas adentro y sobraban convenciones.
Formado en la literatura de ciencia ficción, Ballard no ubicó sus historias en Alfa Centauri, sino en las oscuras barriadas de la mente. La ultratecnología le importó menos que los inquietantes gustos del terrícola.
La pintura surrealista y los textos de Freud le revelaron que la más arriesgada exploración conduce al inconsciente. Después de participar como comisario de una exposición de coches accidentados, en la que hizo que una modelo desnuda circulara por la sala, estudió la relación entre erotismo y muerte, y llegó a la conclusión de que para muchos pilotos no hay nada tan sexy como un choque. El resultado de estas indagaciones fue Crash, tauromaquia posmoderna donde las nociones de erotismo, ceremonia y sacrificio encarnan en pilotos suicidas. La colisión de Eros y Tanatos lo convirtió en autor de culto en Francia y provocó que gente extraña visitara su pacífica casa en Shepperton, cerca del aeropuerto de Heathrow (nada más típico de Ballard que vivir en un suburbio consagrado a la aviación, donde todo está de paso).
La fama suele ser un malentendido y el reconocimiento mundial de este escritor de alta originalidad ocurrió con la más común de sus novelas, El imperio del sol, que cuenta sus días en el campo de prisioneros de Shangai y que fue llevada al cine por Steven Spielberg, con guión de Tom Stoppard.
Después de la muerte de su esposa (a causa de una repentina pulmonía durante unas vacaciones en España), Ballard se hizo cargo de sus tres hijos. "Los años sesenta fueron una época maravillosa que yo conocí por televisión", comentó. La rutina del inventor de territorios amenazantes comenzaba llevando a los niños al colegio; luego se preparaba su primer whisky y escribía hasta las cinco de la tarde. Padre ejemplar, detestaba que los entrevistadores describieran lo sucia que estaba su casa ("si los niños son felices, ¿qué importa que no use la aspiradora?").
Ballard consideró que los platos sucios no afectarían la educación de la familia y creó una comunidad a su medida, sucia y jovial, el mejor invento de un fabulador de encierros.
Los cataclismos narrativos de Ballard surgen de los problemas que genera una comunidad, esa forma regulada del apocalipsis. En Rascacielos investigó una sociedad vertical, por la que se viaja en ascensor; en Super-Cannes y Noches de cocaína se adentró en los paraísos urbanísticos de la Riviera francesa, donde todo está resuelto, salvo la agresividad latente; en Vermilion Sands concibió un balneario donde el último juego es el trabajo. La psicología de los personajes y la textura del idioma fueron para él menos importantes que el análisis de los comportamientos colectivos. Con frecuencia, sus historias surgen de un planteamiento sociológico: en Milenio negro, la anestesiada clase media no es radical por ideología, sino por la necesidad de que le suceda algo, y en Super-Cannes, la satisfacción de todas las necesidades básicas produce una parálisis social donde la violencia se canaliza en forma insospechada.
En la excelente exposición que en 2008 le dedicó el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, se podía ver un video donde el novelista hablaba del asesinato de J. F. Kennedy. El magnicidio significó para él el fin de una era y le brindó una certeza duradera: "el hombre es un animal". En cierta forma, sus tramas pertenecen a la etología, son un intrincado estudio del comportamiento animal, es decir, humano.
En su "exhibición de atrocidades" (para usar uno de sus títulos), el fabulador se la pasó de maravilla. No tuvo una resignación darwinista ante la depredación; entender la violencia le parecía el primer paso para trascenderla.
Ha muerto "el menos convencional de los escritores ingleses", como lo llamó Martin Amis. Uno de los escritores latinoamericanos que más lo ha leído, Rodrigo Fresán, resume así el último acto del visionario: "Cuando la realidad comienza a parecerse demasiado a tus fantasías, llega el momento de partir".
J. G. Ballard logró distinguir, aun en medio del caos, el desconcertante resplandor de la belleza.
kikka-roja.blogspot.com/
J. G. Ballard estudió medicina en Cambridge y en sus años de estudiante vivió con un esqueleto bajo la cama. El deterioro y la muerte fueron sus inevitables compañías. Nacido en Shangai en 1930, estuvo internado en un campo de prisioneros japonés de 1943 a 1945. Ahí entendió el valor de las cosas que se acaban para siempre. Sus textos se poblarían de piscinas vacías, aeropuertos abandonados, carreteras invadidas por la vegetación, gente que debe huir.
A los 13 años conoció la solidaridad de quienes comparten el peligro y supo lo que puede hacer un hombre acorralado. Ésta sería la inagotable cantera de su escritura.
Su llegada a Inglaterra le deparó un impacto aún más fuerte: una isla de caras blancas, donde se vivía puertas adentro y sobraban convenciones.
Formado en la literatura de ciencia ficción, Ballard no ubicó sus historias en Alfa Centauri, sino en las oscuras barriadas de la mente. La ultratecnología le importó menos que los inquietantes gustos del terrícola.
La pintura surrealista y los textos de Freud le revelaron que la más arriesgada exploración conduce al inconsciente. Después de participar como comisario de una exposición de coches accidentados, en la que hizo que una modelo desnuda circulara por la sala, estudió la relación entre erotismo y muerte, y llegó a la conclusión de que para muchos pilotos no hay nada tan sexy como un choque. El resultado de estas indagaciones fue Crash, tauromaquia posmoderna donde las nociones de erotismo, ceremonia y sacrificio encarnan en pilotos suicidas. La colisión de Eros y Tanatos lo convirtió en autor de culto en Francia y provocó que gente extraña visitara su pacífica casa en Shepperton, cerca del aeropuerto de Heathrow (nada más típico de Ballard que vivir en un suburbio consagrado a la aviación, donde todo está de paso).
La fama suele ser un malentendido y el reconocimiento mundial de este escritor de alta originalidad ocurrió con la más común de sus novelas, El imperio del sol, que cuenta sus días en el campo de prisioneros de Shangai y que fue llevada al cine por Steven Spielberg, con guión de Tom Stoppard.
Después de la muerte de su esposa (a causa de una repentina pulmonía durante unas vacaciones en España), Ballard se hizo cargo de sus tres hijos. "Los años sesenta fueron una época maravillosa que yo conocí por televisión", comentó. La rutina del inventor de territorios amenazantes comenzaba llevando a los niños al colegio; luego se preparaba su primer whisky y escribía hasta las cinco de la tarde. Padre ejemplar, detestaba que los entrevistadores describieran lo sucia que estaba su casa ("si los niños son felices, ¿qué importa que no use la aspiradora?").
Ballard consideró que los platos sucios no afectarían la educación de la familia y creó una comunidad a su medida, sucia y jovial, el mejor invento de un fabulador de encierros.
Los cataclismos narrativos de Ballard surgen de los problemas que genera una comunidad, esa forma regulada del apocalipsis. En Rascacielos investigó una sociedad vertical, por la que se viaja en ascensor; en Super-Cannes y Noches de cocaína se adentró en los paraísos urbanísticos de la Riviera francesa, donde todo está resuelto, salvo la agresividad latente; en Vermilion Sands concibió un balneario donde el último juego es el trabajo. La psicología de los personajes y la textura del idioma fueron para él menos importantes que el análisis de los comportamientos colectivos. Con frecuencia, sus historias surgen de un planteamiento sociológico: en Milenio negro, la anestesiada clase media no es radical por ideología, sino por la necesidad de que le suceda algo, y en Super-Cannes, la satisfacción de todas las necesidades básicas produce una parálisis social donde la violencia se canaliza en forma insospechada.
En la excelente exposición que en 2008 le dedicó el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, se podía ver un video donde el novelista hablaba del asesinato de J. F. Kennedy. El magnicidio significó para él el fin de una era y le brindó una certeza duradera: "el hombre es un animal". En cierta forma, sus tramas pertenecen a la etología, son un intrincado estudio del comportamiento animal, es decir, humano.
En su "exhibición de atrocidades" (para usar uno de sus títulos), el fabulador se la pasó de maravilla. No tuvo una resignación darwinista ante la depredación; entender la violencia le parecía el primer paso para trascenderla.
Ha muerto "el menos convencional de los escritores ingleses", como lo llamó Martin Amis. Uno de los escritores latinoamericanos que más lo ha leído, Rodrigo Fresán, resume así el último acto del visionario: "Cuando la realidad comienza a parecerse demasiado a tus fantasías, llega el momento de partir".
J. G. Ballard logró distinguir, aun en medio del caos, el desconcertante resplandor de la belleza.
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