Bernardo Barranco V.
Los dos últimos incidentes que se han vivido –el pastor boliviano que con Biblia en mano intentó el secuestro de un avión de Aereoméxico que se dirigía al Distrito Federal y el asesino del metro Balderas, quien con un revólver de grueso calibre pidió a los pasajeros que rezaran, pues él actuaba en nombre de Dios, acto que desencadenó el asesinato de dos personas– requieren un análisis que vaya más allá de un supuesto acontecimiento accidental provocado por individuos peligrosos con ciertos trastornos sicológicos y rasgos de inequívoco fanatismo religioso.
Muchos reporteros preguntaban sobre el incremento de las sectas destructivas y movimientos religiosos radicales al grado de usar la violencia en nombre de Dios. Explicaciones simplistas son hasta reconfortantes: se trata de casos aislados, de tipos disfuncionales, medio locos y extremistas religiosos. Nada más tonificante, se trata de tipos disfuncionales. Me temo que no hay respuestas socialmente terapéuticas, por lo menos, al mejor estilo de Jorge Erdel, cuando era escuchado por los medios en busca de la nota espectacular y reveladora.
La reflexión sobre estos hechos vía el fanatismo religioso resulta insuficiente y hasta superficial; por el contrario, son un reflejo de lo que es actualmente la sociedad mexicana, caracterizada por un clima cada vez más violento, sangriento y cruento. Los casos muestran tan sólo la punta de un iceberg, de algo que está pasando en las profundidades de la sociedad; dicho de otra manera: la disfunsionalidad no viene del supuesto fundamentalismo religioso de los sujetos, sino de las patologías sociales que vive nuestro país.
México transita por senderos cada vez más peligrosos. Sometido a muchos años de violencia, inseguridad y estructuras desbordadas, nuestro país carece de liderazgos institucionales, experimenta espontá-neos estallidos sociales, con una clase política insensible y rebasada. Como sociedad hemos venido banalizando la crueldad de la transgresión del orden público no sólo por el crimen organizado, sino por los propios actores políticos. La crisis económica ha agudizado todo este clima de incertidumbre y se ha creado una atmósfera que, como una avalancha de pesimismo, ha venido incidiendo en la población, no sólo en la manera de entender la vida, es decir, en el sentido común de lo cotidiano, sino en el estado de ánimo individual y colectivo.
¿Clima semiapocalíptico o de pesimismo extremo?, tal visión contrasta solamente con el optimismo voluntarioso del presidente Calderón que intenta aliviarnos de esta sensación de desmoronamiento. Carecemos de referencias históricas para entender lo que actualmente vivimos.
A su llegada a México, después de una larga estadía en el extranjero, Roger Bartra comparte sus impresiones sobre lo que percibe en nuestro país de la siguiente manera: “Sí se percibe una gran tensión social, una gran inquietud, un gran desencanto, una desesperanza, pero me parece que lo que está ocurriendo, más que un estallido social, es una implosión social, que es peligrosa, maligna, malsana, pero no genera las condiciones de estallido social, sino una rabia contenida, un estallido al revés… una implosión social, expresada en seres cada vez más ensimismados en sus propios problemas y arañando la sobrevivencia; una explosión hacia ellos mismos cargada de fracaso y desesperanza” (Reforma, 19/09/09).
Independientemente de si uno está de acuerdo con él respecto de los signos de estallidos sociales, su reflexión es sugerente. La implosión es un concepto utilizado en la ingeniería de la demolición –explosión–, hacia dentro, y por la sicología que explica determinados comportamientos de la persona. Se produce una implosión en un cuerpo o sistema cuando se realiza una presión destructiva hacia adentro, al núcleo de una persona o de un cuerpo social, a diferencia de la explosión social en la cual la carga demoledora se desarrolla de adentro hacia fuera.
Conviene recordar los casos de los estudiantes en colegios y universidades estadunidenses que se convertían en asesinos tumultuarios. En un inicio se pensó que eran casos aislados, de personas con algún tipo de trastorno y desequilibrios emocionales. La recurrencia de dichos actos de exterminio juvenil llevó a conclusiones diferentes que apuntaban no únicamente al sistema educativo, sino a la propia sociedad, incluyendo las familias, dado los niveles de exigencia y extrema competitividad, soledad, y a los altos índices de frustración juvenil que detonan estos actos de brutal aniquilación.
Los sucesos del aeropuerto y en el metro Balderas de la ciudad de México son actos individuales que reflejan problemas sociales, económicos, políticos y de cultura; el origen no es lo religioso, sino el resentimiento social. Una interpretación más aguda es desgarradora.
La patología no está presente solamente en las personas agresoras, sino en la propia sociedad. La incertidumbre social de lo cotidiano hace que el fanatismo religioso, en todo caso, refleje el agravio a la sociedad, por lo que se hace urgente atender y reconstruir nuevas condiciones en la sociedad; abatir el de-sempleo, la falta de oportunidades, crear certezas y liderazgos. La generación de vacíos es peligrosa porque cualquier cosa puede esperarse, incluyendo la desestabilización total.
Lo religioso nunca ha estado aislado de lo social, pero tampoco, al menos en estos dos casos, puede pensarse que está en el origen de los actos de violencia; aquí lo religioso se ha pretendido usar como fundamentación y justificación de actos extremos. Sin embargo, es recurrente que en tiempos de crisis e incertidumbres los grupos más afectados busquen afianzarse y asirse de algo que les brinde sentido. Aquí lo sagrado puede ser instrumento de apología y podría legitimar acciones de ruptura con el orden social. Tengamos presente, el inusitado alcance del culto a la Santa Muerte entre los llamados sectores informales como indicio de la manera en que ante la falta de respuestas o certezas, la sociedad construye sus propias contradeidades alternativas. ¡Atención!
kikka-roja.blogspot.com/
Muchos reporteros preguntaban sobre el incremento de las sectas destructivas y movimientos religiosos radicales al grado de usar la violencia en nombre de Dios. Explicaciones simplistas son hasta reconfortantes: se trata de casos aislados, de tipos disfuncionales, medio locos y extremistas religiosos. Nada más tonificante, se trata de tipos disfuncionales. Me temo que no hay respuestas socialmente terapéuticas, por lo menos, al mejor estilo de Jorge Erdel, cuando era escuchado por los medios en busca de la nota espectacular y reveladora.
La reflexión sobre estos hechos vía el fanatismo religioso resulta insuficiente y hasta superficial; por el contrario, son un reflejo de lo que es actualmente la sociedad mexicana, caracterizada por un clima cada vez más violento, sangriento y cruento. Los casos muestran tan sólo la punta de un iceberg, de algo que está pasando en las profundidades de la sociedad; dicho de otra manera: la disfunsionalidad no viene del supuesto fundamentalismo religioso de los sujetos, sino de las patologías sociales que vive nuestro país.
México transita por senderos cada vez más peligrosos. Sometido a muchos años de violencia, inseguridad y estructuras desbordadas, nuestro país carece de liderazgos institucionales, experimenta espontá-neos estallidos sociales, con una clase política insensible y rebasada. Como sociedad hemos venido banalizando la crueldad de la transgresión del orden público no sólo por el crimen organizado, sino por los propios actores políticos. La crisis económica ha agudizado todo este clima de incertidumbre y se ha creado una atmósfera que, como una avalancha de pesimismo, ha venido incidiendo en la población, no sólo en la manera de entender la vida, es decir, en el sentido común de lo cotidiano, sino en el estado de ánimo individual y colectivo.
¿Clima semiapocalíptico o de pesimismo extremo?, tal visión contrasta solamente con el optimismo voluntarioso del presidente Calderón que intenta aliviarnos de esta sensación de desmoronamiento. Carecemos de referencias históricas para entender lo que actualmente vivimos.
A su llegada a México, después de una larga estadía en el extranjero, Roger Bartra comparte sus impresiones sobre lo que percibe en nuestro país de la siguiente manera: “Sí se percibe una gran tensión social, una gran inquietud, un gran desencanto, una desesperanza, pero me parece que lo que está ocurriendo, más que un estallido social, es una implosión social, que es peligrosa, maligna, malsana, pero no genera las condiciones de estallido social, sino una rabia contenida, un estallido al revés… una implosión social, expresada en seres cada vez más ensimismados en sus propios problemas y arañando la sobrevivencia; una explosión hacia ellos mismos cargada de fracaso y desesperanza” (Reforma, 19/09/09).
Independientemente de si uno está de acuerdo con él respecto de los signos de estallidos sociales, su reflexión es sugerente. La implosión es un concepto utilizado en la ingeniería de la demolición –explosión–, hacia dentro, y por la sicología que explica determinados comportamientos de la persona. Se produce una implosión en un cuerpo o sistema cuando se realiza una presión destructiva hacia adentro, al núcleo de una persona o de un cuerpo social, a diferencia de la explosión social en la cual la carga demoledora se desarrolla de adentro hacia fuera.
Conviene recordar los casos de los estudiantes en colegios y universidades estadunidenses que se convertían en asesinos tumultuarios. En un inicio se pensó que eran casos aislados, de personas con algún tipo de trastorno y desequilibrios emocionales. La recurrencia de dichos actos de exterminio juvenil llevó a conclusiones diferentes que apuntaban no únicamente al sistema educativo, sino a la propia sociedad, incluyendo las familias, dado los niveles de exigencia y extrema competitividad, soledad, y a los altos índices de frustración juvenil que detonan estos actos de brutal aniquilación.
Los sucesos del aeropuerto y en el metro Balderas de la ciudad de México son actos individuales que reflejan problemas sociales, económicos, políticos y de cultura; el origen no es lo religioso, sino el resentimiento social. Una interpretación más aguda es desgarradora.
La patología no está presente solamente en las personas agresoras, sino en la propia sociedad. La incertidumbre social de lo cotidiano hace que el fanatismo religioso, en todo caso, refleje el agravio a la sociedad, por lo que se hace urgente atender y reconstruir nuevas condiciones en la sociedad; abatir el de-sempleo, la falta de oportunidades, crear certezas y liderazgos. La generación de vacíos es peligrosa porque cualquier cosa puede esperarse, incluyendo la desestabilización total.
Lo religioso nunca ha estado aislado de lo social, pero tampoco, al menos en estos dos casos, puede pensarse que está en el origen de los actos de violencia; aquí lo religioso se ha pretendido usar como fundamentación y justificación de actos extremos. Sin embargo, es recurrente que en tiempos de crisis e incertidumbres los grupos más afectados busquen afianzarse y asirse de algo que les brinde sentido. Aquí lo sagrado puede ser instrumento de apología y podría legitimar acciones de ruptura con el orden social. Tengamos presente, el inusitado alcance del culto a la Santa Muerte entre los llamados sectores informales como indicio de la manera en que ante la falta de respuestas o certezas, la sociedad construye sus propias contradeidades alternativas. ¡Atención!
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