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miércoles, 27 de mayo de 2009

Genoma cultural mexicano: José Antonio Crespo

27-May-2009
Horizonte político
José A. Crespo
Genoma cultural mexicano

Las semanas pasadas tuvimos muestras del nivel de descomposición de nuestro sistema político, que salpica lodo a la sociedad, la política, la economía y la justicia.

Resulta esperanzadora la conclusión del mapa genómico mexicano pues, según dicen los expertos, se podrán atender con más eficacia nuestras enfermedades y deficiencias genéticas. Menos alentador es observar nuestro genoma cultural, que ayuda a explicar por qué este país tiende a la inercia, la desorganización, la simulación, el agandaye, el autoengaño y la endémica corrupción entre otras “virtudes cívicas”. Mismas que no ayudan a construir una sociedad más funcional, justa y democrática. Las semanas pasadas tuvimos diversas muestras del nivel de descomposición de nuestro sistema político, que salpica lodo a la sociedad, la política, la economía y la justicia. Muchos han sugerido que esas características “las llevamos en la sangre”, que son “genéticas” y, por tanto, muy difíciles de modificar. Desde luego, se trata de metáforas para sugerir que tales conductas y actitudes están sumamente arraigadas en nuestra cultura, a su vez, producto de nuestra trayectoria histórica. Es ahí por donde podemos detectar el origen y la evolución de nuestro peculiar “carácter nacional”, como lo llaman algunos sociólogos.

Suele creerse que esa herencia cultural proviene tanto de nuestra rama indígena como de la española; que cada civilización aportó una parte de nuestras múltiples deficiencias culturales. Pero más bien parece que fue la brutal combinación de ambas —la Conquista— y su resultado institucional —el Virreinato—, un auténtico “corto circuito”, lo que permite comprender mejor nuestros “usos y costumbres”. Los españoles, con todo y lo que podamos compartir con ellos culturalmente, han logrado ya construir una democracia funcional, a la altura de cualquiera de Europa occidental, mientras los latinoamericanos —con pocas excepciones— nos debatimos entre líderes caudillistas, gorilatos, fraudes electorales, episodios anárquicos y abusos de poder que suelen quedar impunes (aunque en esto, aquí, como en ningún otro lado). Y en cuanto a los aztecas, podrían tener costumbres y ritos salvajes, pero en combate a la corrupción, paradójicamente, estaban más avanzados que los mexicanos actuales, pues había un sistema de rendición de cuentas más eficaz que el nuestro. Dice el antropólogo Jacques Soustelle: “Los mexicas tenían una idea muy elevada del servicio público y de la autoridad que lo acompaña; ¿acaso el señor más alto no debía obedecer a un simple mensajero que llevase órdenes de un tribunal? Al mismo tiempo, la severidad de las costumbres y de las leyes era terrible. ¡Ay del juez beodo o complaciente! ¡Ay del funcionario deshonesto! Siempre se citaba como ejemplo la decisión del rey de Texcoco que, habiéndose enterado de que uno de sus jueces había favorecido a un noble… hizo ahorcar al magistrado injusto. El poder era grande, y pesadas las obligaciones… Los deberes, las responsabilidades y los peligros aumentaban con el poder y la riqueza” (La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista, 1998). Esas prácticas desaparecieron con la Conquista, cuando los españoles introdujeron mecanismos patrimoniales para controlar a distancia sus colonias. Explica el historiador José Manuel Villalpando: “Las sobrias y austeras costumbres aztecas fueron muy pronto sustituidas y rebasadas por las nuevas formas de gobernar que trajeron los españoles. Y con ellos llegó la corrupción institucional que se inoculó tan profundamente en el alma mexicana, que hasta hoy, a casi quinientos años de distancia, aún no podemos sacudírnosla. Y todo por los reyes de España… (El gobierno ordinario) lo entregaron a individuos que debían sus puestos no a sus méritos ni a su valor, no a sus virtudes o estudios, sino a que lo habían adquirido mediante el indignante sistema de una subasta… La gente común y corriente sabía perfectamente que cualquier asunto que tuviese con la administración pública podía ser arreglado más fácil y rápidamente mediante una generosa dádiva al funcionario implicado… La corrupción se institucionalizó en la Nueva España, pues en ella participaban los tres actores fundamentales de la deshonestidad; el rey, el funcionario y la gente” (Batallas por la historia. 2008).

Pero también, las peculiaridades institucionales del virreinato pueden explicar el origen de nuestro endémico desorden administrativo, que tanto obstaculiza la eficacia en todos los órdenes. Nos cuenta Lucas Alamán que Cristóbal de Tapia, el primer veedor (una especie de auditor), enviado por la corona para revisar el funcionamiento de la colonia, encontró enorme desarreglo y desconcierto en finanzas y procedimientos: “Notase desde luego el desorden y confusión que causaba en la administración de los establecimientos españoles en América, la intervención de diversas autoridades sin haber fijado los conductos graduales de dar curso a sus disposiciones… la máquina política no tiene más que un movimiento incierto, las ruedas que la componen, sin combinación entre sí, andan a la ventura o se embarazan unas a otras, el trabajo crece innecesariamente y el respeto y la obediencia se pierden o debilitan” (Disertaciones sobre la historia de la República mexicana. 1834). Más parece una descripción de la administración pública actual y, por eso, ubicar su origen en los desmanes administrativos del Virreinato no suena tan descabellado. Por cierto, agrega Alamán: “Los capitanes amigos de Cortés le escribieron que Tapia era un hombre accesible al interés, y que mandase tejuelos de oro y barras, con lo que le amansarían”, cosa que sí ocurrió. Llama la atención la elegancia con que los conquistadores se referían a la corrupción. ¿Cuántos de nuestros actuales funcionarios y políticos serán “accesibles al interés”, susceptibles de ser “amansados”?

Muestrario. Y a propósito de excentricidades mexicanas, en mensaje cifrado a Carmen Aristegui, Miguel de la Madrid parece reivindicar su cordura, demostrando que no, que no está senil. Una especie de “y sin embargo se mueve” de Galileo frente a la Inquisición.

Muchos han sugerido que esas características “las llevamos en la sangre”, que son “genéticas” y, por tanto, muy difíciles de modificar.

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