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lunes, 20 de julio de 2009

El racismo mexicano (I): Agustín Basave

El racismo mexicano (I)
Agustín Basave
20-Jul-2009
Ha existido desde tiempos inmemoriales. Ha sido causa de bárbaras agresiones, de exterminios y esclavitudes inenarrables. Pueblos enteros —judíos, gitanos, negros y un largo etcétera— han sido brutalmente zaheridos por ser y parecer diferentes.


El racismo es una de las más deleznables manifestaciones del rechazo a la otredad. Es un reflejo de los peores rasgos del ser humano: el egoísmo, la estulticia, la intolerancia, el miedo a lo desconocido, la estrechez mental. En pueril búsqueda de protección, el hombre se niega a asir la diferencia. Opta por aferrarse a su pequeño mundo como un niño atemorizado abraza su frazada en la oscuridad. Ante su incapacidad de distinguir, en la angustia de la incertidumbre, cualquier presencia le parece amenazante. Y cuando el extraño resulta inofensivo, trueca su temor en desprecio. Del recelo pasa a la discriminación. Claro está, el proceso se facilita en la medida en que el discriminador puede identificar al discriminado. Si el otro es diferenciable por su apariencia exterior, por sus facciones y el color de su piel, el rechazo es inmediato y contundente.

El racismo ha existido desde tiempos inmemoriales. Ha sido causa de bárbaras agresiones, de exterminios y esclavitudes inenarrables. Pueblos enteros —judíos, gitanos, negros y un largo etcétera— han sido brutalmente zaheridos por ser y parecer diferentes. En México tenemos antecedentes en la era prehispánica y en el virreinato. Los aztecas abusaron de las etnias que conquistaron, y los españoles cometieron todo tipo de atropellos con las civilizaciones indígenas. De hecho, la existencia de dos grandes grupos raciales, europeos e indios, fue fuente de preocupación para la intelligentsia de este país. Durante mucho tiempo se creyó imposible forjar una nación a partir de semejante heterogeneidad, y se prescribió el mestizaje como condición sine qua non para solucionar los problemas políticos y las turbulencias sociales del país.

Con todo, el mestizo también padeció discriminación racial. La Colonia legó al siglo XIX mexicano un laboratorio racial en el que se probó la resistencia de la pirámide: los peninsulares discriminaban a los criollos, los criollos a los mestizos y los mestizos a los indios. La situación quedó en una infame dicotomía: la marginación de la mayoría “de color” a manos de la minoría blanca. Por eso, porque confirmó la regla, la figura de Benito Juárez es tan emblemática como excepcional. Ni el único Presidente indio que hemos tenido pudo sustraerse a la injusta realidad étnica: la Ley de Desamortización hizo un enorme daño a las comunidades indígenas. Y cuando la Revolución Mexicana provocó el vuelco introspectivo del mexicano sobre sí mismo, cuando nuestra sociedad dejó de confundir el espejo con la ventana y empezó a aceptarse como era, las viejas castas sólo recibieron una efímera permeabilización. El México mestizo se adueñó de los murales y de los libros de texto, pero no del bienestar social.

No nos gusta admitirlo, pero el problema sigue aquí. A contrapelo de una educación pública formalmente indigenista e hispanófoba, y con mucha mayor eficacia, se difunden en nuestra sociedad paradigmas culturales y arquetipos estético eróticos que denigran a la gran mayoría de nuestra población. Los vehículos son los medios electrónicos, particularmente la televisión. Contra la visión escrita de los vencidos se impone la historia oral de los vencedores. Miguel León Portilla y la Secretaría de Educación Pública no han podido contrarrestar el influjo de muchas generaciones de criollos privilegiados, apuntalados por los publicistas y por los guionistas y los encargados del casting de los culebrones. Ya no se publicita cínicamente a “la rubia Superior” pero se sigue vendiendo la misma fórmula: blancura igual a belleza, inteligencia y riqueza.

El fenómeno se origina en el encontronazo entre dos mundos (Luis González y González dixit) y sus secuelas. Los españoles derrotaron a los indios y los sojuzgaron, quedando unos en condición de patrones y otros en calidad de sirvientes. Los descendientes de ambos conservaron, en mayor o menor medida y salvo pocas excepciones, esos papeles. Durante más de cuatro siglos quienes han acaparado el dinero y la educación tienen pinta de europeos, y los que han cargado con la pobreza y la ignorancia se parecen más a los indígenas. Ante esa realidad, tan lacerante como ostensible, la discriminación y el complejo de inferioridad proliferan. No es fácil para los mestizos desechar las pretensiones de los criollos de ser los poseedores de la virtud absoluta, cuando los hechos con los que se topan en su vida cotidiana les reiteran que siguen perdiendo la batalla por los mejores espacios socioeconómicos, políticos y culturales. Entre los desfavorecidos hay quienes se dan cuenta de que el terreno de juego no es parejo, de que no hay igualdad de oportunidades, pero muchos otros simplemente se allanan a la injusticia. Desarrollan así aspiraciones antinaturales y caen consciente o inconscientemente en la frustración.

El tema es tabú. A los mexicanos nos gusta engañarnos pensando que no somos racistas, que ése es un estigma de otros países. Pero la verdad es que aquí el racismo no sólo existe sino que en cierto modo es peor que el que prevalece, por ejemplo, en Estados Unidos o Europa, porque allá se trata de mayorías que discriminan minorías mientras que aquí es a la inversa. Sí, tenemos una suerte de apartheid informal cuyas bases no son las leyes sino las reglas no escritas. Y es que permanece la correlación entre raza y clase que Andrés Molina Enríquez describió en Los grandes problemas nacionales: casi todos los criollos somos burgueses y casi todos los burgueses somos criollos, como en su inmensa mayoría la población indomestiza y el proletariado son lo mismo. Y esa inequidad es causa y efecto de los más destructivos, nefastos y estúpidos prejuicios.

abasave@prodigy.net.mx


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